Unas fotos viejas de viajes, descoloridas, unas botas desgastadas y
pinceles rotos. Ropa sin importancia y un cuaderno a medio empezar, con lápices
sin apenas punta. Una goma que desdibuja y un reloj sin cuerda ni batería,
detenido eternamente a una hora concreta del día, colgando de la mochila. La
chaqueta de mil bolsillos llenos de nada, como los bolsillos de aquellos
pantalones, desgarrados por el uso, que perdieron la cartera por culpa de una
mano que la arrojó con desdén. Y algo que cubra la mirada de ese cuerpo que
arrastra su cuerpo arrastrando una maleta parcialmente vacía.
Unos billetes para el trayecto, sin saber demasiado bien si son de tren
o dinero, y unas mangas de jersey que cubran el frío de los dedos; los guantes
se perdieron con el fuego que quemó todos los demás recuerdos. Las hojas
arrancadas de antiguos libros, con escritos y añadidos, y algún pequeño objeto
que no produzca brillo por sí mismo. Un viento que acaricie la cara, humedezca
los ojos y desgarre los labios, y unos pasos decididos que avancen en cuanto
suene, a lo lejos, un último pitido.
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