domingo, 6 de noviembre de 2016

XXXII - 43

Las flores de espinas clavadas en las ramas de sus brazos atravesaban la piel de quien intentaba acariciar su rostro, envuelto en hojas. Las raíces de aquellos dedos, en antaño carnosos, profundizaban en el fango de una superficie tan incorpórea como el alma de sus fuentes de vida, de las cuales extraía el néctar para mantener la llama de su vista; para evitar que el cardo que brotaba de sus finos labios se convirtiera en ceniza y volase propagando una desdicha no escrita. Pues el tronco palpitante de aquella descrita no guardaba otra cosa que tósigo disuelto en un sinfín de órganos descompuestos.
¡Y era tósigo, sí, lo que emanaba de esa ranura cerrada en párpados escarlatas! Tósigo y ponzoña que brillaban bajo el peso de la gota que recorría la mejilla ignota de ese semblante cubierto por hojas, cubierto por hojas y un velo de espera, de espera eterna ante una muerte tan efímera como duradera frente a las garras salvajes que arañaron sus piernas retorcidas con una enredadera mustia.
Por eso las caricias y dulzuras dieron paso a la marchita amargura, a la escasa lluvia y a la brisa fría, que recorrían todos los rasguños de aquella corteza cada vez más áspera y esquiva al efecto que pudo recibir algún remoto día; convirtiendo tal corteza casi en piedra y maleza, en escollo y cantil a un abismo sin fin y negrura eterna extendida a lo largo de las gélidas venas de ajado cristal. Pues no había mano, ni siquiera temerosa, que se acercase ya a ese Ídolo carcomido en vacío; ¡tal había sido la fractura que dicho ente había padecido! Fractura perenne y constante en una ampliación de diversas variantes que fecundan las ramas dignificantes de esa desoladora aflicción que, en sus brazos, parece desarrollarse a través de unas ligeras semillas punzantes, de las cuales, más adelante, acaba por surgir La flor que sus adversidades contrae. 

miércoles, 12 de octubre de 2016

Quiero, quisiera... que alguien entrase en esa habitación funesta

Quiero, quisiera, que alguien entrase, poquito a poco, sin hacer mucho ruido, y sin levantar mucho polvo –pues debe haber bastante polvo ahí acumulado–, por la puertecilla agrietada de ese órgano tosedor. Me gustaría, me agradaría, que alguien se acurrucase dentro, pese al frío interno, más intenso que el de afuera, y se cubriera con las mantas viejas, manchadas de rojos arañazos y roídas por pulgas amargas, que ahí se encontrasen. Estaría bien, muy bien la verdad, que se quedase quieto, sin moverse, apreciando esta nada, en algún rincón, a su preferencia, por muy pegajosos y salados que éstos fueran, sin tener en cuenta las cicatrices de costras medio abiertas. Yo, por mi parte, intentaría avivar un pequeño fueguecillo, algo a lo que ese alguien pudiera acercar sus manos, pese a que seguramente fuese un breve brillo, una fugacidad, una ilusión quizá, o un espejismo anhelante de anhelo, que aumentaría, probablemente, la tiritona del cuerpo establecido en ese frágil no-domicilio. Pero los hilos tejidos por el tiempo muerto podrían servir de entretenimiento a los ojos que se irían cargando de cansancio según pasaran los suspiros nocturnos, según pasaran, si es que pasaran siendo (pre)visibles, las lunas del pesar; tan lejanas y a la vez tan cercanas al oleaje emocional que golpearía, a veces tenue, a veces fuerte, ese deshogar. Removiendo esos cuadros, (re)torcidos todos ellos, representantes de recuerdos y ficciones, de afanes futuros que se sitúan en tiempos distantes, y de pasados remotos vívidos en un presente eterno, que se mezclarían entre ellos en un vaivén de memorias (ir)reales. Mas esos cuadros no deberían, no debieran tocarse, pues los gusanos que los habitan mordisquean, y mordisquearían sin piedad, aún más el ya carcomido papel restregado en esas paredes en un vano intento de ocultar el mohoso recubrimiento que las conforma desde antes de los orígenes de esas ¿horribles? memorias.
Me gustaría, quisiera, estaría muy bien, la verdad, que esa silenciosa compañía no trajera ningún (des)orden, que dejase todo según emerge, de no sé dónde, y simplemente observase, sin molestarse, ni molestar a aquellas diminutas criaturas hurañas que, desde su hollín, manejan, como pueden, esta desmoronada carcasa. Yo agradecería su presencia, su compañía, pese al resquemor que produciría, pese al incesante miedo a su huida, o a su marca vacía, o a las huellas unidas sobre otras huellas antiguas que revolvieron las cosas, y añadieron de otras, quebrando sus formas, marcando las horas, queriendo fragmentos, de lágrimas y tiempo, salpicados de espeso carmesí, virulento y sediento, de aquella desgracia que no abandona el cuerpo, en su día.
Mas el dolor mitiga ese dolor temor, ese posible riesgo, ese peligro de observación, de rozadura y emoción, con sus palabras; únicas habitantes de esa cripta soterrada en una oscura cámara; invisibles pero tan existentes como el vaho allí acumulado, junto a la eterna ceniza. No hay nadie que se acerque siquiera a los barrotes previos a la pena. Por ello sólo queda ese “Quiero, quisiera”, ese deseo tan punzante que atraviesa, pese a estar tan bien velado en esa diminuta arqueta oculta en el fondo de un cajón de una mesilla de polillas desnudamente muertas.

