Caricias en una piel muerta que no va a volver, las
manos se marchitan como las últimas flores que resistieron la tempestad del
invierno. Las hojas caen por unas mejillas pálidas como aquellas plumas de aves
extraviadas que alzaron el vuelo y huyeron hace tiempo, las gotas del viento
golpearon el silencio y quebrantaron el hueso, hueco de tuétano.
La lluvia no se ha ido, pero tampoco es capaz de
mojar. Los truenos persisten en la lejanía, en el eco de una cueva sin final,
donde ningún relámpago es capaz de alumbrar, y los ojos confunden la profunda
pupila con la realidad.
Una húmeda lágrima roza el oscuro cansancio de una
mirada perdida en el abismo de su propio reflejo, en un espejo fragmentado que
estalló bajo la presión de unas yemas titubeantes. Vidriosos ojos multiplicados
y cristalinas lágrimas que se dividen incrementan la fatiga que allí reside. El
suspiro no producido ahoga el gemido en un cuello de cuerdas mustias, incapaces
de sonar ante un pensamiento acribillante de voces que chillan mudas, y las
manos se cierran en un vano intento de aferrar aquello fugaz, de guardar, por
unos instantes, un brillo que se desvanece en sus propias palmas.
El roce de los dedos por un cuerpo extraño pero
conocido, envuelto en memoria, no ha sido capaz de soñar la realidad y sus
puntas se desgastan. Como el sentimiento que guardan. Gotean sensaciones
perdidas en fantasías irreales incapaces de cumplirse y la ilusión se consume
en su propio anhelo zozobrante. Ya no hay nada más que caricias incapaces, falsos
dedos amantes que luchan por alzarse sin poder moverse, y el murmullo ululante
de quien padece temporales más allá de los nubarrones inamovibles.
Las manos despojadas de carne y pétalos caen
enterradas bajo el fangoso suelo y, sepultadas por el propio desconsuelo, se
tornan olvido en su ahora inherente abatimiento.
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