Los
árboles son grises, acordes al cielo, sus hojas hace mucho que se fueron.
Cenizas, sólo cenizas blancas e impolutas, en ocasiones caen de unas nubes brunas.
Las noches alargan sus garras y se aferran a la tierra mientras acechan con su
fría y oscura naturaleza. Y el silencio suena en una línea recta, inmutable al frío
como en una fotografía perfecta. Estático. Estático e indiferente está todo.
Muerto sobre una tierra helada que todo lo degrada, donde la vida huye y se
esconde, refugiándose donde puede, a excepción de unos pocos valientes, o
locos, o listos, o insanos, o lobos solitarios que vagan por ese desierto congelado
teñido de blanco grisáceo, dejando unas sucias huellas a su paso, como si buscaran
algo. Algo perdido y olvidado. Quizá esos colores extraviados. Pero ni siquiera
los pájaros se atreven a piar sobre eso. Sólo el silencio les acompaña a lo
lejos, para acallarlos también a ellos y borrar, con el tiempo, aquellas marcas
que dejaron sobre el gélido suelo.
Los
árboles son grises, acordes al cielo, y sus hojas, como todo lo vivo, hace mucho
que se fueron.
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