sábado, 10 de septiembre de 2016

Una historia – Dónde se encuentran las caricias del viento, del tiempo, del invierno y el infierno

I

La inmensidad de la soledad del alma en el universo infinito, que se extiende entre los múltiples fragmentos de ésta, rodeándose por su niebla al fluir entre sus grietas cual ríos en la tierra.
Las percepciones alteradas por la inmensurable saturación de emociones inidentificables, cual rostros borrados en negros garabatos, que estallan en desconocidas formas, cual fuegos de artificio imperceptibles para nuestras retinas, demasiado viejas, demasiado antiguas, para ser capaces de captar siquiera el colorido no-color de esa explosión.
Y el lienzo en blanco que supone esa oscuridad perenne que acompaña a todo ser hasta la muerte desde su muerte, lleno de pinceladas invisibles que atravesaron en lágrimas rojas sus fauces, sus patas, sus garras desgarradas por aquellas propias almas mutiladas que no logran conformar un conjunto.

La luz encallada en la vista, en la pupila, que ciega la mente, quema su acuosa prisión y derrite sus barrotes salados que caen, lentamente, deslizándose cual granos de arena atrapados en un cristal que se estrecha. ¿Dónde está aquello que se anhela? ¿Dónde está aquello que se halla sin buscarse? ¿Dónde se encuentran las caricias del viento, del tiempo, del invierno y el infierno, rozando el cuerpo, la piel y el hueso en arañazos de suspiros rotos en espejos clavados por en la carne e-tierna? ¿Dónde, dónde se encuentra, si no es en este órgano que bombea, entumecido, morado y deformado, lleno de golpes, magullado, por una presencia que vive inerte en su interior, pese a sus rasguños, o a sus zarpazos más bien, exteriores? ¿Dónde, dónde se encuentra?

II

El brillo que se filtra entre las comisuras de los dedos revienta el rostro que resulta ajeno. La inmensidad despierta (en) el veneno corrosivo que se diluye en óxido entre las raíces internas. Y el retorcimiento de las formas grotescas quiebra la huesuda sombra del blanco polvo, ahora rojizo en perlas rubíes, compactado.
Ya nada espera al todo.
Las tinieblas se han dilatado en un éxtasis provocado por un carámbano ingerido por un torso malherido a su causa. Las zarpas aferradas a la nada han soltado aquello que las sostenía en el cielo. Y la caída ha matado al cerebro antes de que éste colisionase contra el suelo, reventando en mil fragmentos. Porciones de un intelecto destrozado dentro de su vacío. Pedazos de pensamiento que se evaporan cual gases nocivos, huyendo del cuerpo corroído, del gris pútrido que los ha engendrado en su nido, para dejar atrás un semblante de nulas facciones que se deshace en su cabeza antes pensante. Que se deshace, como si al disolverse lograse por fin fundirse con algo que le pertenece y no fuera solamente con ese hueco absolutamente de caído en un cuadro lleno de precipicios.

III

La muerte ha sonreído en su oscuridad.


(A partir del segundo 0:05)

Seguramente, inacabado.

domingo, 28 de agosto de 2016

«Ese mundo de cristal»

Un espejo. Dos reflejos. Cuatro luces brillando casi en el centro de la profunda oscuridad, pendientes de su imitación. Y unos dedos, pares en ambos lados, arrastrando el vaho acumulado en un vidrio agrietado en una caricia sin fin de su inverso igual.
Así es como definiría ese mundo de cristal.

martes, 23 de agosto de 2016

Mariposas de cristal

–¿Alguna vez has visto las mariposas de cristal?
–¿Las mariposas de cristal?
–Sí, esas mismas. Esas que revolotean como unas gotas de agua clara y la mismísima brisa, esas que su transparencia captura la luz durante unos breves instantes para convertirla en un centelleo frente a los ojos inexpertos, frente a aquellos que desconocen su vuelo secreto entre las ramas y la oscuridad de la sombra, entre el nacer del alba y el caer del ocaso, justo cuando los rayos se muestran perezosos, lentos, pesados, por el porvenir o por el cansancio. Esos ligeros brillos, fugaces cual chispa en el cielo, son sus alas batiéndose por un instante antes de fragmentarse tenuemente en mil grietas, grietas que se acumulan y se expanden cual raíces arbóreas y forman formas, dibujos abstractos de compleja complexión con su significado único pese a su gran dolor, pues, aunque estén cargadas de belleza, esas grietas destrozan su vidrioso cuerpo, como aquellas lágrimas que despedazan nuestro órgano interno.
Mas no por ello detienen su vuelo. Sus alas se baten en silencio, como un susurro que no llega a salir de la mente, como una confesión que se guarda en los labios hasta que éstos quedan inertes, y se desplazan firmes, seguras, pese a los fragmentos que a veces caen debido a su frágil compostura. Pues por mucho que intenten fijar sus fisuras contrayendo su cuerpo de gusano, sus alas nunca pueden dejar de moverse, ¿ya que sino qué fin tendría el poseerlas si no es para elevarse? Y es por ello que estas mariposas siguen revoloteando, pues no quieren volver a tocar el viejo suelo de antaño, solo sueñan con el cielo ansiado, con el brillo provocado y el estallido fragmentario de su cuerpo progresivamente acristalado.
Exacto, progresivamente acristalado, pues no son de cristal nada más ponerse a volar, en esos momentos únicamente poseen su transparencia; es cuando el tiempo las apremia y las grietas las inundan que su figura se torna luna invisible incapaz de distinguirse más allá de en sus fugaces fulgores. Y cuando sus alas, y su cuerpo, se tornan vidrio al completo, con todas las hendiduras que eso conlleva, ellas se extienden como nunca y se impulsan instintivamente hacia el anhelado y lejano firmamento, seguras de que será entonces cuando lograrán alcanzarlo; mas cuando el éxtasis roza sus antenas, su cuerpo se quiebra y estalla en millones de fragmentos que descienden como polvo a contraluz, volando y dispersándose en mil direcciones cual gota que colisiona. Y es entonces cuando la poca luz que quedaba guardada en su interior se esparce y diluye cual reflejo espontáneo en un hierro transitorio.


