miércoles, 31 de diciembre de 2014

sábado, 20 de diciembre de 2014

Trenes

El silencio hacía acto de presencia entre los habituales pasajeros de madrugada, como si fuera una niebla que se extendía por el suelo hasta llegar a sus bocas para mantenerlas cerradas. El traqueteo de las vías era lo único perceptible, tanto por su sonido como por la vibración que provocaba en los incómodos asientos, junto al triste paisaje que, difuminado por la velocidad que adquiría el vehículo, parecía querer simular ser pintura lanzada contra el cristal de la ventana corriéndose para dar paso a nuevos colores, todo en una gama de grises.
Mis manos estaban frías incluso debajo de los guantes. El invierno llegó de golpe una mañana y pareció congelar tanto al panorama como al resto de personas. Pero eso no importaba, no me importaba. Como una llama bajo el agua toda la vitalidad que pudo tener mi entorno, e incluso yo mismo, permanecía apagada sin ninguna aparente posibilidad de volver a ser reavivada. Pero eso tampoco importaba. Todas las miradas parecían cansadas, hastiadas de aquella monótona rutina que llamarían vida. O igual sólo era mi vista, reflejada en las caras desconocidas que ahí se acumulaban según el tren se demoraba en sus obligatorias paradas. Él también tendría una existencia repetitiva, seguramente pesada y aburrida.
Suspiré. El vaho se elevó hacia mi rostro como el humo de un cigarrillo. ¿Qué había hecho la noche anterior? No lo recordaba. Igual la pasé entre vasos de alcohol, no sería nada raro y menos teniendo en cuenta dónde me había despertado: en el mismo lugar en el que ahora me encontraba sentado. Igual mi yo ebrio buscaba consuelo en este trayecto, como si quisiera escapar de su realidad. Igual no le gustaba y pensó que encontraría alguna salida. Pero pobre, ¿si la hubiera de verdad no cree que la habría usado ya? ¿Acaso pensaba que él la encontraría? Maldito infeliz, se parece tanto a mí…
Otro suspiro y un parpadeo largo.
Las ventanas habían oscurecido. ¿Un túnel? Vete a saber, ni siquiera recuerdo qué línea debí coger, a mi memoria sólo vienen flashes: mis ojos clavados en mis mocasines desgastados que avanzaban por el andén, el sonido del megáfono avisando de que tuviéramos cuidado y las luces de los faros iluminando mi cuerpo, parado en el ferrocarril.
Oh, mierda, por lo visto sí que encontró cómo salir.

miércoles, 3 de diciembre de 2014

Su mundo era lluvia

Su mundo era lluvia. Y a veces, en ésta, se perdían mis lágrimas.
Quedaron muy atrás las noches en vela donde observaba bajo la terraza, las madrugadas donde las nubes se vislumbraban al inicio del alba antes de retirarnos a la cama. Quedaron muy atrás, perdidas entre esas aguas encharcadas en las que, de tanto en tanto, todavía me tiro para recordarlo. Quedaron atrás, demasiado atrás.
Su mundo era lluvia, sí, y cómo diluviaba. Caían centenares, millares de gotas a todas horas. Y qué precioso era todo. Como su rostro, empapado, que a veces se frotaba contra el mío para invitarme a visitarlo. O sus manos, suaves, que con la delicadeza que su agua le otorgaba acariciaban las mías para cogerlas y acercarme a ella y, así, poder acariciarla yo también; aunque sólo ocurriese cuando cerrásemos los ojos y entreabriésemos nuestros labios, llenos de suspiros.
Pero qué necio fui. Necio o poco precavido. Pues no predije que, de tanta agua, acabaría ahogado en aquel diluvio. No lo supe ver y dejé que me empapase de su melancolía, de su dichosa desdicha y de aquella tristeza tan bonita convertida en poesía. Permití que me guiase con su voz, cargada de emoción, que leía letras de otros sitios y tiempos, hacia las puertas de lo que parecía ser el núcleo de su sentimiento. Y yo entré, sin y a la vez con miedo, sabiendo y sin saber lo que podría y conllevaría eso. Entré, y no me arrepiento.
Su mundo era lluvia. Y, por suerte o por desgracia, me encantaba mojarme en ella, disfrutar de aquel rincón único que guardaba en su interior y refugiarme hasta que me calase en los huesos. Y bien que caló, sí, bien que caló; tanto que todavía no se me quita el frío y yo tampoco lo permito. Me abrigo en mis brazos en ausencia de los suyos y recuerdo esos momentos juntos, esa soledad compartida en la oscuridad de una habitación donde el único brillo era el de una luna que se escondía entre nubarrones, amenazantes pero encargados de hacer ese mundo posible. Recuerdo esos ojos felinos llenos de astucia y esas palabras justas que guardábamos en nuestras cabezas. Recuerdo, recuerdo y recuerdo, y miro al frente, viendo sin ver, pues mi mirada se encuentra perdida entre miles de gotas que, en mi triste memoria, no dejan de caer.



sábado, 29 de noviembre de 2014

Lúgubres pesadillas

Lúgubres pesadillas que me perseguís de día, ¿por qué no dejáis mi mente tranquila? Refugiaos en la noche, donde vuestra presencia es bien sabida (y en ocasiones hasta agradecida) y dejad el alba para la cordura (aunque ésta se ponga en duda). Retirad vuestras oscuras zarpas de mi alma, de mi persona, de mi cabeza trastocada, y dejadla libre para que se atormente, para que su desdicha aumente sin ser vosotras presentes y, de esta forma, vuestra tétrica noche parezca el suspiro de un dolor que alivie. Un sufrimiento en el cual me cobije como un cachorro perdido y huérfano que se cubre bajo el pelaje de su difunta madre.

Lúgubres pesadillas que me alcanzáis al atardecer, ¿por qué no esperáis a que desfallezca mi ser? Retiraos, pacientes, y haceos más fuertes con vuestra hambre creciente que yo vendré a inmolarme (como hago siempre que el Sol desaparece). Afilad vuestras negras garras y preparad la dentadura para ensangrentarla, pero permitidme disfrutar de la calma de esta tenue y última llama; ya os desahogaréis cuando sea apagada y se dé rienda suelta a vuestra matanza. Pues no hay por qué apremiar nada, mi suerte ya está echada.

Lúgubres pesadillas que me atrapáis en la oscuridad, ¿por qué me ocultáis de las estrellas? ¿Teméis que su brillo desvíe mi amor hacia ellas a pesar de su inalcanzable y lejana belleza? ¿Teméis que sea eso lo que mi ente desee? Pues desgarradme, abrid mi cuerpo, mi alma y mi mente y despedazadlo todo para devorarme. Aseguraos de que me quede con vosotras para siempre, que busque vuestro tormento cuando no seáis presentes y que, con ello, intensifique mi padecimiento al acompañarme únicamente un desconsuelo hueco de sentimientos no descompuestos.
Pero recordad, recordad que mi carcasa llora y grita entre sus grietas carcomidas. Y que esa armadura oxidada, que mi vacío guarda, no hará otra cosa que buscar ser salvada (para que sus cicatrices sean aliviadas) hasta que el abismo que en su interior alberga sea vuestro hogar permanente y así, finalmente, podáis engullirla y fundirla en vuestra noche perenne.

