Un relámpago… Noche. Fugitiva beldad
cuya mirada me hizo, de un golpe, renacer.
¿Salvo en la eternidad, no he de verte jamás?
Los versos se repetían una y otra vez en la cabeza. “Un relámpago…
Noche”. La tormenta amenazaba con nubes grises y centelleos
espontáneos en el cielo nocturno. “Fugitiva beldad”. Las imágenes pasaban por
la memoria, cual tren de cercanías. “¿…no he de verte jamás?”.
Rostros, caras, miradas, pupilas expresivas y olvidadas en la laguna que
la cabeza guarda. Todo circulaba como remotos fantasmas, translúcidos y a la
vez de forma clara. Cual espejismo, ilusión, que la mente provoca y guarda para
anhelar hasta el día de mañana. Día con llegada opaca.
Gestos, movimientos, una brisa, quizá, acariciando con timidez un
cuerpo, una mejilla, el pelo de una persona ajena. Una estación en la memoria,
unas pisadas que el oído evoca y una risa que los ojos retienen sabiendo que no
hay ninguna otra, aunque su imagen sea sorda. Un ligero desliz en la comisura,
un ligero roce de yemas, con dulzura, y un suspiro pasado que todavía dura.
¿Cuánto hará de esa vaga evocación? ¿Cuánto tiempo habrá transcurrido
desde ese momento? ¿Acaso semanas?, ¿meses?, ¿quizá años? De verdad, ¿tanto
tiempo? Los ojos recuerdan el rostro, los labios el sabor, y el cerebro la
remembranza de aquel instante de tiempo indefinido. ¿Cuánto tiempo?
¿Cuánto tiempo habrá transcurrido…? Los dedos buscan el recuerdo y acarician el
aire, sombrío. El labio titubea y la palabra, como entonces, se esconde
perecedera, para morir, a solas, en cualquier recoveco oscuro de la cabeza.
¿Cuánto? ¿Cuánto tiempo…? El temblor conlleva el estremecimiento y las manos
ocultan una máscara rota por el sufrimiento. ¿Cuánto…?
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