domingo, 7 de agosto de 2016

Hipocresía marchita

Hipocresía marchita que resaltas en tus oros, que en tus grietas y deploros destapas tu verdad, no eres capaz, siquiera, de mentirte a ti misma y pretendes mentir a los demás, creando una falsa esperanza de verdades que nunca más se sostendrán.
Hipocresía marchita que te desmoronas con la brisa, rompiéndote en mil pedazos formados de lágrimas que en el pecho ajeno anidan. ¿Cómo vas a mantenerte, si ya nada te cree? ¿Cómo vas a disfrazarte, si el ácido de tus palabras y apariencias corroyó tu mantel?
Huye, corre, hipócrita máscara que lucha sin armas pero haciendo trampas, que engaña, que miente, que dice y no siente cómo sienta aquello que supuestamente ofrece. Vete, si eres capaz, de allí donde naciste, de donde te formaste, desde la inocencia aparente, destruyendo, arrancando, este suelo firme –que tanto agrietaste–, con esas raíces deformes que se alimentan de podredumbre.
Pues si no lo haces, no habrá otra opción; un hacha, de doloroso doble filo, deberá atravesar ese rudo corazón que se resguarda retorciéndose en un tronco ya roto por tu insaciable escozor.

martes, 19 de julio de 2016

Apatía

Barbarossa rompe el silencio de la solitaria noche con sus oscuras esperanzas, que acompañan la tranquilidad de la tardía hora. La luz amarillenta de la lámpara castigada cara a la pared acaricia mi rostro con su reflejo proyectado en un muro tan irregular como los pensamientos que se baten en mi cabeza, como botes en la marea. Quizá sólo requieran de un faro que los ilumine sin parpadear; que los ilumine sin intentar provocar su zozobra en unas astilladas rocas en mitad de la espuma que colisiona, insistente. Pero aquí no parece que puedan encontrar algo así.

El suspiro que se escapa de unos labios, desgastados por los mordiscos del tiempo, es la única brisa que parece traer nuevos aires. Pese a sus antecedentes. Las ventanas están cerradas y no parecen tener intención de hacer cambiar esta noche eterna que se cierne sobre una cabeza y un rostro que se refleja en una pantalla, que se refleja en una realidad tan suya y natural como extraña. Las paredes están clausuradas. Toda puerta pareció venirse abajo para convertirse en muro tapiado, como para asegurarse que no cambiase nada ahí dentro, pero olvidaron tapizar las grietas del pensamiento y ya es tarde para rasurar esa fatiga que se mece bajo los ojos.

Los pilares están viejos y cansados, ancianos por todo aquello que los ha ido agujereando, pero siguen firmes pese a su tambaleo digno de la ebriedad más humana; más que un hogar, más que un calabozo, parece un ataúd en descomposición, pero sin obertura que permita salir del decrépito arcón. La tierra que golpeaba la tierra enterrándola subterráneamente dejó de oírse y el silencio fue lo único que le sucedió, viniendo así la calma, propia del muerto, y con ella las divagaciones y pensamientos. No hay nada para salir de este entierro. Todo agujero posible fue cavado para sepultar más aquello que ya estaba dentro de este cuerpo y ahora sólo queda su silueta contemplando, contemplando el devenir eterno.