sábado, 22 de noviembre de 2014

Llueve

Llueve. Mis hojas se mojan y llueve. Las calles, grises y húmedas, se encogen, las luces, naranjas, iluminan las gotas que caen desde la oscuridad, haciéndolas brillar, y llueve.
Si estuvieras aquí para ver esta noche triste que silba alegre y notases tus botas empapadas de dulces pero polvorientas lágrimas, igual la ciudad no te parecería el mismo lugar. Quizá aquellas suicidas que se rompen con lo primero que detenga su caída no te serían ninguna molestia; quizá te entristecería que tu sonrisa fuera producto del sonido de su estallido; pero aunque su cuerpo y sangre, de líquido transparente, se esparza por el suelo anochecido, nada arrebatará la belleza de esos destellos que se precipitan entre las nocturnas tinieblas.
Llueve. Las sombras, mis sombras, se calan y llueve. Los árboles, brutales deformes, se expanden lúgubres y el ruido, extinguido, guarda silencio en honor a los caídos. Y llueve.

sábado, 15 de noviembre de 2014

Grietas

“Un sillón. Alguien sentado. Mis pies avanzando. Y nadie. La oscuridad vuelve a hacer invisible todo aquello que se encontraba tras ese mueble desconchado.
La temperatura baja ante esas estrellas congeladas en el techo, puntos fijos pero lejanos incrustados en un cielo falso, que tiritan; aunque no se sepa si es de frío o por su tenue brillo.
Mis dedos de madera, propios de una marioneta que sin su titiritero se queda quieta, se congelan y cierran. Y una garra aferra mi muñeca.
Mis ojos tiemblan, pero no me atrevo a ladear la cabeza. La extremidad proviene de aquél trono deteriorado y sus uñas, irregulares, se me clavan para serrar mi carne. Llenándose de una cálida sangre que supuestamente me pertenece.
Intento moverme, pero mi cuerpo no responde y una segunda zarpa aferra mi puño cerrado, el cual abre y, tras un susurro inteligible que mi mente apenas percibe, mis dedos se parten como si fueran de una escultura de hielo viviente.
Observo cómo los pedazos caen y se hunden. Una fisura se abre paso en mi brazo, dividiéndolo según se alarga, y despedaza mi alma, dejando el cuerpo como una sucia carcasa agrietada.
Y el vacío y el dolor, y la oscuridad y el temor, y todo aquello que me tenía atrapado se filtra dentro, penetrando por los huecos, rellenando con un desierto vacuo, que arde con un fuego blanco y grisáceo desgastado, aquel nuevo pero viejo espacio desocupado.
Y abro unos ojos cerrados, consumidos, apagados, que contemplan, cansados, un reloj descompuesto que resuena a lo lejos.”


[ Manuscrito de El vagamundos]

viernes, 7 de noviembre de 2014

Cajita de memoria

Dan. Quería llamarlo “Dan”. Así era como, en su cabeza, Elisabeth llamaba al desconocido al cual llevaba acompañando desde hacía días, al desconocido que acababa de entregarle una pequeña cajita que, al abrirse, producía una suave melodía.
Aunque no supiera su nombre ya no tenía interés en averiguarlo después de que él, al saber el suyo, le contestase que éstos en verdad no eran importantes. Pero ella necesitaba llamarlo de alguna forma y esa opción le gustaba, aunque nunca fuera a ser confesada.
“¿Quién eres?”, llegó a preguntarle Elisabeth en una ocasión, justo cuando se conocieron. Él la miró de reojo, contemplando su torso desnudo, y volvió la vista al frente. Aquellos ojos oscuros, cargados de una tristeza oculta bajo un manto de alegría e indiferencia, la habían hecho sentir más desnuda de lo que ya estaba. Y eso no le gustaba. No por ella, sino por él, por miedo a lo que le podría suceder.
La muchacha alargó el brazo y, mientras vacilaba sobre si posar la mano en su hombro, sus dedos lo rozaron. El joven se tensó por un momento y luego un suspiro, junto a su rostro, cayó de sus labios. No volvieron a hablar sobre eso.
La cajita de música seguía sonando, repiqueteando cada nota en su mecanismo. Y los recuerdos se acumulaban. Como el de aquella puerta cerrada con candado que se encontraba en una pared del carromato: él le dijo que ahí guardaba sus libros, que era como un armario usado a modo de biblioteca, pero ella, desde fuera, no había logrado apreciar que ahí cupiera realmente algo. O, antes de ese momento, también estaba cuando cocinaron truchas escarlata en una fogata improvisada. No importaba el tiempo que hubiera trascurrido entre un hecho y otro, todo se mezclaba en su cabeza en orden cronológico. Hasta que la tapa de la cajita se bajó y la música cesó.
Elisabeth se quedó quieta. Sus manos todavía rodeaban aquel regalo, sin saber muy qué hacer. Debía buscar unos papeles como Dan le dijo tras darle aquel pequeño artilugio pero la melodía, que todavía resonaba en su cabeza, parecía pedirle que la liberase. Así que abrió la tapa de nuevo con sus dedos temblorosos y, tras cerrar los ojos, se sumió en aquel plácido sonido.

[Cuento III de El vagamundos]

miércoles, 29 de octubre de 2014

Picos de papel

Elisabeth hizo un último pliegue en el folio, tal y como él le había enseñado, y lanzó esa especie de triángulo blanco al aire. El viento lo elevó y, debido al impulso, no tardó en alcanzar al resto del grupo, que volaba por encima del agua de un río perdido.
Él le había enseñado que los deseos no debían pedirse en barquitos, pues las ninfas líquidas los cogían, se los comían y nunca se cumplían. No, los deseos debían escribirse en picos voladores para luego lanzarlos y que fuera el aire quien decidiera si merecían hacerse realidad o, por el contrario, alimentar a esas criaturas hambrientas.
La joven estiró los brazos, bostezó y clavó sus ojos verdes en el azul cristalino mientras seguía esperando.
Como pequeñas joyas de cristal, los puntos donde los rayos del Sol se reflejaban fascinaban a la muchacha. Él le explicó que, por cada brillo, había un deseo incumplido. Un recuerdo centelleante de una petición que se convirtió en un anhelo ahogado por el infortunio. Ella le preguntó si podían rescatarse, coger esos puntos relucientes y liberarlos nuevamente. Él se rió, pero ella no le entendió. “Piensa en las velas de un sepulcro, ¿no son acaso en memoria del difunto?”, le dijo, “¿Qué crees que ocurriría si las quitásemos?”. Su respuesta fue el silencio, como seguía siendo en su pensamiento.
Miró a su alrededor. Hacía rato que se había quedado sola en aquel descampado. Mientras que él había vuelto al carromato, ella se quedó pintando en papeles que, más tarde, para practicar, lanzaría al aire. No podía pedir demasiadas cosas o las consecuencias podrían ser realmente costosas. “Los deseos a medida de bolsillo: algo ligero, útil y querido”, le comentó él ofreciéndole una caja con distintos lápices tras hacer volar su pico de papel. Y ella siguió el consejo, escribiendo sólo una frase que todavía surcaba el cielo.


[Cuento II de El vagamundos]

viernes, 24 de octubre de 2014

¿Alguna vez has visto a las mariposas de fuego?

