Cierras
los ojos, recorriendo las callejuelas que en tu interior albergas, escuchando
cómo los adoquines resuenan bajo las pisadas de tus botas viejas, cada vez más
rápidas, cada vez más pesadas, como si buscasen, como si persiguieran, como si
fueran éstas las que están siendo acorraladas. Pero no hay nada más que una
baja niebla, una fantasmagórica tiniebla que difumina todo lo que se encuentra
más allá de dos palmos y deforma los gigantescos edificios de piedra que se funden
en la negra bóveda, tornada noche sin estrellas.
Tus
pupilas recorren raudas cada pasillo, cada callejón, y una risa resuena a lo
lejos a pesar de parecer provenir de tu interior. Como un eco incesante que
retumba entre los muros para clavarse en tus oídos, los cuales sangran una tinta
oscura y pegajosa que delinean las grietas de tus huellas, impregnadas en las frías
farolas polvorientas. ¿Será tu cordura machacada y licuada?, piensas, pero tu
respiración aumenta y sabes que debes correr; no puede atraparte aquella
risotada que te hace enloquecer.
Los
charcos, medio congelados, se rompen bajo tu peso, como finos vidrios, como
espejos maldecidos que reflejan tu figura en mil trayectos y posturas, según
caen de nuevo al suelo y son salpicados por su esencia translúcida y líquida,
que recorre su superficie como las cálidas lágrimas lo hacen en tus mejillas. Las
risas se detuvieron hace tiempo, pero desconfías de aquel paraje que, por mucho
que avances, gires o camines, permanece inmutable. Pues incluso tus dedos impresos
siguen en los mismos puntos, iluminados bajo las blanquecinas luces parpadeantes
de aquellos faroles mugrientos.
Y sólo
ves una solución.
Tus
párpados son separados por tus propios dedos. La confusión del momento te
aturde de nuevo. Y exhalas grandes bocanadas de aire para recobrar el aliento.
Pero todo está oscuro, sombrío, apagado, como si te encontrases detenido en la
caída de un abismo. Como si esto fuera el delirio y lo anterior la realidad,
aunque ambos lugares se vean cargados por la falsedad, una quimera de
apariencia tan verdadera como el mordisco que te acabas de proporcionar en tu
palma sangrienta.
Aprietas
el puño, la sangre gotea. Te levantas del camastro, éste desaparece y la
pesadilla te rodea. ¿Qué es real?, te preguntas, ¿qué es ficción?, gritas en tu
mente. Y notas cómo tu pecho se oprime. Tu corazón, bombeante y latente, que ignorabas
por completo que siguiera ahí presente, empieza a doler, retorciéndose como un
nudo en las manos de un marinero. Y entonces comprendes.
Los
demonios y monstruos que no son otra cosa que tus pensamientos macabros
encerrados en un tarro rojo, escupen su bilis mientras lo arañan para intentar
escapar, para intentar perforar tu torso mientras éste se desangra y despedaza.
Y los cuervos que graznan y picotean desde el interior de tu cabeza, no quieren
otra cosa que abrir una brecha por la cual salir chillando en una nube de
plumas negras. Las heridas internas no sanan y sólo derraman más sangre y
lágrimas, gritos ahogados en sogas falsas de las cuales penden cadáveres
vivientes, todavía calientes a pesar de estar rellenos de un vacío congelante.
Y las rodillas ceden ante la inmensa oscuridad, postrándose ante ella, desesperadas,
aunque sea ésta la que las acune y envuelva como si fuera un manto envejecido
por el tiempo, a pesar de no tener ningún desmejoramiento ni ninguna intención
de atenuar tu sufrimiento, haciendo inútiles todos tus intentos de enfrentamiento.
Y abres
un ojo y cierras el otro; uno lleno de oscuridad y el otro de calles lóbregas,
ambos ciegos y ambos videntes, pero ninguno de ellos cuerdo lo suficiente.