Escuchaste
las olas del mar rompiéndose en un vacío sideral, abisal, que se perdía en la
oscuridad de la noche sin fin, y tus ojos no pudieron apartarse ya más de ese
oleaje, de ese ir y venir, entre los cuales, tú, Efialtes, empezaste a suspirar
frente a una espera desconocida, frente a la búsqueda de la llegada de aquello
que desconocías, como si, algún día, pudieras identificar la ola correcta. Como
si, algún día, ésta al fin llegase y no te hallase muerta.
La
playa, perdida de arena, extraviada en la negrura perenne, envolvía tus pies y
abrazaba, como podía, las partes del cuerpo que le dejabas mientras tus dedos
jugueteaban con su composición, con esa ceniza quemada -sin arder- bajo el oculto
Sol. El viento ha huido y los susurros de la brisa solo recorren tu cabeza y tu
vello que, entre escalofríos, se eriza según tu mirada, enorme, sigue fija en
ese punto invisible que divide el negror en dos. La luz se ha filtrado en tu
corazón y no sabes cómo -ni cuándo- sucedió. Mas lo tomas como algo malo, algo
marchito, que calcina todo lo pensado, todo lo escrito, y lo ocultas, en el
frío, procurando que pase desapercibido para quienes, con una cerilla, procuran
encontrar el camino para morar en ese hueco que, pese a su bombeo, aparenta
estar vacío.
La noche se posó en tus ojos, Efialtes, la noche se posó en ellos y los tornó de su color, convirtiendo tu mirar, y tu pupila, en su efigie. El negror se ocultó bajo tu rostro y tus comisuras, rasgadas, dejaron ver su voluntad cuando éstas no sonreían, sinceras, frente a la realidad. Y la lucha interna por esas luces apagadas que soplaban las pequeñas llamas de las velas terminó aislando aquel brillo que, desesperado, buscaba un centelleo al que aferrar todos sus deseos y anhelos antes de que éstos terminasen convertidos en exhalación sin fuerza ni cuerpo, aire arrastrado por unos labios descompuestos.
Mas, pese a ello, pese a esa oscuridad, a esa tiniebla que, cual bruma, asomaba por las grietas, la espera seguía en mitad de ese entumecimiento de manos, de esa mirada sin objetivo -pese a estar aguardando-, de ese ir y venir por parte del oleaje que, como la leve luz, brillaba espontáneamente bajo el resplandor de las lejanas estrellas que, fugazmente, caían. Pues Efialtes, en su ensimismamiento, lloraba, y ni siquiera lo sabía.
La noche se posó en tus ojos, Efialtes, la noche se posó en ellos y los tornó de su color, convirtiendo tu mirar, y tu pupila, en su efigie. El negror se ocultó bajo tu rostro y tus comisuras, rasgadas, dejaron ver su voluntad cuando éstas no sonreían, sinceras, frente a la realidad. Y la lucha interna por esas luces apagadas que soplaban las pequeñas llamas de las velas terminó aislando aquel brillo que, desesperado, buscaba un centelleo al que aferrar todos sus deseos y anhelos antes de que éstos terminasen convertidos en exhalación sin fuerza ni cuerpo, aire arrastrado por unos labios descompuestos.
Mas, pese a ello, pese a esa oscuridad, a esa tiniebla que, cual bruma, asomaba por las grietas, la espera seguía en mitad de ese entumecimiento de manos, de esa mirada sin objetivo -pese a estar aguardando-, de ese ir y venir por parte del oleaje que, como la leve luz, brillaba espontáneamente bajo el resplandor de las lejanas estrellas que, fugazmente, caían. Pues Efialtes, en su ensimismamiento, lloraba, y ni siquiera lo sabía.
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