El hombre se sentó al borde del pequeño escenario adjunto a su carromato y miró a quienes se había reunido a su alrededor. Parecía extrañado por el interés que había generado, pero sabía que no debía desaprovecharlo.
–Y bien –empezó a hablar–, ¿alguna vez han visto a las mariposas de fuego?
La pregunta causó una pequeña conmoción. ¿Mariposas de fuego? Nadie sabía qué era aquello. Pero las imágenes que empezaban a cobrar forma en las mentes de los oyentes no eran ni mucho menos que formidables, en todos sus sentidos. Desde bestias enormes devora-hombres hasta pequeños seres imperceptibles. El tipo sonrió y, con un giro de muñeca que simulaba coger una manzana invisible en el aire, chasqueó los dedos para captar la atención de los presentes.
–Bueno, bueno –prosiguió–, me tomaré vuestro cuchicheo como un no. Cosa que es una lástima, por cierto.
Encogió los hombros, hizo una mueca con los labios y miró a un lado. Nadie dijo nada y él permaneció en silencio. Segundos, minutos, hasta que una joven de ojos verdes le preguntó:
–¿Qué son las mariposas de fuego, buen señor?
El desconocido sonrió otra vez y saltó al suelo impulsándose con sus manos. Miró a la chiquilla y le respondió “¡Algo magnífico!”. Ella quería contestar, pero él se puso el índice derecho en sus labios, torció la cabeza para indicarle que no dijera nada y se acercó a ella para llevar el dedo a la boca de su interlocutora. Pero antes de tocarla puso la mano izquierda junto a la diestra y simuló un estallido agitando delicadamente sus dedos.
Sus miradas se cruzaron. El forastero sonrió pícaro y la muchacha se ruborizó.
–Las mariposas de fuego, las mariposas de fuego… –comenzó, como si dudase sobre si contarlo o no–. ¡Ay, las mariposas de fuego! ¡Qué ser más bello! –Clavó sus pupilas en el rubor de la joven de ojos verdes–. Si ustedes pudieran verlo… ¡Si ustedes pudieran verlo…! Pero para eso he venido; para describírselo aunque no me vea capaz de alcanzar su majestuosidad, aunque no me vea capaz de poder describir cómo sus alas, bañadas en atardeceres, se baten grácilmente con lentos movimientos, como si fueran pájaros que vuelan flemáticos, inalterables por las prisas del tiempo o el viento.
Repasó todos los semblantes, expectativos y llenos de un curioso entusiasmo, y prosiguió:
–¡Explosiones de colores! –Repitió el gesto de las manos, pero esta vez más exagerado, como la gesticulación de su rostro. Algunos creyeron ver unas chispas saliendo de sus palmas–. ¡Rojos amaneceres y chiribitas amarillas!, que brillan cuando estos seres eclosionan de sus crisálidas antes de fundirse en una llama naranja cuando sus alas son desplegadas. ¡Destellos de flamas recién avivadas! E incluso –El hombre iba de aquí para allá, agachándose y mirando a cada persona según narraba–, lumbres azules. Fuegos fatuos vivos, pues se tratan de los machos, bien raros y poco conocidos. Que vuelan solitarios –Sus ojos volvieron a encontrarse con aquellos que guardaban esmeraldas en su interior– hasta que una hembra logra encontrarlos y, entonces –Cogió la mano de la chica para acercarla a él–, se unen en un baile de aleteos donde, ambos, desatan todo el calor que guardan en su interior formando un pequeño torbellino. –Hizo que la joven diera una pirueta–. Un pequeño torbellino de ardientes tonalidades que no se trata de otra cosa que la persecución del uno al otro al unísono rodeando una rama según ascienden, con ella, al cielo antes de caer en picado –Soltó a la muchacha tras levantarla y chasqueó los dedos– y, en un último estampido –El vestido estalló en llamas con forma de mariposa–, depositar los huevos en aquel carboncillo que han creado. Muriendo ipso facto.
Se hizo el silencio de nuevo pero el extraño, en un ademán tierno, sonrió con la intención de subir los ánimos. Luego levantó su brazo e hizo un medio círculo extendiendo la mano abierta hacia las nubes, mirando también en esa dirección. El Sol quedó oculto tras su palma y los rayos se colaron entre los huecos de sus dedos, manchándole la tez de puntos relucientes.
–Desgraciadamente –Su expresión pareció ensombrecerse cuando la silueta femenina se deshizo en polvo–, son inalcanzables. Como la luz del día, se filtran por cualquier ranura para evitar su captura y, en el caso de que alguien las atrape o las aplaste, desaparecen al convertirse en fina ceniza.

[Cuento I de El vagamundos]

domingo, 19 de octubre de 2014

Profundidad

“El pomo estaba helado y un escalofrío recorrió mi cuerpo, gritándome que no entrase, pero antes de poder pensar con claridad mi mano giró el picaporte y la puerta se abrió.
La habitación estaba sumida en la oscuridad, como si ésta fuera el material de sus paredes y muebles. Diminutas partículas de polvo bailaban frente a mis ojos en el pequeño sendero lumínico que brindaba la ranura de la entrada. Intenté atraparlas, como si pudieran retener la luz en la que se encontraban, pero las manos me dolían, como si se estuvieran congelando debido al ambiente de ese lugar.
Inspiré, con dificultades, y el vahó se escapó entre mis labios antes de seguir adentrándome.
Acaricié los muebles convertidos en sombra, escuché mis pisadas que hacían crujir el suelo y alcé la mirada al techo. Perlas diminutas centelleaban con un fuego casi extinto, muriendo en aquel cielo pintado de noche.
Los pasos seguían avante y mi cuerpo tropezó con un escritorio, tirando las cosas al suelo. Clac, clac, clac. Mi mano pulsó botones de una maquina de hierro al tantear sobre la mesa y luego tiró de una cuerdecilla; la luz se hizo un momento, permitiéndome ver las hojas esparcidas por el suelo (la mayoría en blanco, algunas de garabateadas y otras llenas de palabras), y estalló.
Moví los brazos intentando apartar los miles de puntos luminosos que aparecieron en la habitación, pero era inútil; el flash me había cegado. Así que cerré los ojos y noté cómo el lugar empequeñecía y empequeñecía, ahogándome.
No aguanté más y volví a abrir los párpados. Ahora mis pupilas parecían haberse adaptado a aquella negrura. Distinguían las siluetas donde antes no había más que una nada negra.
Pero la puerta ya no se veía.
Un sudor frío recorrió mi nuca, mi vello se erizó y las manos empezaron a temblar. Un nerviosismo creciente se iba apoderando de mi interior, abriéndose paso hacia el exterior según apartaba mis entrañas como un ser que excava con sus garras para llegar a una superficie incierta pero deseada.
Un pisotón en el suelo pareció detenerlo. Gruñendo.
Ladeé la cabeza y dudé entre seguir adelante o buscar aquella puerta extraviada. Aunque, más bien, fuera yo quien lo hubiera hecho. Vacilé en volver, pero lo desconocido me llamaba y yo no podía ignorar sus reclamos silenciosos.”



[1er Manuscrito de El vagamundos]

domingo, 12 de octubre de 2014

Decadencia

Mi cuerpo fue arrastrado ante el público. Mi rostro, desfigurado, mostrado pese a ocultarse tras una máscara de magulladuras. Y mi cometido quedó ridiculizado. Pero quisieron saberlo, la curiosidad les pudo y por eso preguntaron. “¿Por qué lo hiciste, idiota?”.


