Las
nubes parecen algodón lleno de polvo a mis pies, la noche brilla estrellada
sobre mi cabeza y el viento acaricia mi cara. ¿Dónde me encuentro yendo a estas
horas directo a la nada? Lo último que recuerdo es que intentaba refugiarme en
mis letras, en mi cabeza, pero ante la imposibilidad de lograrlo destrocé el
muro de mi claustrofóbica estancia y salí de allí volando, desgarrando las alas
plegadas bajo la piel de mi espalda.
La
sangre ya no chorrea a pesar del rastro que dejé de buen inicio. Una lluvia
roja para los vecinos que gritarán horrorizados nada más verlo tras el primer
sujeto matutino. Lástima que no vaya a poder disfrutar de esa escena, me dirijo
a la nada con mis grandes alas desgastadas y mis penas.
El suelo
ya no existe. Las nubes parecen difuminarse. Y el cielo siempre está tan lejano
como esas inalcanzables estrellas. Por mucho que alce el vuelo, la distancia no
se acorta y sólo logra alejarme de todo aquello que me rodea. Me convierto en
un punto borroso que acabará siendo borrado en un soplido, si es que no se ahoga
antes al quedarse sin oxígeno para caer cual Ícaro. Pero el cansancio en mis
ojos me impide preocuparme por nada que no sea volar hasta donde el color
pierde sentido, hasta donde el negro es blanco y el blanco es olvido y las
palabras sólo son un alboroto confuso de sinsentidos vacíos.
Me
pregunto qué pasará por mi cabeza entonces. Y cómo será todo y toda realidad. Si
veré alguna cosa curiosa o sólo pasarán ideas torpes que pretenden parecer contrarias
y valiosas. Me pregunto si mis alas desaparecerán o me las arrancarán como si
tirasen de mis brazos para amputarlos de cuajo. Si quedará hueso o sólo dos
huecos surtidores de sangre. Si mi cuerpo estallará o permanecerá intacto y sin
tacto, invisible al ojo e inodoro al olfato. Aunque quizá sólo se convierte en
un maldito garabato hecho por una mano rabiosa que araña, que desgarra, que
cercena una hoja con un lápiz roto.
O quizá
simplemente no llego allí. El Sol está a punto de salir y mis ojos sólo quieren
dormir, rendirse al cansancio y precipitarse hacia algún peñasco para despedazar
la carne de su cuerpo como un estropajo y dejar un sucio borrón que nadie verá
y que el tiempo se encargará de borrar. Que la lluvia arrastre ese cuerpo
mutilado y desmembrado en un olvido olvidado de mareas negras hundidas en
miseria y así se pierda. Donde nadie lo recuerda, donde nadie lo menciona. Donde
nadie nunca nada. Y así la lluvia ayuda al tiempo limpiándole las manos con su
negra agua sucia.
Pero las
alas siguen batiéndose destrozándose como la mente, como los brazos de aquel
hombre que sueña con alzarse, como la cabeza del ave que choca y colisiona
contra un ventilador gigante. Siguen batiéndose arrancándose sus pedazos
ardientes, dirigiéndose eternamente a esa nada tan ansiada donde ya no serán
relevantes ni utilizadas. Donde la inexistencia por fin será alcanzada.
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