sábado, 2 de julio de 2016

XV

Caricias en una piel muerta que no va a volver, las manos se marchitan como las últimas flores que resistieron la tempestad del invierno. Las hojas caen por unas mejillas pálidas como aquellas plumas de aves extraviadas que alzaron el vuelo y huyeron hace tiempo, las gotas del viento golpearon el silencio y quebrantaron el hueso, hueco de tuétano.
La lluvia no se ha ido, pero tampoco es capaz de mojar. Los truenos persisten en la lejanía, en el eco de una cueva sin final, donde ningún relámpago es capaz de alumbrar, y los ojos confunden la profunda pupila con la realidad.
Una húmeda lágrima roza el oscuro cansancio de una mirada perdida en el abismo de su propio reflejo, en un espejo fragmentado que estalló bajo la presión de unas yemas titubeantes. Vidriosos ojos multiplicados y cristalinas lágrimas que se dividen incrementan la fatiga que allí reside. El suspiro no producido ahoga el gemido en un cuello de cuerdas mustias, incapaces de sonar ante un pensamiento acribillante de voces que chillan mudas, y las manos se cierran en un vano intento de aferrar aquello fugaz, de guardar, por unos instantes, un brillo que se desvanece en sus propias palmas.
El roce de los dedos por un cuerpo extraño pero conocido, envuelto en memoria, no ha sido capaz de soñar la realidad y sus puntas se desgastan. Como el sentimiento que guardan. Gotean sensaciones perdidas en fantasías irreales incapaces de cumplirse y la ilusión se consume en su propio anhelo zozobrante. Ya no hay nada más que caricias incapaces, falsos dedos amantes que luchan por alzarse sin poder moverse, y el murmullo ululante de quien padece temporales más allá de los nubarrones inamovibles.
Las manos despojadas de carne y pétalos caen enterradas bajo el fangoso suelo y, sepultadas por el propio desconsuelo, se tornan olvido en su ahora inherente abatimiento.

lunes, 23 de mayo de 2016

Cuadros de-en París

Me gusta cuando las nubes parecen humo que vaga por un cielo estrellado por un solo astro. Ver sus formas, dilatadas y desgarradas como trazos de pinceles rotos que erran sin rumbo en un lienzo inacabado, e imaginar que no hay imagen a la que se asemejen porque ellas mismas son su propio reflejo.
Me gusta cuando el viento mueve esas figuras de abstracta concepción mientras a mí me mueve, o más bien arrastra, como a ellas, el tiempo en otro espacio; menos tranquilo, menos calmado, pero más estable que sus tonos grisáceos pendientes de oscurecerse o aclararse hasta perecer.
Me gusta la tarde, cuando los trenes circulan en vías dorsales donde sus ruedas traquetean en una calma pasajera con voces de fondo; cuando todo pensamiento puede disolverse en un sorbo y la exhalación emanar su olvido. Es agradable ver esos cuadros indefinidos colgados en muros desemparedados donde el sol, bien alto, brilla cual foco invisible sobre su escenario.

miércoles, 27 de abril de 2016

A una reminiscencia

Un relámpago… Noche. Fugitiva beldad
cuya mirada me hizo, de un golpe, renacer.
¿Salvo en la eternidad, no he de verte jamás?

Los versos se repetían una y otra vez en la cabeza. “Un relámpago… Noche”. La tormenta amenazaba con nubes grises y centelleos espontáneos en el cielo nocturno. “Fugitiva beldad”. Las imágenes pasaban por la memoria, cual tren de cercanías. “¿…no he de verte jamás?”.
Rostros, caras, miradas, pupilas expresivas y olvidadas en la laguna que la cabeza guarda. Todo circulaba como remotos fantasmas, translúcidos y a la vez de forma clara. Cual espejismo, ilusión, que la mente provoca y guarda para anhelar hasta el día de mañana. Día con llegada opaca.
Gestos, movimientos, una brisa, quizá, acariciando con timidez un cuerpo, una mejilla, el pelo de una persona ajena. Una estación en la memoria, unas pisadas que el oído evoca y una risa que los ojos retienen sabiendo que no hay ninguna otra, aunque su imagen sea sorda. Un ligero desliz en la comisura, un ligero roce de yemas, con dulzura, y un suspiro pasado que todavía dura.
¿Cuánto hará de esa vaga evocación? ¿Cuánto tiempo habrá transcurrido desde ese momento? ¿Acaso semanas?, ¿meses?, ¿quizá años? De verdad, ¿tanto tiempo? Los ojos recuerdan el rostro, los labios el sabor, y el cerebro la remembranza de aquel instante de tiempo indefinido. ¿Cuánto tiempo? ¿Cuánto tiempo habrá transcurrido…? Los dedos buscan el recuerdo y acarician el aire, sombrío. El labio titubea y la palabra, como entonces, se esconde perecedera, para morir, a solas, en cualquier recoveco oscuro de la cabeza. ¿Cuánto? ¿Cuánto tiempo…? El temblor conlleva el estremecimiento y las manos ocultan una máscara rota por el sufrimiento. ¿Cuánto…?
Un trueno, a lo lejos, quiebra el silencio y el pensamiento. “Un relámpago… Noche”, se repite el verso. “Fugitiva beldad”… Enmudecimiento. “Cuya mirada me hizo,”… Los labios aspiran despacio. “…de un golpe, renacer”… Llueve. “¿Salvo en la eternidad, …” Retemblando, la boca, suspira otra vez. “¿…no he de volverte a ver?”.