Corrupción, asesinatos, putas, asesinatos, inmundicia, asesinatos, venganza, asesinatos, muerte, asesinatos. Todo está lleno de asesinatos. Asesinatos físicos, morales y psicológicos. Asesinos que clavan sus zarpas en lo más profundo de los corazones, por muy honestos que sean, y los retuercen hasta hacerlos suyos o despedazarlos.
Crímenes de óxido seduciendo con su podredumbre. Crímenes de óxido consumiendo vidas con sus fauces deformes. Crímenes crecientes que aumentan su tamaño como el enorme monstruo de sombras que vive tras las personas.
¿Cómo querían que no lo hiciera si lo que mis ojos veían no era otra cosa que el mundo ardiendo en llamas negras, consumiéndose él mismo en una implosión de bestias humanas? ¿Cómo querían que no lo hiciera si la justicia estaba ciega de lo ebria que iba? ¿Cómo querían siquiera que viviera en un mundo de cadáveres andantes que sobrevivían a base de devorar carne inocente?
Estupideces de invidentes. Estupideces perturbadas de engendros dementes.

Mis manos, manchadas de sangre oscura, disfrutaron de la purga. Mi alma se relamió sus colmillos con cada vida no vivida que arrebató. Pero mi mente, mi pensamiento, se ofuscó al ver cómo combatía al fuego con más fuego y solamente lograba avivar aquel incendio.
Mi ánima estaba tan desgarrada como su carcasa, sucia como aquellos infames, sucia como aquellos seres despreciables que merecían la muerte. Y lloró. Lloró como un niño abandonado implorando la redención según continuaba su labor.
Pero el niño, bobo, estaba descompuesto. Y las hienas aprovecharon ese momento; se abalanzaron como perros cobardes, mandando a los borrachos con uniformes.

El rojo manchó las calles al brotar de diversos gaznates, los huesos quebraron como troncos huecos y la rabia inundó las bocas de aquellos individuos consumidos. Pero mi cuerpo no aguantó y cedió, recibiendo las punzadas y los golpes de aquella jauría que perdió su rumbo y se extravió. Así que cerré los ojos y, paciente, esperé entre convulsiones a que terminasen.


La baba colgaba de mi labio partido, los ojos, que vagaban entre la silenciosa muchedumbre, se centraron en quien habló y mis palabras salieron:
–Por vosotros.
Una carcajada rasgó aquella garganta ahogada, ignorando las miradas alzadas, y la sentencia fue ejecutada.
Todo está lleno de asesinatos.

viernes, 26 de septiembre de 2014

Ceniza

Como siempre que transcurría el ocaso, se asomó al balcón, pensativo. ¿Qué pasaría por su mente mientras encendía su rutinario cigarrillo? ¿Quizá en los gritos de su casa, tan habituales como los de aquellos domingos que antes pasaba en la plaza? ¿O puede que en su antiguo trabajo, del cual le habían echado? Quién sabe. Igual sólo miraba la oscuridad de la noche donde ni siquiera la luna se atrevía a mostrarse, escondiéndose tras las nubes.
Una cortina de humo salió de sus labios, difuminándole el rostro como una niebla encargada de ocultar un malestar que se percibía en su dificultad por tragar saliva. Su mano izquierda, cogida a la barandilla, apretaba con más fuerza aquella barra metálica según daba caladas al cigarro. Pero dudó ante la última y sus dedos se soltaron, cansados.
Su meñique y anular derechos rodearon la baranda y su mirada, antes alzada al cielo, bajó hasta perderse entre los huecos de los otros edificios, ensombrecidos por las luces naranjas que parpadeaban en las calles y ventanas.
Un suspiro, envuelto de humo, y unas pupilas mirando de reojo al lóbrego interior de su domicilio.
El cigarrillo acabó por consumirse solo y se deslizó entre sus dedos, resbalándole para caer al vacío desde aquel quinto piso. Sus ojos, rápidos, lo observaron. Y, por unos instantes, se iluminaron. Pero un tosido que le obligó a llevarse la mano a la boca le distrajo.
Cenizas. Cenizas todavía candentes en su palma. Y una mirada baja; su idea no le serviría de nada. Se consumía, día tras día, para acabar convertido en una cinérea colilla que en cualquier momento el tiempo pisaría. Así que cerró los ojos y soltó la bruma que quedaba en su interior.
Sus hombros cayeron, exhaustos, y con movimientos automáticos se dirigió a su sombrío lecho, donde debería haberse quedado durmiendo hace mucho tiempo.

miércoles, 3 de septiembre de 2014

Vacío

Las gotas, como pedazos de un alma alquitranada por el tiempo que reventó ante un viejo y continuo sufrimiento, caían frente a sus ojos, oscurecidos como el temporal. La lluvia, guiada por el incesante viento, no dejaba de golpear la ventana. Y aquel sonido le relajaba. Pero los suspiros que escapaban de sus labios no eran de alivio, eran de cansancio.
Sus parpadeos eran cada vez más lentos, más fatigados, e iban acorde con sus inspiraciones. Meditaba con paciencia todo aquello que circulaba por su cabeza. Pero sabía perfectamente que ninguna idea le haría cambiar de parecer; ya había tomado una decisión y, en esa ocasión, ya no había vuelta atrás.
Había vivido todo lo que debía vivir. O eso quería creer para no autocompadecerse más; tenía suficiente con lo que los años le habían llevado a hacerlo ya. Y era hora de enfrentarse a aquello de lo que había huido tanto tiempo, a aquello que tanto había pospuesto con cualquier excusa sacada en el último momento.
Ya era hora. Y no vacilaría.
Sus ojos estaban cerrados, pensativos. Sus manos cruzadas, golpeándose los pulgares rítmicamente. Y sus labios, resecos y agrietados por la edad, fueron relamidos en un segundo por la punta de la lengua que guardaban en su interior.
No había alternativa. Lo sabía.
Abrió los párpados y observó su imagen en el cristal. El pelo blanquecino marcaba su longevidad pero eran las arrugas, aquellas cicatrices del tiempo en su rostro, las que definían su vida. Algunos pensarían que el sillón y el despacho demostrarían unas expectativas cumplidas, pero sólo lo harían quienes no fueran capaces de fijarse en aquel reflejo de mirada vacía. En aquellos ojos llenos de experiencias y carencias, llenos de una oscuridad que, paradójicamente, albergaba todo y nada. Un hueco repleto de sentimientos huecos a su vez.
Las palmas, ancianas, acariciaron los reposabrazos en un pestañeo. Al siguiente, raudas, colocaron una caja sobre la falda de su dueño. Tras un clic se levantó aquella tapa tallada con delicadeza y los dedos de la mano derecha, ayudados de un elegante giro de muñeca, cogieron su contenido. La cubierta se cerró. Y el arma descansó encima de ella.
No faltaba mucho para que cumpliera su cometido.
Otro suspiro. Esta vez el definitivo. Y él era consciente de ello pues, cuando su boca soltó todo el aire contenido, el cañón ya se había colocado en su sien.

