Quiero escribirte esta noche, tranquila, paciente, mientras los astros
tiemblan, parpadeantes, en la oscuridad lejana. Quiero recorrer con mis dedos
ficticios acabados en grafito tu blanca espalda, manchándola tenuemente de
palabras dibujadas que signifiquen todo y al mismo tiempo nada.
Quiero poder besar, sin temer al porvenir, el alba que asoma entre la
comisura de tus dedos, en el precipicio de la caricia y el deseo, mientras tus
ojos se clavan, tiernamente, en mi cuerpo y la sombra que compone su forma en
medio de esta nocturnidad de eterna apariencia.
Pues si eso ocurriera, bien sé que la calma vendría, sin necesidad de
tormenta. Vendría, lo sé, por mucho que gritasen los cristales exteriores,
azotados por gotas y vendavales. Lo sé.
Y sería una calma tan dichosa como el extravío en la pupila confundida
con la silueta del párpado fundido con el resto de la habitación. Digna del
merecido reposo que tanto anhela este mecanismo incansable que suelen llamar “corazón”.
Pues la pequeña explosión insonora, indolora, haría que pudiera
descansar, al fin, en el pecho ajeno y su reconfortante calor. Mientras las
palabras se funden, poco a poco, con el anochecer y su borroso sueño.
(En teoría no debería alargarse más del minuto 1:15
para tener leído el relato.)
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