domingo, 17 de abril de 2016

Equipaje

Unas fotos viejas de viajes, descoloridas, unas botas desgastadas y pinceles rotos. Ropa sin importancia y un cuaderno a medio empezar, con lápices sin apenas punta. Una goma que desdibuja y un reloj sin cuerda ni batería, detenido eternamente a una hora concreta del día, colgando de la mochila. La chaqueta de mil bolsillos llenos de nada, como los bolsillos de aquellos pantalones, desgarrados por el uso, que perdieron la cartera por culpa de una mano que la arrojó con desdén. Y algo que cubra la mirada de ese cuerpo que arrastra su cuerpo arrastrando una maleta parcialmente vacía.
Unos billetes para el trayecto, sin saber demasiado bien si son de tren o dinero, y unas mangas de jersey que cubran el frío de los dedos; los guantes se perdieron con el fuego que quemó todos los demás recuerdos. Las hojas arrancadas de antiguos libros, con escritos y añadidos, y algún pequeño objeto que no produzca brillo por sí mismo. Un viento que acaricie la cara, humedezca los ojos y desgarre los labios, y unos pasos decididos que avancen en cuanto suene, a lo lejos, un último pitido.

domingo, 10 de abril de 2016

Como un gato

I

–Te he engañado.
Quizá fue por la tardía hora a la que se dijeron esas palabras, o por las luces parpadeantes de las farolas que atraían a las polillas, haciendo que revoloteasen bajo su luz sombría, o puede que fuera por el lento goteo de la ducha todavía húmeda por su reciente uso, pero el silencio parecía absoluto.
Las palabras habían resonado en la habitación pero era como si nadie las hubiera escuchado, ni siquiera quien las había pronunciado; flotaron en el aire y se dispersaron en él, como un suspiro fugitivo que pasa imperceptible incluso para aquellos labios que lo aprisionaban. Fue por ello que, seguramente, se volvieron a repetir, pero en esta ocasión más despacio, como saboreando, con cierto amargor, cada uno de esos vocablos, cada una de esas sílabas, cada una de aquellas letras que se arrastraban tras su consecuencia en un intento de alcanzarla para no quedarse abandonadas, como si nada, con su propia desolación. Pero, nuevamente, no hubo respuesta alguna.
Los ojos buscaron los otros ojos, culpables, arrepentidos, como si con una mirada obtuvieran el perdón, como si en una mirada pudieran leer aquella respuesta que anhelaban pero que no obtenían a través de la voz. Mas el silencio se incrementaba y esos ojos, que buscaban otros ojos, no hallaron nada en la ajena mirada. Y la respiración se aceleró, poco a poco, temblando.
–¡Ódiame! –exclamó quien se había confesado hacía unos momentos– ¡Grítame, déjame, pero dime algo!
Mas, nuevamente, no hubo respuesta alguna. Al menos no hablada, pues los brazos de quien callaba rodearon el cuerpo de quien confesaba que, debido a ese abrazo, sintió cómo su interior se deshacía en lágrimas, de odio, de ira, de incomprensión y rabia. En lágrimas que no sabía cómo expresar en actos o palabras. Y temblaba, de emociones que le embriagaban pese a la calma que le sujetaba.
Los labios sollozaban. Los párpados se cerraban, húmedos como esa ventana vestida de lluvia. Y la oscuridad de la habitación descendía según los nubarrones se hacían más presentes en esa noche desteñida. El viento, que ululante silbaba a través de los rincones que encontraba, gemía como lo hacía el llanto de quien entre lágrimas se derrumbaba; y el temblor, tanto por el frío externo como interior, menguó.

II

“¿Por qué…?”, se llegó a discernir minutos más tarde. “¿Por qué…?”, se repitió en voz trémula, como si fuera un pensamiento fugaz que corretea encargado de romper, de forma disimulada, el silencio. “¿Por qué…?”.
Las pupilas de quien envolvía el cuerpo ajeno con su propio cuerpo se posaron en el pelo de aquella cabeza escondida en su pecho. Y sus labios, agrietados, se abrieron despacio.
–Como un gato –dijo, como si soltase el vaho de su boca–. Dije que te querría como un gato –continuó, poco a poco, mientras notaba cómo el rostro de quien se apretaba contra su cuerpo se movía, quizá en sueños, quizá para escuchar mejor lo que decía–. Eso implica que tú vives tus momentos, ya lo sabes, como yo los míos; y a veces, en ciertas ocasiones, éstos se entremezclan –la voz que hablaba era suave, pausada, tan tranquila como aquella mano que acariciaba sosegadamente la espalda–. Yo por eso no te quiero menos, como dudo que tú fueras a hacerlo, pero que esté contigo no implica que seas de mi propiedad; como yo tampoco lo soy de la tuya. Te acompaño y nos hacemos compañía, agradable compañía, pero eso no quita que cada uno tenga su vida. Por ello, lo que tú puedas considerar engaño, yo así no lo trato. Y no deberías culparte por ello: has disfrutado de una experiencia, ¡y eso está bien!, más faltaría, y yo he disfrutado de tu confianza al querer compartírmela.
Silencio.
–No hay más –prosiguió con un tono más bajo–, por algo así… no te tienes que preocupar.

miércoles, 23 de marzo de 2016

Frustración (musical)

