sábado, 2 de julio de 2016

XV

Caricias en una piel muerta que no va a volver, las manos se marchitan como las últimas flores que resistieron la tempestad del invierno. Las hojas caen por unas mejillas pálidas como aquellas plumas de aves extraviadas que alzaron el vuelo y huyeron hace tiempo, las gotas del viento golpearon el silencio y quebrantaron el hueso, hueco de tuétano.
La lluvia no se ha ido, pero tampoco es capaz de mojar. Los truenos persisten en la lejanía, en el eco de una cueva sin final, donde ningún relámpago es capaz de alumbrar, y los ojos confunden la profunda pupila con la realidad.
Una húmeda lágrima roza el oscuro cansancio de una mirada perdida en el abismo de su propio reflejo, en un espejo fragmentado que estalló bajo la presión de unas yemas titubeantes. Vidriosos ojos multiplicados y cristalinas lágrimas que se dividen incrementan la fatiga que allí reside. El suspiro no producido ahoga el gemido en un cuello de cuerdas mustias, incapaces de sonar ante un pensamiento acribillante de voces que chillan mudas, y las manos se cierran en un vano intento de aferrar aquello fugaz, de guardar, por unos instantes, un brillo que se desvanece en sus propias palmas.
El roce de los dedos por un cuerpo extraño pero conocido, envuelto en memoria, no ha sido capaz de soñar la realidad y sus puntas se desgastan. Como el sentimiento que guardan. Gotean sensaciones perdidas en fantasías irreales incapaces de cumplirse y la ilusión se consume en su propio anhelo zozobrante. Ya no hay nada más que caricias incapaces, falsos dedos amantes que luchan por alzarse sin poder moverse, y el murmullo ululante de quien padece temporales más allá de los nubarrones inamovibles.
Las manos despojadas de carne y pétalos caen enterradas bajo el fangoso suelo y, sepultadas por el propio desconsuelo, se tornan olvido en su ahora inherente abatimiento.

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