Un relámpago iluminó el cuerpo vencido. ¿Su reto? Haber vivido.

miércoles, 27 de agosto de 2014

Exculpado

Le habían pillado. Todo el mundo fue testigo de sus crímenes y, aun así, nadie se atrevió a hacer nada. Ni siquiera cuando el portavoz de aquel tribunal de fantasmas se levantó para dictar la sentencia absolutoria.
Tenía las manos manchadas de sangre tan negra como su alma, tan oscura como aquellos pensamientos que se desfiguraban en su retorcida mente enfermiza. Los escenarios de sus delitos eran dignos de horror. Más de uno tuvo que apartar la mirada un momento antes de poder continuar analizando aquello que se había cometido entre cuatro simples paredes. O, al menos, cuando las había. Pues no tenía lugar fijo para cometer sus fechorías: descampados, lagos, habitaciones, coches e incluso ascensores o retretes públicos. El lugar le era indiferente, lo importante era tener alguien con quien satisfacerse.
Y eso era lo único que le bastaba.
Además, originalidad no le faltaba. No le gustaba la monotonía, o eso parecía debido a que su patrón era la ausencia de éste: degollamientos, mutilaciones, ahogos o incluso torturas hasta que la víctima no aguantaba y perecía. Si es que no le daba por hacerlo de forma rápida: un tiro o corte limpio y a por alguien nuevo.
Le habían pillado, sí. Él mismo confesó haber sido autor de todo aquello. Él mismo admitió que se encargó de planear con todo detalle cómo la señora Adam sería ahorcada con sus propios intestinos. Incluso añadió que tenía una cuerda preparada por si eso fallaba. Por no hablar de Otto, quien fue golpeado repetidas veces con su propio bate hasta que se le partió el cráneo. Y tampoco hay que olvidarse de Alana, con sus brillantes ojos azules, que fueron hundidos en sus cuencas después de encontrar el cadáver de Vincent en el parque municipal: un disparo en la sien y el cuerpo tirado en el estanque.
Pero el que seguramente destaque sea el caso de Iván, que fue encontrado en lo alto de un rascacielos con su cuerpo descarnado y fracturado de cintura a pies y sus órganos envolviéndole el torso. Aunque tenía una sonrisa de oreja a oreja. O eso podría decirse si se hubieran encontrado, pues a día de hoy siguen en paradero desconocido. ¿La explicación de ese acto? Un encogimiento de hombros acompañado de un “Cuando uno tiene recursos los aprovecha para divertirse”.
Diversión. ¿Sería esa la motivación de aquel maniaco? Sólo él lo sabe de verdad. ¿Aunque sería por eso que se libró? ¿Por enfermo? Lo dudo mucho pues, pese a todo lo ocurrido, pese a todo lo hallado y descrito, nunca hubo ninguna prueba concluyente. Ni siquiera aquel manuscrito encuadernado donde eran relatados todos y cada uno de los actos. Unas acciones que, en realidad, solamente sucedían dentro de esas líneas en las que estaban escritas. Y en las cabezas de quienes las leían.

jueves, 21 de agosto de 2014

La chica que bailaba bajo la tormenta

Su cuerpo, que se ceñía al vestido blanco que transparentaba debido al agua, estaba empapado a causa de la incesante lluvia. Pero eso no parecía importunarla. Ella seguía dando vueltas y vueltas sobre sí misma, con la mirada al cielo y su perlada sonrisa rasgando sus sonrojadas mejillas. Como si los nubarrones en los que clavó las pupilas antes de cerrar los párpados fueran rayos de luz, rayos de luz encargados de iluminarla y darle el calor necesario para que el frío no la calara.
Los pezones de aquellos pequeños y tiernos pechos se marcaban en la tela, su vientre hubiera parecido desnudo si no fuera por aquella ligera capa que tenía encima, que emulaba ser una malla translúcida, y sus pies descalzos se manchaban cada vez más de fango al pisar los charcos que salpicaban sus elegantes muslos.
Erik notaba cómo su pecho crepitaba ante aquella visión, pero se mantenía a una distancia prudencial; no quería llamar la atención de la chica que bailaba bajo la tormenta. No quería interrumpir aquella danza que lo hipnotizaba. Y por ello se quedaba quieto, en el suelo, observando en el más completo silencio cómo los pasos de la muchacha se movían entre aquellos espejos acuáticos antes de ser rotos bajo su peso, fragmentándolos en mil gotas.
Debido a la situación le costaba respirar con normalidad. Era por ello que el joven debía coger bocanadas de aire a pesar de que el paladar le supiera a tierra. A tierra y sangre.
El sabor metálico descolocó su mente, pero lo ignoró, igual que cuando se pasó los dedos bajo su nariz y los notó pringosos. El espectáculo lo tenía demasiado cautivo con sus gráciles pasos.
Parpadeó un momento y recordó el viento meciendo su cabello justo antes de poder ver el primer relámpago a lo lejos. O eso le pareció por el trueno que retumbó a los pocos segundos, un tronido tan potente que le ensordeció los oídos con un agudo e insistente pitido.
Pero la imagen de la muchacha mojada era lo único que le importaba. Pese a las siluetas difusas que empezaron a correr frente a él, sombras borrosas entre las que continuaba el baile.
Hasta que notó sus brazos elevarse, como si una fuerza externa quisiera alzarle.
El muchacho se removió; no quería ser descubierto. Pero le fue inútil resistirse, las manos que sujetaban sus extremidades lo levantaron mientras creía escuchar cómo alguien le llamaba. Mas su mirada quedó fascinada en las delicadas facciones de la chica, que lo miraba.
Los ojos de ambos se cruzaron y aquella perlada sonrisa que rasgaba sus sonrojadas mejillas se tornó cálida. Él, como pudo, también sonrió. Y una punzada le golpeó el esternón. Creyó que era el corazón que, ardiendo, le fundía el torso para correr a los húmedos brazos de aquel recuerdo manifestado en mitad del campo. Pero antes de caer de nuevo al barro, el dolor que prosiguió al desconocido impacto le hizo ver cómo aquel vestido, empapado, era borrado junto a la persona que lo llevaba puesto. Desvaneciéndose la actuación sin que pudiera hacer nada para remediarlo, como sus compañeros tampoco pudieron socorrerlo a él, pues el miliciano se había sumado al resto de finados.