La frustración de ver unas teclas sonar y querer tocarlas, soñar con tocarlas, pero ver las manos incapacitadas para ese don, para esa magia sonora que embriaga el oído a través de pequeñas pulsaciones sobre piezas blancas y negras, como un ajedrez que ha caído vertical y se ha convertido en instrumento, más allá de su lógica y función.
El cansancio y la mirada fatigada de escuchar la melodía ansiada, tocada por otras manos, acariciada por otros dedos, sentida por unas yemas ajenas al propio cuerpo, se incrementan. Y el oído intenta reconfortar, evitar estas sensaciones al suspirar en su cabeza, como si realmente pudiera lograrlo. Pero ya se sabe de antemano que su intento es en vano.
Los párpados se cierran, agotados, y la espalda se echa para atrás, cayendo hasta sentir alguna superficie blanda, mientras las notas siguen sonando. Y siguen sonando. Remarcando a cada paso, a cada dedo, a cada pulsación, que aquel deseo no podrá ser satisfecho, que aquel deseo se unirá al gran lote de deshechos, a ese peso que no se reduce por muchos suspiros que produzca. Y el sueño al final hace mella y la sonrisa se torna más amarga ante su presencia, mas no se opone a su propósito y, con los ojos húmedos bajo los párpados, deja que, para variar, venga la insonora oscuridad.

lunes, 14 de marzo de 2016

¿Sueña?

¿Sueño? ¿Si sueño, pregunta? Bueno, la verdad es que sí. A veces, sueño.
¿Con qué? ¿Con qué, quiere saber? Si insiste… La verdad es que la mayoría de esas veces sueño con cosas que cualquiera podría clasificar de desagradables. Para mí, al menos una vez despierto, no son más que fantasiosas ficciones muy alejadas de la realidad. No veo por qué deberían tener relación alguna conmigo si sé diferenciar bien… Oh, vale, no quiere que explique estas cosas. Que me limite únicamente al sueño, dice. Bien, bien, si usted lo pide, que así sea.
A veces, o mejor dicho, la mayoría de veces, sueño con un gramófono. Y se preguntará: ¿qué tiene eso de desagradable? ¡Nada, por supuesto! El gramófono, como la música que sale de él, es exquisito. Bach. Creo que suele sonar Bach en el gramófono. Y su melodía invade mis oídos. No, no de forma penetrante y violenta, sino de forma suave y relajada, y yo siento cómo me balanceo poco a poco con los ojos cerrados. Siguiendo la música. Pero en un momento se detiene de golpe y yo los abro. ¿Y qué veo, me pregunta? Pues oscuridad. No veo más que oscuridad. Como si no hubiera abierto los ojos. Pero sé que los párpados están separados. ¡Por supuesto! Pues la oscuridad no es igual nunca: si miras a la derecha, quizá ahí es más oscura que en la izquierda. ¡Y viceversa! Pero eso no es lo importante, en absoluto. Lo importante llega cuando tras buscar con la mirada aquello que ha detenido la música, una luz me ciega y me veo obligado a ponerme la mano enfrente para protegerme de esa especie de foco que se cuela entre las ranuras de mis dedos. Y a lo lejos parezco distinguir una sonrisa. Demasiada ancha y descuidada para ser humana. Demasiado rota para poder proceder de un supuesto cristal. Aunque todo cobra un poco más de sentido cuando dicho cristal estalla en un estruendo que activa de nuevo el gramófono y mi cabeza es consciente de que debe huir de allí. ¿Y qué haces cuando huyes? Ir en la dirección contraria, por supuesto. Sin dudar. Aunque no importe que no sepas dónde estás, aunque igual por ahí no haya salida alguna, aunque no importe nada. Se va en esa dirección como si no fuera una posible trampa del perseguidor que pretende atraerte allí. Se corre, sintiendo una presencia a pocos centímetros de tu espalda. Sintiendo que, si uno se gira, ésta presencia te agarrará y despedazará. Se corre. Y nada más.
¡Pero oh!, el sueño no termina ahí, ni mucho menos. Sería imposible. Correr y correr por una oscuridad infinita, ¡no habría modo de despertar! Siempre debe haber algo que active la realidad, un botón que te mueva a respirar hondo y te encuentres de nuevo en tu habitación. Por eso yo corro mientras la oscuridad se va difuminando poco a poco y el pasillo se hace más claro. Más claro y rojizo. Como unos intestinos de metal que sangran. Se remueven, chirrían, padecen a cada paso que doy. Pero no puedo detenerme. Sigo adelante, sintiendo la desconocida presencia más cerca. Sintiendo tanto su hálito en mi nuca como sus dientes ansiosos de atravesarla y arrancarme la cabeza. La siento. Pero por mucho que el pasillo esté libre de oscuridad no se ve puerta alguna, ni siquiera una pared que me obligue a detenerme. No. Por eso sigo corriendo mientras el pasillo se estrecha, chirría, gime y sangra desde sus oxidadas paredes. Hasta que uno, no sabe cómo, tropieza y cae. Cae y cae, aprovechando los instantes antes para ladear leve y lentamente la mirada en un intento de observar aquella presencia que le persigue. Pero sólo se es capaz de ver, otra vez, la sonrisa. Ahora burlona. Como si todo fuera un juego, una prueba, un entretenimiento para satisfacerla. Pero eso ya no es lo importante, pues ahora caigo y caigo. Y el túnel es pegajoso, más bien viscoso, y oscuro. Pero pese a ello puedo ver cómo gotean rubíes líquidos de su techo y cómo unos bultos carnosos se acumulan en las paredes. Y algo me dice que, si no vigilo, yo me uniré a ellos. Por lo que me muevo, como puedo, según caigo más y más hondo. Evitando tocar las paredes llenas de sangre y óxido. Hasta que finalmente veo a lo lejos un fondo negro. Otro agujero dentro del agujero. Por el cual no puedo evitar caer; mis intentos de agarrarme a algo son vanos y siento cómo mi cuerpo vuela unos instantes. Floto en el aire y aspiro como puedo algo de ese húmedo y empobrecido oxígeno que ahí se encuentra, hasta hundirme de golpe en una superficie caliente y densa. Quizá más bien espesa. Y granate también. ¿Y qué hago allí? ¡Pues muevo los brazos! Intento nadar a la superficie aunque ni siquiera sea consciente de dónde queda ésta. Y cuando parece que al final la alcanzo, que podré salir de aquella masa líquida, al notar que mis manos se abren paso a una luz parpadeante y naranja para luego intentarlo con mi rostro, me veo en la cama cogiendo aire como si se me estuviera acabando para luego soltarlo en un suspiro y quedarme mirando al techo. Como si no hubiera vivido nada de esto hace unos momentos.




