I
–Te he engañado.
Quizá fue por la tardía hora a la que se dijeron esas palabras, o por
las luces parpadeantes de las farolas que atraían a las polillas, haciendo que
revoloteasen bajo su luz sombría, o puede que fuera por el lento goteo de la ducha
todavía húmeda por su reciente uso, pero el silencio parecía absoluto.
Las palabras habían resonado en la habitación pero era como si nadie
las hubiera escuchado, ni siquiera quien las había pronunciado; flotaron en el
aire y se dispersaron en él, como un suspiro fugitivo que pasa imperceptible
incluso para aquellos labios que lo aprisionaban. Fue por ello que, seguramente,
se volvieron a repetir, pero en esta ocasión más despacio, como saboreando, con cierto amargor, cada uno de esos vocablos, cada una de esas sílabas, cada una de aquellas
letras que se arrastraban tras su consecuencia en un intento de alcanzarla para no quedarse abandonadas, como si nada, con su propia desolación. Pero,
nuevamente, no hubo respuesta alguna.
Los ojos buscaron los otros ojos, culpables, arrepentidos, como si con
una mirada obtuvieran el perdón, como si en una mirada pudieran leer aquella
respuesta que anhelaban pero que no obtenían a través de la voz. Mas el
silencio se incrementaba y esos ojos, que buscaban otros ojos, no hallaron nada
en la ajena mirada. Y la respiración se aceleró, poco a poco, temblando.
–¡Ódiame! –exclamó quien se había confesado hacía unos momentos–
¡Grítame, déjame, pero dime algo!
Mas, nuevamente, no hubo respuesta alguna. Al menos no hablada, pues
los brazos de quien callaba rodearon el cuerpo de quien confesaba que, debido a
ese abrazo, sintió cómo su interior se deshacía en lágrimas, de odio, de ira,
de incomprensión y rabia. En lágrimas que no sabía cómo expresar en actos o
palabras. Y temblaba, de emociones que le embriagaban pese a la calma que le
sujetaba.
Los labios sollozaban. Los párpados se cerraban, húmedos como esa
ventana vestida de lluvia. Y
la oscuridad de la habitación descendía según los nubarrones se hacían más
presentes en esa noche desteñida. El viento, que ululante silbaba a través
de los rincones que encontraba, gemía como lo hacía el llanto de quien entre lágrimas se derrumbaba; y el temblor, tanto por el frío
externo como interior, menguó.
II
“¿Por qué…?”, se llegó a discernir minutos más tarde. “¿Por qué…?”, se
repitió en voz trémula, como si fuera un pensamiento fugaz que corretea
encargado de romper, de forma disimulada, el silencio. “¿Por qué…?”.
Las pupilas de quien envolvía el cuerpo ajeno con su propio cuerpo se posaron
en el pelo de aquella cabeza escondida en su pecho. Y sus labios, agrietados,
se abrieron despacio.
–Como un gato –dijo, como si soltase el vaho de su boca–. Dije que te
querría como un gato –continuó, poco a poco, mientras notaba cómo el rostro de
quien se apretaba contra su cuerpo se movía, quizá en sueños, quizá para
escuchar mejor lo que decía–. Eso implica que tú vives tus momentos, ya lo
sabes, como yo los míos; y a veces, en ciertas
ocasiones, éstos se entremezclan –la voz que hablaba era suave,
pausada, tan tranquila como aquella mano que acariciaba sosegadamente la espalda–. Yo por eso no te quiero menos, como dudo
que tú fueras a hacerlo, pero que esté contigo no implica que seas de mi
propiedad; como yo tampoco lo soy de la tuya. Te acompaño y nos hacemos
compañía, agradable compañía, pero eso no quita que cada uno tenga su vida. Por
ello, lo que tú puedas considerar engaño, yo así no lo trato. Y no deberías culparte por ello: has disfrutado de una experiencia, ¡y eso está
bien!, más faltaría, y yo he disfrutado de tu confianza al querer compartírmela.
Silencio.
–No hay más –prosiguió con un tono más bajo–, por algo así… no te
tienes que preocupar.
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