domingo, 17 de agosto de 2014

Una última ojeada

Su mano se posó sobre mi hombro en un suave gesto. Aspiré aire despacio y lo solté con la misma velocidad, ya había llegado la hora.
La saliva raspó mi garganta seca y la penumbra fue cerniéndose sobre mí. Ladeé la cabeza y ahí estaba: su larga túnica negra con una capucha que ensombrecía su apariencia pero que, al estar solamente oculta hasta la mitad, permitía ver aquellos dientes desgastados colocados en un cráneo sin labios.
Suspiré.
No hacía falta que dijera nada, ambos sabíamos qué tocaba. Mas una duda crecía en mi pecho. Y al final no pude evitar formularla:
–¿Por qué llevas esa máscara?
La presión del inicio se esfumó, me había soltado y parecía sorprendida. ¿Quizá no se lo esperaba?
–Déjame ver tu cara –le dije clavando mis pupilas en la parte que su capuz cubría.
Dio unos pasos hacia atrás y se apartó. El silencio invadió las tinieblas en las que estábamos sumidos y mi respiración menguó. Me quedaría poco para irme con ella o quedarme eternamente en ese paraje desconocido, en esa especie de limbo. Pero aún así, necesitaba saberlo.
–¿Por qué?
Su voz era suave, melodiosa. Distinta por completo a como pudiera haberla imaginado: áspera y ronca. Apagada, igual que la vida que con ella se llevaba.
Bajé la vista.
–Quiero verte.
Unos segundos de indecisión. Unos segundos de total inacción. Como si el tiempo se hubiera detenido incluso para nosotros mismos. Pero sus dedos, que dejaron de ser falanges, se movieron lentamente hacia su barbilla para subirla y permitirme ver su semblante que, pese a su lobreguez, era serio. Serio y bello. Pálido como su imagen de huesos.
Nuestras miradas se cruzaron. La mía llena de curiosidad. La suya llena de tristeza y oscuridad. Sus ojos, negros azabache, contenían una desolación digna de hacer perder la razón, de enloquecer a cualquiera que conociera la plenitud de los secretos que parecían albergar, la abundancia de visiones que debieron soportar.
Y nunca acababan. Eran como un pozo, un pozo sin fondo en el que morías antes de tocar el suelo, pues el pánico era quien se encargaba de destruirte después del sufrimiento.
–¿Por qué? –le pregunté–, ¿por qué, pese a tu belleza, llevas ese disfraz?
Titubeó. Sus mejillas, cadavéricas, se ruborizaron por un instante. Y su fina y pequeña boca se abrió para hablar. Pero no dijo nada. ¿Qué me iba a explicar que no supiera ya? ¿Qué me iba a decir más allá de que, cuando se es rechazada, tachada de monstruosidad, con una hermana a la que parecen adorar, no se puede hacer otra cosa que convertirse en aquello que se te otorga, mostrándote en esa horrible forma?
Sabía la respuesta. Y me la dijo sin palabras. Sólo con una sencilla mirada.
Sus ojos se entristecieron, aún más si era posible. Pero yo no quería verla triste.
–Acércate –le dije.
Y ella se acercó.
Su pelo, largo y oscuro como el firmamento, se deslizó por su delicado cuello en cuanto se inclinó para aproximar su rostro al mío. Nos miramos con sosiego y, tras cerrar nuestros párpados un momento, mis labios se fundieron con los suyos en un beso lento.

jueves, 7 de agosto de 2014

Fragmentos

Una espesa neblina te fatiga en mitad de la oscuridad. Mueves los brazos de forma lenta, perezosa, como si no tuvieras energía y tus párpados se niegan a abrirse por completo. Zarandeas la cabeza con tal de aclararlo todo, pero lo único que consigues es un repentino mareo. Y caes al suelo.
Tus rodillas, clavadas en una invisible superficie, tiemblan, incapaces de sostener el peso que aumenta en tus hombros. Te pones a cuatro patas y sientes cómo la carga se dispersa por la espalda, creyendo que eso te permitirá soportarla. Pero tu columna se quiebra y gritas.
Y las lágrimas caen de unos ojos muertos para humedecer el negro terreno. Unos flashes del exterior vienen ensuciados en bruno y contemplas a alguien aferrado a sus piernas en un rincón, apartado, desconsolado. Llorando por motivos que no comprendes hasta que, tras tu último chillido, mueres.

Caminas en mitad de una negrura con una niebla que todo lo embadurna. No sabes qué haces allí, pero según avanzas encuentras huellas dispersas. Un impulso automático te lleva a seguirlas y, cuando terminan, encuentras un pequeño saco. Pero algo te dice que no debes abrirlo. Así que sólo lo recoges para llevártelo, pues el mismo instinto de antes te indica que así debes hacerlo.
Y prosigues.
No hay sendero, ni indicaciones. Solamente tinieblas y bruma. Sin embargo, tú continúas.
Sonidos momentáneos te hacen replantearte tus actos. Te giras, das vueltas. Pero no hay nada nuevo. Y olvidas qué está ocurriendo. Hasta que un punto, que a lo lejos centellea, te cautiva como si fuera una luciérnaga. Una luciérnaga que pretendes atrapar para usarla como farol entre tus, ahora que las miras, agrietadas y secas manos.
¿Cuánto llevas divagando?
Niegas con la cabeza. No puedes distraerte. No puedes permitir volver a perderte. O eso piensas mientras corres hacia aquella luz atrayente.
Te detienes. Una cajita, pequeña y cuadrada, semienterrada por lo que parece polvo y arena, es lo que destella. Te agachas y la curioseas. No sabes qué hace ahí, ni de dónde ha salido. Pero, moviéndote por una curiosidad mecánica, la tocas con la yema del dedo índice. Y una chispa, fosforescente, salta en forma de nube. Antes de apagarse y fundirse con la calígine.
Y el cubo deja de brillar.
Miedoso, por lo que eso pueda acarrear, lo recoges y lo metes en aquel saco que olvidaste hacía rato. Aunque no lo ves; sólo te llevas la mano al omóplato y la caja desaparece. Como si nunca hubiera existido. Porque tampoco recuerdas qué ha sucedido. Simplemente te encuentras perdido, sin saber qué rumbo tomar. Sin saber realmente qué haces en aquel extraño y confuso lugar.
Y caminas.
Caminas, caminas y caminas.
Tus piernas se cansan con el tiempo y tu cuerpo, que olvida sus actos nada más guardar un cubo nuevo, falla por momentos. Y aún así persistes. Queriendo averiguar qué es lo que ocurre, qué es lo que instintivamente sigues.
Los hombros te pesan y los ojos se te cierran. Las fuerzas te fallan y la memoria hace ya mucho que no te acompaña. Y crees que ya no queda ni hay nada. Mas una intuición, un impulso que emerge de tu interior, te obliga a permanecer con la labor. Como si te fuese la vida en ello.
A pesar de que, en alguna ocasión, hayas visto de refilón un ligero reflejo en uno de esos desconocidos poliedros. Viendo así un rostro esquelético, demacrado por el agotamiento que conlleva el transcurso del tiempo. Oxidado por el abandono.
Pero a los segundos esa imagen es omitida, como si nunca hubiera sido vista.
Y vagabundeas.
Vagabundeas, deambulas y yerras.
Hasta que un día las rodillas te tiemblan, los párpados te pesan y sientes los hombros abrumados, sobrecargados por un peso ajeno. Los miembros ceden y, al final, desisten, derrumbándote.
Sientes cómo la enigmática carga se dispersa por tu espalda y crees que eso te permitirá soportarla. Pero tu columna se quiebra. Y gritas de desesperación y dolor. Pidiendo auxilio. Un auxilio que nunca será recibido.
Y el negro terreno se humedece con las lágrimas de unos ojos muertos.
Unos flashes externos, sombríos y nauseabundos, invaden tu pensamiento. Y contemplas cómo alguien, desconsolado y apartado, se aferra a sus piernas en un rincón. Llorando por unos motivos que te son incomprensibles hasta que, antes de chillar tu último alarido, levantas la vista al cielo y ves cómo un resplandor se alza des del saco. Un resplandor de sonidos, imágenes, sensaciones y sentimientos, de recuerdos desagradables que se apartaron para olvidarse. Pero su peso, su lastre, se hizo demasiado cargante. Y estalló, rompiendo tu intelecto y matando a tu guardián inconsciente. Quien, al poco, abrirá los ojos de nuevo. Sin comprender qué está sucediendo.



domingo, 3 de agosto de 2014

Cometido nocturno

Los ojos de Dante centelleaban de emoción ante el espectáculo nocturno que presenciaban: miles de puntos brillantes corrían por el cielo, fugaces y fugitivos del firmamento. La luna, en su blanco esplendor, se reflejaba en el cristal de la ventana e iluminaba su habitáculo. Pero un ruido a sus espaldas quitó al muchacho de su ensimismamiento. Su madre entró en el momento justo que volvió a tumbarse en su camastro y, con los ojos entrecerrados, observó cómo suspiraba antes de dirigirse al ventano y cerrarlo. La diversión había acabado.

