El
silencio hacía acto de presencia entre los habituales pasajeros de madrugada,
como si fuera una niebla que se extendía por el suelo hasta llegar a sus bocas
para mantenerlas cerradas. El traqueteo de las vías era lo único perceptible,
tanto por su sonido como por la vibración que provocaba en los incómodos
asientos, junto al triste paisaje que, difuminado por la velocidad que adquiría el
vehículo, parecía querer simular ser pintura lanzada contra el cristal de la ventana corriéndose
para dar paso a nuevos colores, todo en una gama de grises.
Mis
manos estaban frías incluso debajo de los guantes. El invierno llegó de golpe una
mañana y pareció congelar tanto al panorama como al resto de personas. Pero eso
no importaba, no me importaba. Como una llama bajo el agua toda la vitalidad
que pudo tener mi entorno, e incluso yo mismo, permanecía apagada sin ninguna
aparente posibilidad de volver a ser reavivada. Pero eso tampoco importaba. Todas
las miradas parecían cansadas, hastiadas de aquella monótona rutina que llamarían
vida. O igual sólo era mi vista, reflejada en las caras desconocidas que ahí se
acumulaban según el tren se demoraba en sus obligatorias paradas. Él también
tendría una existencia repetitiva, seguramente pesada y aburrida.
Suspiré.
El vaho se elevó hacia mi rostro como el humo de un cigarrillo. ¿Qué había
hecho la noche anterior? No lo recordaba. Igual la pasé entre vasos de alcohol,
no sería nada raro y menos teniendo en cuenta dónde me había despertado: en el
mismo lugar en el que ahora me encontraba sentado. Igual mi yo ebrio buscaba
consuelo en este trayecto, como si quisiera escapar de su realidad. Igual no le
gustaba y pensó que encontraría alguna salida. Pero pobre, ¿si la hubiera de
verdad no cree que la habría usado ya? ¿Acaso pensaba que él la encontraría?
Maldito infeliz, se parece tanto a mí…
Otro
suspiro y un parpadeo largo.
Las
ventanas habían oscurecido. ¿Un túnel? Vete a saber, ni siquiera recuerdo qué línea
debí coger, a mi memoria sólo vienen flashes: mis ojos clavados en mis mocasines desgastados que avanzaban por el andén, el sonido del megáfono avisando de que tuviéramos cuidado y las luces de los faros iluminando mi
cuerpo, parado en el ferrocarril.
Oh,
mierda, por lo visto sí que encontró cómo salir.
Su mundo
era lluvia. Y a veces, en ésta, se perdían mis lágrimas.
Quedaron
muy atrás las noches en vela donde observaba bajo la terraza, las madrugadas
donde las nubes se vislumbraban al inicio del alba antes de retirarnos a la
cama. Quedaron muy atrás, perdidas entre esas aguas encharcadas en las que, de
tanto en tanto, todavía me tiro para recordarlo. Quedaron atrás, demasiado
atrás.
Su mundo
era lluvia, sí, y cómo diluviaba. Caían centenares, millares de gotas a todas
horas. Y qué precioso era todo. Como su rostro, empapado, que a veces se
frotaba contra el mío para invitarme a visitarlo. O sus manos, suaves, que con
la delicadeza que su agua le otorgaba acariciaban las mías para cogerlas y
acercarme a ella y, así, poder acariciarla yo también; aunque sólo ocurriese
cuando cerrásemos los ojos y entreabriésemos nuestros labios, llenos de
suspiros.
Pero qué
necio fui. Necio o poco precavido. Pues no predije que, de tanta agua, acabaría
ahogado en aquel diluvio. No lo supe ver y dejé que me empapase de su
melancolía, de su dichosa desdicha y de aquella tristeza tan bonita convertida
en poesía. Permití que me guiase con su voz, cargada de emoción, que leía letras
de otros sitios y tiempos, hacia las puertas de lo que parecía ser el núcleo de
su sentimiento. Y yo entré, sin y a la vez con miedo, sabiendo y sin saber lo
que podría y conllevaría eso. Entré, y no me arrepiento.
Su mundo
era lluvia. Y, por suerte o por desgracia, me encantaba mojarme en ella, disfrutar
de aquel rincón único que guardaba en su interior y refugiarme hasta que me calase
en los huesos. Y bien que caló, sí, bien que caló; tanto que todavía no se me
quita el frío y yo tampoco lo permito. Me abrigo en mis brazos en ausencia de
los suyos y recuerdo esos momentos juntos, esa soledad compartida en la
oscuridad de una habitación donde el único brillo era el de una luna que se
escondía entre nubarrones, amenazantes pero encargados de hacer ese mundo
posible. Recuerdo esos ojos felinos llenos de astucia y esas palabras justas
que guardábamos en nuestras cabezas. Recuerdo, recuerdo y recuerdo, y miro al
frente, viendo sin ver, pues mi mirada se encuentra perdida entre miles de
gotas que, en mi triste memoria, no dejan de caer.
Lúgubres
pesadillas que me perseguís de día, ¿por qué no dejáis mi mente tranquila?
