La luna
está bien alta, el bosque duerme y la noche se cubre de la mirada de las
estrellas con su manto de nubes de tormenta para poder empezar a llorar por debajo
de éstas. La frustración rompe el llanto en forma de relámpago y los truenos
gritan por una impotencia incapaz de expresarse. La furia zarandea los brazos
de los árboles, agitándolos para que golpeen y se derrumben, cayendo como meras
hojas arrojadas por el viento en mitad de un oscuro invierno.
Con un vendaval
que arrastra unas lágrimas convertidas en suciedad y fango, en ríos de lodo
lloroso que arramblan lo poco vivo que queda para ahogarlo en su fondo incierto
y pantanoso, el tiempo pasa como aquella tierra perdida en una ciénaga quemada.
Las plantas bajas fueron arrasadas por una violencia desatada, y las más altas
no tardaron en caer para perecer. La cólera chocó contra las ramas de la
carencia y la aflicción estalló en miles de fuegos e incendios, los cuales consumieron
hasta su propio oxígeno; devastando todo lo vivo.
Las
raíces del subsuelo despellejado sangran y tiñen de savia la tierra
encarnecida. Los anhelos y deseos convertidos en ceniza se deshacen y desvanecen
al no distinguirse entre el paisaje; se disipan con la explosión de la ignición,
con aquellas llamas, vientos y rayos que todo arrasaron. La calma recupera su noche
y la noche recupera su silencio, pero no por debajo de aquel esponjoso manto,
pues la esencia de vida sigue fluyendo por la polvareda y poco a poco todo lo
llena mientras las últimas brisas ululan entre las ruinas y sombras
carbonizadas donde las emociones se desencuentran fragmentadas poco antes de
ser apagadas.
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