Un golpe en el tejado hizo que Dante se despertase. Confuso, miró a su alrededor, cogió una de las cerillas que tenía en su mesita y prendió la mecha de la vela. No parecía haber nada raro, pero un nuevo sonido le extrañó e hizo que finalmente se levantase. Cogió la palmatoria y, tras vacilar unos segundos, salió a ese pasillo gobernado por el silencio. Sus padres parecían seguir durmiendo.
Negó con la cabeza y pensó que quizá todo era imaginado, que era un sueño. Por lo que decidió volver a su aposento, pero un tercer sonido seguido de un cuarto y un quinto acabaron por desvelarle tanto a él como a su curiosidad.
Caminó sigiloso por el corredizo y pasó por delante de las otras estancias hasta llegar a la escalera que daba a una pequeña lumbrera. Dejó la vela en una estantería y empezó a escalar, precavido con tal de no hacer ni el mínimo ruido. Abrió la claraboya y salió tras poner la vara que evitaba que se cerrara. Sus ojos, negros como la noche que se cernía sobre ellos, miraron al cielo. Pero no tenía ningún brillo, más allá del de la luna, que parecía entristecido. Frunció el ceño y miró al techo. “¿Piedras?”, pensó al verlas. “¿Cómo habrán llegado…?”. La respuesta no tardó en venir: como si granizase, diversos cantos que parecían arder caían desde los nubarrones, precipitándose al vacío para estrellarse contra el suelo y apagarse. El joven se maravilló con ese desconocido suceso pero, al alzar la vista de nuevo, su alegría fue sustituida por una mueca de preocupación: ¡las estrellas estaban cayendo!
Dante empezó a dar vueltas sobre sí mismo, contemplando esa bella pero horrenda visión. Pensaba que debía hacer algo, pero no sabía el qué. Y las rocas no tardaron en volver a caer sobre el tejado, cerrando la claraboya al golpear el palo que sostenía su marco.
En un intento desesperado de huida, el muchacho se lanzó por el lado del balcón. Pero sus pies desnudos resbalaron.
Sus manos se aferraron como pudieron a la barandilla y quedó colgando a unos cuantos metros del patio. Frente a él, una de las piedras que había caído todavía parecía refulgir. Todavía parecía albergar el fuego del firmamento en su interior. Y Dante quería ayudar, quería hacer que las estrellas volvieran a destellar. Por lo que la agarró, sin tener en cuenta que, nada más hacerlo, se precipitaría al suelo, cayendo de lado.
Un enorme dolor le penetró en el cráneo. Apenas sentía la pierna izquierda y el brazo del mismo lado lo tenía entumecido. La cabeza le daba vueltas, pero el pequeño tesoro que guardaba entre sus dedos le dio el vigor suficiente para incorporarse y encaminarse hacia el bosque que se extendía frente a él.
Cojeaba, pero eso no le importaba. Tenía que devolver aquel último aliento de estrella a su lugar. Por mucho que le pudiera costar. Así que siguió avanzando, a pesar de las punzadas que sentía por todo su cuerpo; prosiguió hacia la arboleda, temblando de frío y angustia, mientras dejaba un pequeño rastro rojizo que, gota a gota, caía de las puntas de los dedos del brazo que le había quedado inutilizado.
El muchacho se detuvo en el árbol más alto que recordaba haber trepado durante sus juegos. Respiraba con dificultad y sentía que los pulmones le iban a estallar. Un sudor gélido recorría todo su cuerpo y la vista se le nublaba por momentos. Pero debía continuar, debía seguir con tal de lograr su compromiso. Así que guardó la piedra en un bolsillo y agarró la primera rama con la mano derecha para impulsarse y empezar a ascender.
Primero la mano derecha y luego el pie de su respectivo lado, después ponía su sangradura zurda en algún tallo para usar ese brazo de gancho y se agarraba del muslo restante para poner la pierna izquierda en el primer sitio que viera. Pero según subía las ramas le arañaban en la cara y cuando debía impulsarse de un tirón con su  brazo derecho, parte de su pijama se raspaba y se hería aún más la pierna inválida.
“No puedo seguir, no puedo…”, se repitió en un susurro cuando el dolor de sus forzadas axilas le empezó a martirizar. “No puedo…”, volvió a decirse al apoyar la cabeza en el tronco. Pero el fulgor de la luna, que entre las sombrías nubes iluminaba su demacrado rostro, le dio el ímpetu que necesitaba. Le recordó por qué luchaba. Así que se aferró a la siguiente rama y, yendo a trompicones y empujones, alcanzó la copa, se deslizó entre las hojas y alzó la vista hacia el solitario astro. Sacó el canto de su bolsillo y lo levantó al cielo en su palma abierta. Pero no sucedía nada. Y tampoco sabía qué hacer.
Se quedó quieto y los minutos pasaron. Se quedó quieto y el tiempo se le hizo eterno. Y las lágrimas se abrieron paso en sus cansados ojos.
Se cuestionó si todo había sido en vano, si su esfuerzo realmente había servido de algo. Y cerró los párpados, pero la rabia líquida seguía deslizándose por sus sucias mejillas malheridas.
Apretó con fuerza la roca brillante y, tras un pequeño “crack”, sintió que su cuerpo se paralizaba mientras el corazón se le subía a la garganta. “¿Qué he hecho…? ¿Qué he hecho…?”, se reiteraba en su mente, miedoso a abrir su puño. Pero lo hecho, hecho estaba y ya no podía hacer nada. Así que separó poco a poco los dedos y vio lo que su mano contenía: burda gravilla que ya no resplandecía.
Dante sintió su interior romperse en mil fragmentos, convertirse en aquella vulgar grava sin valor. Y todo por su culpa. Todo por su única y absoluta culpa.
Miró de nuevo a la luna e intentó disculparse como pudo, pero no tenía palabras; sus cuerdas vocales le fallaban y su mente parecía que no pensaba. Pese a ello, aquella a quien servía aparentó emitir un brillo distinto. Y, como si suspirase, una brisa sopló sobre su mano para hacer que aquel polvo, que asemejaba ser de diamantes entre las nubes, centellease según surcaba el aire.
Un destello en el firmamento iluminó su mirada. Y Dante cerró los ojos. Sonrió en la comisura de sus labios resecos y, notando cómo era acariciado por el viento, dejó caer su cuerpo exhausto. Pues, al fin y al cabo, había logrado su cometido.