Refugiaos en la noche, donde vuestra presencia es bien sabida (y en ocasiones
hasta agradecida) y dejad el alba para la cordura (aunque ésta se ponga en
duda). Retirad vuestras oscuras zarpas de mi alma, de mi persona, de mi cabeza
trastocada, y dejadla libre para que se atormente, para que su desdicha aumente
sin ser vosotras presentes y, de esta forma, vuestra tétrica noche parezca el
suspiro de un dolor que alivie. Un sufrimiento en el cual me cobije como un
cachorro perdido y huérfano que se cubre bajo el pelaje de su difunta madre.
Lúgubres
pesadillas que me alcanzáis al atardecer, ¿por qué no esperáis a que
desfallezca mi ser? Retiraos, pacientes, y haceos más fuertes con vuestra
hambre creciente que yo vendré a inmolarme (como hago siempre que el Sol
desaparece). Afilad vuestras negras garras y preparad la dentadura para ensangrentarla,
pero permitidme disfrutar de la calma de esta tenue y última llama; ya os desahogaréis
cuando sea apagada y se dé rienda suelta a vuestra matanza. Pues no hay por qué
apremiar nada, mi suerte ya está echada.
Lúgubres
pesadillas que me atrapáis en la oscuridad, ¿por qué me ocultáis de las
estrellas? ¿Teméis que su brillo desvíe mi amor hacia ellas a pesar de su
inalcanzable y lejana belleza? ¿Teméis que sea eso lo que mi ente desee? Pues
desgarradme, abrid mi cuerpo, mi alma y mi mente y despedazadlo todo para
devorarme. Aseguraos de que me quede con vosotras para siempre, que busque
vuestro tormento cuando no seáis presentes y que, con ello, intensifique mi
padecimiento al acompañarme únicamente un desconsuelo hueco de sentimientos no
descompuestos.
Pero
recordad, recordad que mi carcasa llora y grita entre sus grietas carcomidas. Y
que esa armadura oxidada, que mi vacío guarda, no hará otra cosa que buscar ser
salvada (para que sus cicatrices sean aliviadas) hasta que el abismo que en su
interior alberga sea vuestro hogar permanente y así, finalmente, podáis
engullirla y fundirla en vuestra noche perenne.
Llueve.
Mis hojas se mojan y llueve. Las calles, grises y húmedas, se encogen, las
luces, naranjas, iluminan las gotas que caen desde la oscuridad, haciéndolas
brillar, y llueve.
Si
estuvieras aquí para ver esta noche triste que silba alegre y notases tus botas
empapadas de dulces pero polvorientas lágrimas, igual la ciudad no te parecería
el mismo lugar. Quizá aquellas suicidas que se rompen con lo primero que
detenga su caída no te serían ninguna molestia; quizá te entristecería que tu
sonrisa fuera producto del sonido de su estallido; pero aunque su cuerpo y
sangre, de líquido transparente, se esparza por el suelo anochecido, nada
arrebatará la belleza de esos destellos que se precipitan entre las nocturnas
tinieblas.
Llueve.
Las sombras, mis sombras, se calan y llueve. Los árboles, brutales deformes, se
expanden lúgubres y el ruido, extinguido, guarda silencio en honor a los caídos.
Y llueve.
“Un
sillón. Alguien sentado. Mis pies avanzando. Y nadie. La oscuridad vuelve a
hacer invisible todo aquello que se encontraba tras ese mueble desconchado.
La
temperatura baja ante esas estrellas congeladas en el techo, puntos fijos pero
lejanos incrustados en un cielo falso, que tiritan; aunque no se sepa si es de
frío o por su tenue brillo.
Mis
dedos de madera, propios de una marioneta que sin su titiritero se queda
quieta, se congelan y cierran. Y una garra aferra mi muñeca.
Mis ojos
tiemblan, pero no me atrevo a ladear la cabeza. La extremidad proviene de aquél
trono deteriorado y sus uñas, irregulares, se me clavan para serrar mi carne.
Llenándose de una cálida sangre que supuestamente me pertenece.
Intento
moverme, pero mi cuerpo no responde y una segunda zarpa aferra mi puño cerrado,
el cual abre y, tras un susurro inteligible que mi mente apenas percibe, mis
dedos se parten como si fueran de una escultura de hielo viviente.
Observo
cómo los pedazos caen y se hunden. Una fisura se abre paso en mi brazo,
dividiéndolo según se alarga, y despedaza mi alma, dejando el cuerpo como una
sucia carcasa agrietada.
Y el
vacío y el dolor, y la oscuridad y el temor, y todo aquello que me tenía
atrapado se filtra dentro, penetrando por los huecos, rellenando con un
desierto vacuo, que arde con un fuego blanco y grisáceo desgastado, aquel nuevo
pero viejo espacio desocupado.
Y abro
unos ojos cerrados, consumidos, apagados, que contemplan, cansados, un reloj
descompuesto que resuena a lo lejos.”
Dan.
Quería llamarlo “Dan”. Así era como, en su cabeza, Elisabeth llamaba al
desconocido al cual llevaba acompañando desde hacía días, al desconocido que
acababa de entregarle una pequeña cajita que, al abrirse, producía una suave melodía.
Aunque no
supiera su nombre ya no tenía interés en averiguarlo después de que él, al saber
el suyo, le contestase que éstos en verdad no eran importantes. