La frustración de ver unas teclas sonar y querer tocarlas, soñar con
tocarlas, pero ver las manos incapacitadas para ese don, para esa magia sonora
que embriaga el oído a través de pequeñas pulsaciones sobre piezas blancas y
negras, como un ajedrez que ha caído vertical y se ha convertido en
instrumento, más allá de su lógica y función.
El cansancio y la mirada fatigada de escuchar la melodía ansiada,
tocada por otras manos, acariciada por otros dedos, sentida por unas yemas
ajenas al propio cuerpo, se incrementan. Y el oído intenta reconfortar, evitar
estas sensaciones al suspirar en su cabeza, como si realmente pudiera lograrlo.
Pero ya se sabe de antemano que su intento es en vano.
Los párpados se cierran, agotados, y la espalda se echa para atrás,
cayendo hasta sentir alguna superficie blanda, mientras las notas siguen
sonando. Y siguen sonando. Remarcando a cada paso, a cada dedo, a cada
pulsación, que aquel deseo no podrá ser satisfecho, que aquel deseo se unirá al
gran lote de deshechos, a ese peso que no se reduce por muchos suspiros que
produzca. Y el sueño al final hace mella y la sonrisa se torna más amarga ante
su presencia, mas no se opone a su propósito y, con los ojos húmedos bajo los
párpados, deja que, para variar, venga la insonora oscuridad.
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