lunes, 22 de febrero de 2016

Impresión

Esta mañana empieza un poco apagada. No sé el día que hace fuera de las pocas paredes que me rodean, pero la luz aquí apenas entra. Imagino que las nubes deben tapar el Sol, quien se debe revolver por proyectar su luz entre los pequeños huecos que le dejen, mientras la calle se mantiene de un color grisáceo. Supongo que el viento debe aullar entre los callejones y las pequeñas oberturas de las paredes, arrastrando algunas hojas muertas, pero tampoco puedo estar seguro de ello; aquí no hay sonido alguno más allá del de mi respiración. Quizá, y sólo quizá, algún pájaro vuele a lo lejos, entre un cielo blanco esponjoso y una niebla que difumina su silueta. Pero ni siquiera de eso estoy seguro. Puede que no sea así, puede que ni siquiera las nubes impidan la luz y la calle no sea gris, pero esa es la impresión que me da a mí, quien se encuentra encerrado entre unas pocas paredes y una ventana que parece pintada.

domingo, 7 de febrero de 2016

Se desvanece

Perdido en el tiempo de una destructora indiferencia. Aislado en un mundo de libros y letras. Te observo, a lo lejos, partir.
Veo tu sombra apartarse de mi mirada, girar la cabeza entre decidida y asustada, y escucho cómo, en un bello silencio, se parte mi alma. No puedo sostener mi mirada; los ojos caen y las lágrimas me encharcan. ¿Cómo puedo hablar si mi garganta ha sido cortada por unas tajantes y afiladas palabras? ¿Cómo puedo, siquiera, sostener tu presencia si fue creada con simple y vana niebla? Sencillamente, no puedo. Y admitir eso me destroza los dedos, que sangran desde todos sus recovecos. Y busco de nuevo las teclas del recuerdo.
Pues para mí, la belleza reside en el brillo de lo fugaz y una melodía de piano pronta a terminar. Y aquí, como ves, cada vez hay más silenciosa oscuridad. Las estrellas murieron hace ya tiempo, en explosiones de sentimiento, y el cielo se apagó bajo el infinito, aplastado por quimeras impropias de los mitos. Ahora sólo queda el mudo grito de quien escribe, como puede, desgarrándose (y la evidencia de una ausencia implacable). Los pies ya ni siquiera se dignan a levantarse y el agudo suelo se clava en mis carnes; alzo la cabeza en un último intento de verte, pero sólo me queda una mirada triste y un cansancio inagotable, pues tu sombra, a lo lejos, ya se ha vuelto inalcanzable.

jueves, 28 de enero de 2016

Cada noche me despertaba

Cada noche me despertaba; no importaba lo que hubiese ocurrido a lo largo del día, la hora a la que me acostase o lo agotado que estuviera; cada noche me despertaba. Aquella sensación de ser observado a través de todas las sombras que la tenue luz de la ventana provocaba era asfixiante. Allí donde miraba, ya no estaba. Allí donde la luz iluminaba, desaparecía. No importaba que durmiese con la lámpara encendida, ni siquiera con la que colgaba del techo: siempre había algún rincón oscuro, algún recoveco donde pudiera esconderse de mi mirada. Cosa que yo no podía hacer de la suya.
Probé a cambiar los muebles, a comprar una cama baja, sin espacio para guardar nada debajo, incluso me mudé en un par de ocasiones. Pero tarde o temprano, cuando creía que el asunto se había solucionado, que aquello que me contemplaba por la noche ya no estaba, ni iba a volver, ni me iba a encontrar, aparecía de nuevo con su invisible presencia. Y mis ojeras se volvían otra vez tan oscuras como aquello que al parecer ninguna luz alumbra.
La sensación de peligro se asimiló con el tiempo, pero la de encontrarme indefenso sólo empeoraba. A cada solución, un fracaso. A cada intento, una muestra de fuerzas gastadas en vano. Y la respiración aumentaba según los segundos pasaban con mis párpados abiertos observando la nada, aquella nada oscura que todo ocultaba. Y la respiración se agitaba según los segundos se convertían en minutos y los minutos en eternidad. Agitándose como las ramas que sacudía la tormenta, como las sombras gigantescas y grotescas que se proyectaban a través de un cristal mudo testigo de todo lo que allí sucedía.
El sudor recorría mi frente, mi espalda y se helaba con los escalofríos que él mismo provocaba. El temblor aumentaba con espasmos en mis brazos. Y las uñas arañaban un colchón deshilachado. Las sombras desfiguradas crecían y decrecían, como manos pendientes de ver si me dormía. Y la sensación de desfallecimiento se intensificaba según la noche, a su lento ritmo, pasaba entre aullidos y ruidos mentales. Tan reales como esos ojos ponzoñosos ocultos en el reflejo de la oscuridad.
Y el cansancio fundía sueño y realidad. Cada silueta era un nuevo ser extraño deformado por una vista tan fatigada como su dueño. La perspectiva ya no importaba: las manos eran pequeñas y lejanas, la habitación se alargaba y la garganta se ahogaba como si la lluvia de afuera inundase la sala. Y la mirada. Aquella mirada invisible. Aquella mirada omnipresente. Ahí estaba, en la misma habitación, contemplándome, mirándome, examinándome, esperando a que me durmiese para saltar y despedazarme, arrancándome las carnes con sus garras y dientes, manchando las paredes con mi sangre aún caliente y dejándome con vida lo suficiente para que yo mismo observase mi muerte. Pero antes de que viera mi cuerpo destripado desangrándose una última bocanada de aire me dejaba inconsciente, a merced de mi suerte para ver si lograría, de nuevo, ver la mañana siguiente.

