I
La inmensidad de la soledad del alma en el universo infinito, que se
extiende entre los múltiples fragmentos de ésta, rodeándose por su niebla al
fluir entre sus grietas cual ríos en la tierra.
Las percepciones alteradas por la inmensurable saturación de emociones
inidentificables, cual rostros borrados en negros garabatos, que estallan en
desconocidas formas, cual fuegos de artificio imperceptibles para nuestras
retinas, demasiado viejas, demasiado antiguas, para ser capaces de captar
siquiera el colorido no-color de esa explosión.
Y el lienzo en blanco que supone esa oscuridad perenne que acompaña a
todo ser hasta la muerte desde su muerte, lleno de pinceladas invisibles que
atravesaron en lágrimas rojas sus fauces, sus patas, sus garras desgarradas por
aquellas propias almas mutiladas que no logran conformar un conjunto.
La luz encallada en la vista, en la pupila, que ciega la mente, quema
su acuosa prisión y derrite sus barrotes salados que caen, lentamente,
deslizándose cual granos de arena atrapados en un cristal que se estrecha.
¿Dónde está aquello que se anhela? ¿Dónde está aquello que se halla sin
buscarse? ¿Dónde se encuentran las caricias del viento, del tiempo, del
invierno y el infierno, rozando el cuerpo, la piel y el hueso en arañazos de
suspiros rotos en espejos clavados por en la carne e-tierna? ¿Dónde, dónde se
encuentra, si no es en este órgano que bombea, entumecido, morado y deformado,
lleno de golpes, magullado, por una presencia que vive inerte en su interior,
pese a sus rasguños, o a sus zarpazos más bien, exteriores? ¿Dónde…, dónde se
encuentra?
II
El brillo que se filtra entre las comisuras de los dedos revienta el
rostro que resulta ajeno. La inmensidad despierta (en) el veneno corrosivo que
se diluye en óxido entre las raíces internas. Y el retorcimiento de las formas
grotescas quiebra la huesuda sombra del blanco polvo, ahora rojizo en perlas
rubíes, compactado.
Ya nada espera al todo.
Las tinieblas se han dilatado en un éxtasis provocado por un carámbano
ingerido por un torso malherido a su causa. Las zarpas aferradas a la nada han
soltado aquello que las sostenía en el cielo. Y la caída ha matado al cerebro
antes de que éste colisionase contra el suelo, reventando en mil fragmentos.
Porciones de un intelecto destrozado dentro de su vacío. Pedazos de pensamiento
que se evaporan cual gases nocivos, huyendo del cuerpo corroído, del gris
pútrido que los ha engendrado en su nido, para dejar atrás un semblante de
nulas facciones que se deshace en su cabeza antes pensante. Que se deshace,
como si al disolverse lograse por fin fundirse con algo que le pertenece y no
fuera solamente con ese hueco absolutamente de caído en un cuadro lleno de precipicios.
III
La muerte ha sonreído en su oscuridad.
(A partir del segundo 0:05)
Seguramente, inacabado.
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