lunes, 28 de julio de 2014

Impotencia

Llovía. Las nubes de tormenta hacían más oscura esa noche sin estrellas y los faros del coche apenas iluminaban dos palmos de ese asfalto cubierto por una densa y baja niebla. La gotas que caían del cielo repiqueteaban contra los cristales, como si tuvieran por misión romper el silencio, antes de ser dispersadas por el limpiaparabrisas y el viento. Y, poco a poco, la carretera se adentró de forma cada vez más zigzagueante en el bosque de aquella montaña, obligándome a moderar la velocidad del auto. Pero las ruedas resbalaron y el coche volcó.
Me golpeé la cabeza con el volante y el aturdimiento hizo que todo me diera vueltas. Como pude, me arrastré por la ventana rota y salí del vehículo accidentado. La lluvia seguía cayendo, persistente, y el suelo se encontraba enfangado.
Desorientado, me llevé la mano derecha donde noté que había recibido el golpe y miré mis dedos manchados de rojo: sangraba por la frente. Pero eso era lo que menos me importaba en aquel momento; la luna se había roto y el asiento del copiloto estaba vacío.
En un intento de mantener el equilibrio, me incorporé lo más rápido que pude para empezar a mirar hacia todas partes. Tenía que encontrarla. Tenía que saber dónde estaba. Tenía que socorrerla, ayudarla.
Mis ojos buscaron desesperados en mitad de la negrura hasta que miré al árbol de enfrente, iluminado gracias al único faro que quedaba encendido de forma parpadeante, y vi su cuerpo tendido en el suelo. No dudé y, a pesar de la torpeza que invadía mis movimientos, corrí hacia ella para echarme al barro y sostenerla entre mis brazos.
–No me abandones… –le dije abrazándola con fuerza–. Debes seguir aquí…, conmigo –las palabras eran cada vez más difíciles de pronunciar debido al nudo que se formaba en mi garganta–. L-lo solucionaré. Lo solucionaré todoPero aguanta, por favor… Aguanta.
No respondió.
La apreté con fuerza contra mí. El frío y la humedad de su cuerpo manchado de tierra y sangre me caló hasta los huesos antes de seguir hablando, entrecortado, según la vista se me nublaba a causa de las lágrimas que empezaban a brotar de mis ojos.
–No, no te mueras –le repetía suplicante–. No, no lo hagas… Debes aguantar, debes seguir aquí conmigo. ¡Debes…!
La voz se me cortó de golpe, mis puños se aferraron a su húmeda ropa y, el aguante que retuvo la impotencia de saber que no podría hacer nada con solo verla bajo el árbol, se rompió en forma de llanto. Un llanto desesperado y desolado. Un llanto que provocaba que abrazase con más ímpetu su cuerpo inerte, como si eso fuera a solucionar algo. Un llanto que sabía perfectamente que todo era inútil.
Y ahí me quedé: desconsolado y llorando en mitad de esa lluviosa oscuridad. Y, por primera vez, totalmente solo, perdido y roto.






(Relato leído por Elena)

lunes, 21 de julio de 2014

Sueños de luciérnagas

Otro trago del alcohol agrio de esa copa barata me devolvió a la realidad. A ese pozo apestado de almas rotas que pretendían reencontrar sus fragmentos en el fondo de alguna botella. Botellas que pedían auxilio al vacío mientras su contenido era vertido y consumido por bebedores que se ahogaban según eran embriagados con su sabor; un sabor que se perdía entre las luces parpadeantes del exterior, entre aquellos neones brillantes de colorido que cautivaban los ojos rojos de los borrachos ahí reunidos y perdidos, como si buscasen explicaciones a través de unas ventanas llenas de mugre que parecen burlarse de la insistente lluvia que golpea su superficie.
Los dedos juegan con un cigarrillo apagado a medio consumir. Lo desmontan poco a poco y llenan la barra de su tabaco, dispersándolo como mis pensamientos. Unos pensamientos que viajan de un lado para otro, divagando entre presente y recuerdo; espacios temporales fusionados en uno en el momento justo que la garganta que ardía se suaviza y fatiga a los párpados.
La oscuridad de los ojos cerrados trae la música. Y la música trae la claridad; un punto blanco que centellea y se incrementa en medio de las tinieblas mentales antes de apagarse súbitamente.
Un peso cálido en el hombro hace que gire la cabeza despacio para toparme con aquel rostro de astutos ojos que se graba en las pupilas, que se clava en la mente. Tan profundo que duele. Pero sus labios, acompañados de una guitarra de fondo, detienen el dolor. Y mi mirada, aturdida, solamente ve borrosas luciérnagas hechas con el fuego de las candelas antes de alarmarse por un cuello que siente un ahogo repentino. Un sofoco producido por aquella boca que ha dado un sorbo automático al líquido adulterado.
Y la realidad choca. Choca, colisiona y perfora. Destroza mi alcoholizada cabeza que se consume como la cera de esas anheladas velas que ahora navegan en el pasado, ardiendo con unas llamas que ondean a base de suspiros extraviados. Y contemplo aquel cristal, ahora libre de licor. Titubeo, dudo, pero antes de que el sollozo se abra paso, pido que rellenen de nuevo el vaso para dar otro trago.

domingo, 13 de julio de 2014

¿Imaginario?

–Qué tiempos, ¿eh?
–Ajá…
–Pero supongo que tarde o temprano debía ocurrir, nada es eterno.
–No viniste al funeral.
–Me surgió un imprevis…
–Julia también tenía planes y los aplazó todos con tal de venir.
–Ella siempre ha sentido debilidad por ti… –dijo a lo bajini, más para él mismo que para Sam–. Lo sé. Me llamó al finalizar el funeral y me contó cómo fue.
–Silencioso.
–Lo sé.
–Andrew lloró y se fue. Julia no lo detuvo.
–Sobre eso me gustaría hablarte.
–¿Sobre Andrew?
–Más bien sobre todo lo que a ti respecta.
–¿A qué te refieres?
–Julia me llamó porque estaba preocupada por ti.
Sam alzó la vista de la fotografía que sostenía entre sus manos para mirar a John, quien para variar tenía parte del rostro oculto por la sombra de uno de sus sombreros. ¿Quizá quería esconder su dolor para que no se desmoronase?
–El ataúd estaba vacío, Sam. Ben, al igual que Andrew, han sido siempre producto de tu imaginación.
–¡Vosotros los veíais!
–Éramos críos. Te seguíamos el juego. Julia se ha preocupado porque opina que esto empieza a ir demasiado…
–¡Mientes!
–Ya me gustaría a mí estar mintiendo… Lo pasábamos bien.
–P-pero… –Volvió a bajar la vista, sus ojos estaban llorosos.
–Shh…, tranquilo. –Respiró hondo–. He traído conmigo a una persona. Puede ayudarte.
–¡No necesito ayuda!
–Oh, Samuel, cálmese por favor –dijo un tipo que acababa de entrar.
–Él es el doctor Matthew.
–Usted puede llamarme Matt, si así lo prefiere.
–Te ayudará. Te llevará con él y…
–¿¡Q-quieres ingresarme en un loquero!?
–No, no, Sam. En absoluto. ¿Qué clase de amigo haría esto? Simplemente será hacerle unas visitas, hablar con él de vez en cuando y ya está. Nada más.
–Exactamente. Es parecido a quien hace recuperación por un hueso roto. No tiene ninguna complicación, ya verá.
–¿Por qué haces esto, John…?
–Por ti –calló un momento–. Y por Julia.
Sam tragó saliva. La verdad es que Julia parecía afectada en el funeral. ¿Sería por él en lugar de Ben? La verdad es que recordaba haberla pillado mirándole mucho esa mañana durante el entierro. Tenía lógica, pensó. Quizá sí era lo mejor. Volvió a tragar saliva y dejó el marco encima de la cómoda.
–Por Julia… –repitió Sam.
–Venga por aquí. Le llevaré en mi coche para llegar antes.
Matthew le rodeó con su brazo y lo acercó a él para ayudarle a caminar hasta la salida. John se quedó a solas y miró la fotografía. En ella aparecían ellos tres: Sam, Julia y él. Junto a dos siluetas más: Ben y Andrew.