viernes, 22 de enero de 2016

The Hunter

La sombra, niebla de oscuridad, se alargaba y contraía según el balanceo de la parpadeante bombilla que colgaba del techo. Las duras y frías paredes se encontraban desgastadas por los golpes y el tiempo, teñidas de manchas que en su día bien pudieron ser más claras, y las cadenas, oxidadas pero todavía resistentes, pendían de ellas en un silencio que jamás obtuvieron en su lejano pasado. Mas un cuerpo, derrotado por el cansancio, aún se encontraba sujeto a un par de ellas.
Unas pupilas, que brillaban de vez en cuando según la luz acariciaba su desvaído rostro, se encontraban clavadas en ese cuerpo lánguido repleto de cardenales rojizos y azulados. El suspiro que soltaron los labios resecos del dueño de esa mirada llenó la sala y los otros ojos allí presentes se abrieron como pudieron, pero no se alzaron. El calzado resonó a cada paso y la ropa crujió en cuanto las rodillas del único individuo vestido se doblaron para agacharse. Su mano, enguantada pero de la misma blancura que su tez, sujetó con los dedos la barbilla del encadenado y levantó su cabeza. Los labios del sujeto temblaban, sus párpados luchaban contra el instinto de cerrarse y el estremecimiento que recorría su cuerpo se debatía con éste mismo en un vano intento de ser disimulado. El pavor era real.
Una lengua, áspera como la de un felino, recorrió la mejilla mal cicatrizada del aherrojado y una sonrisa se asomó por la comisura derecha de la boca dueña de ese húmedo músculo. Se regocijaba ante el aún presente sabor metálico. Los dedos de mármol palmearon dicha mejilla y su propietario hizo el ademán de levantarse, pero no hubo tiempo suficiente para que el otro lo celebrase; sus dientes se clavaron en su hombro.
Un hilillo negruzco recorrió el torso del herido desnudo según la boca ajena succionaba su jugo. Unos segundos de extraño placer invadía ambos cuerpos dentro de ese tétrico ritual donde la víctima del sangrado jadeaba y ponía los ojos en blanco. Luego, el bebedor se apartaba con furia y golpeaba el cuerpo de aquel que se deleitaba. Puñetazos, punzadas de pie, incluso cabezazos si era necesario, y no paraba hasta que sus guantes, en un principio impolutos, se teñían de color carmesí.
La sangre bebida por él era negra, sí, pero las heridas chorreaban rojo. Sólo con el dolor, pese al llanto mezclado con la risa, se conseguía sonsacar la verdadera vida de las almas y no únicamente la podredumbre líquida que las inundaba. Por lo que más tarde, una vez calmado, cogía un hilo y una aguja al rojo vivo y cosía las heridas producidas. No quería destruirla, al menos no todavía, pues ese hecho era inevitable. En cuanto se acabase uno de los dos néctares, aquel cuerpo consumido estallaría y sólo quedaría su sombra, grisácea, impregnada en la pared. Descoloriéndose, poco a poco, según el tiempo le sobreviniese. Y aquel, que en esos momentos se encontraba empapado de escarlata, debería volver a la caza entre esos individuos que sólo notan su presencia como un escalofrío hasta hallar a quien que pudiera verle y temiera su presencia.

martes, 12 de enero de 2016

II

Una silueta entre la bruma. Una silueta que, poco a poco, se desdibuja. Una silueta que, entre esta niebla que nos rodea, parece albergar todo aquello que mi mente desea. Y mi mano se estira hacia ella, mas no logra atraparla en la infinita distancia que nos separa. Y su figura se borra un poco más, como la noche por la mañana, como el sueño con el alba. Y la ilusión desilusionada se dispara, empapando el adoquinado de lágrimas. Lágrimas que caen de un cielo imperceptible; de un cielo tan invisible como mi figura para esa figura que, a lo lejos y poco a poco, se desdibuja entre la bruma.