¿Sueño? ¿Si sueño, pregunta? Bueno, la verdad es que sí. A veces, sueño.
¿Con qué? ¿Con qué, quiere saber? Si insiste… La verdad es que la mayoría de esas veces sueño con cosas que cualquiera podría clasificar de desagradables. Para mí, al menos una vez despierto, no son más que fantasiosas ficciones muy alejadas de la realidad. No veo por qué deberían tener relación alguna conmigo si sé diferenciar bien… Oh, vale, no quiere que explique estas cosas. Que me limite únicamente al sueño, dice. Bien, bien, si usted lo pide, que así sea.
A veces, o mejor dicho, la mayoría de veces, sueño con un gramófono. Y se preguntará: ¿qué tiene eso de desagradable? ¡Nada, por supuesto! El gramófono, como la música que sale de él, es exquisito. Bach. Creo que suele sonar Bach en el gramófono. Y su melodía invade mis oídos. No, no de forma penetrante y violenta, sino de forma suave y relajada, y yo siento cómo me balanceo poco a poco con los ojos cerrados. Siguiendo la música. Pero en un momento se detiene de golpe y yo los abro. ¿Y qué veo, me pregunta? Pues oscuridad. No veo más que oscuridad. Como si no hubiera abierto los ojos. Pero sé que los párpados están separados. ¡Por supuesto! Pues la oscuridad no es igual nunca: si miras a la derecha, quizá ahí es más oscura que en la izquierda. ¡Y viceversa! Pero eso no es lo importante, en absoluto. Lo importante llega cuando tras buscar con la mirada aquello que ha detenido la música, una luz me ciega y me veo obligado a ponerme la mano enfrente para protegerme de esa especie de foco que se cuela entre las ranuras de mis dedos. Y a lo lejos parezco distinguir una sonrisa. Demasiada ancha y descuidada para ser humana. Demasiado rota para poder proceder de un supuesto cristal. Aunque todo cobra un poco más de sentido cuando dicho cristal estalla en un estruendo que activa de nuevo el gramófono y mi cabeza es consciente de que debe huir de allí. ¿Y qué haces cuando huyes? Ir en la dirección contraria, por supuesto. Sin dudar. Aunque no importe que no sepas dónde estás, aunque igual por ahí no haya salida alguna, aunque no importe nada. Se va en esa dirección como si no fuera una posible trampa del perseguidor que pretende atraerte allí. Se corre, sintiendo una presencia a pocos centímetros de tu espalda. Sintiendo que, si uno se gira, ésta presencia te agarrará y despedazará. Se corre. Y nada más.
¡Pero oh!, el sueño no termina ahí, ni mucho menos. Sería imposible. Correr y correr por una oscuridad infinita, ¡no habría modo de despertar! Siempre debe haber algo que active la realidad, un botón que te mueva a respirar hondo y te encuentres de nuevo en tu habitación. Por eso yo corro mientras la oscuridad se va difuminando poco a poco y el pasillo se hace más claro. Más claro y rojizo. Como unos intestinos de metal que sangran. Se remueven, chirrían, padecen a cada paso que doy. Pero no puedo detenerme. Sigo adelante, sintiendo la desconocida presencia más cerca. Sintiendo tanto su hálito en mi nuca como sus dientes ansiosos de atravesarla y arrancarme la cabeza. La siento. Pero por mucho que el pasillo esté libre de oscuridad no se ve puerta alguna, ni siquiera una pared que me obligue a detenerme. No. Por eso sigo corriendo mientras el pasillo se estrecha, chirría, gime y sangra desde sus oxidadas paredes. Hasta que uno, no sabe cómo, tropieza y cae. Cae y cae, aprovechando los instantes antes para ladear leve y lentamente la mirada en un intento de observar aquella presencia que le persigue. Pero sólo se es capaz de ver, otra vez, la sonrisa. Ahora burlona. Como si todo fuera un juego, una prueba, un entretenimiento para satisfacerla. Pero eso ya no es lo importante, pues ahora caigo y caigo. Y el túnel es pegajoso, más bien viscoso, y oscuro. Pero pese a ello puedo ver cómo gotean rubíes líquidos de su techo y cómo unos bultos carnosos se acumulan en las paredes. Y algo me dice que, si no vigilo, yo me uniré a ellos. Por lo que me muevo, como puedo, según caigo más y más hondo. Evitando tocar las paredes llenas de sangre y óxido. Hasta que finalmente veo a lo lejos un fondo negro. Otro agujero dentro del agujero. Por el cual no puedo evitar caer; mis intentos de agarrarme a algo son vanos y siento cómo mi cuerpo vuela unos instantes. Floto en el aire y aspiro como puedo algo de ese húmedo y empobrecido oxígeno que ahí se encuentra, hasta hundirme de golpe en una superficie caliente y densa. Quizá más bien espesa. Y granate también. ¿Y qué hago allí? ¡Pues muevo los brazos! Intento nadar a la superficie aunque ni siquiera sea consciente de dónde queda ésta. Y cuando parece que al final la alcanzo, que podré salir de aquella masa líquida, al notar que mis manos se abren paso a una luz parpadeante y naranja para luego intentarlo con mi rostro, me veo en la cama cogiendo aire como si se me estuviera acabando para luego soltarlo en un suspiro y quedarme mirando al techo. Como si no hubiera vivido nada de esto hace unos momentos.
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