La
sombra, niebla de oscuridad, se alargaba y contraía según el balanceo de la parpadeante
bombilla que colgaba del techo. Las duras y frías paredes se encontraban
desgastadas por los golpes y el tiempo, teñidas de manchas que en su día bien
pudieron ser más claras, y las cadenas, oxidadas pero todavía resistentes,
pendían de ellas en un silencio que jamás obtuvieron en su lejano pasado. Mas
un cuerpo, derrotado por el cansancio, aún se encontraba sujeto a un par de
ellas.
Unas
pupilas, que brillaban de vez en cuando según la luz acariciaba su desvaído
rostro, se encontraban clavadas en ese cuerpo lánguido repleto de cardenales
rojizos y azulados. El suspiro que soltaron los labios resecos
del dueño de esa mirada llenó la sala y los otros ojos allí presentes se
abrieron como pudieron, pero no se alzaron. El calzado resonó a cada paso y la
ropa crujió en cuanto las rodillas del único individuo vestido se doblaron para
agacharse. Su mano, enguantada pero de la misma blancura que su tez, sujetó con
los dedos la barbilla del encadenado y levantó su cabeza. Los labios del sujeto
temblaban, sus párpados luchaban contra el instinto de cerrarse y el
estremecimiento que recorría su cuerpo se debatía con éste mismo en un vano
intento de ser disimulado. El pavor era real.
Una
lengua, áspera como la de un felino, recorrió la mejilla mal cicatrizada del
aherrojado y una sonrisa se asomó por la comisura derecha de la boca dueña de
ese húmedo músculo. Se regocijaba ante el aún presente sabor metálico. Los
dedos de mármol palmearon dicha mejilla y su propietario hizo el ademán de
levantarse, pero no hubo tiempo suficiente para que el otro lo celebrase; sus
dientes se clavaron en su hombro.
Un
hilillo negruzco recorrió el torso del herido desnudo según la boca ajena succionaba
su jugo. Unos segundos de extraño placer invadía ambos cuerpos dentro de ese tétrico
ritual donde la víctima del sangrado jadeaba y ponía los ojos en blanco. Luego,
el bebedor se apartaba con furia y golpeaba el cuerpo de aquel que se
deleitaba. Puñetazos, punzadas de pie, incluso cabezazos si era necesario, y no
paraba hasta que sus guantes, en un principio impolutos, se teñían de color
carmesí.
La
sangre bebida por él era negra, sí, pero las heridas chorreaban rojo. Sólo con
el dolor, pese al llanto mezclado con la risa, se conseguía sonsacar la
verdadera vida de las almas y no únicamente la podredumbre líquida que las
inundaba. Por lo que más tarde, una vez calmado, cogía un hilo y una aguja al
rojo vivo y cosía las heridas producidas. No quería destruirla, al menos no
todavía, pues ese hecho era inevitable. En cuanto se acabase uno de los dos
néctares, aquel cuerpo consumido estallaría y sólo quedaría su sombra,
grisácea, impregnada en la pared. Descoloriéndose, poco a poco, según el tiempo
le sobreviniese. Y aquel, que en esos momentos se encontraba empapado de escarlata,
debería volver a la caza entre esos individuos que sólo notan su presencia como
un escalofrío hasta hallar a quien que pudiera verle y temiera su presencia.
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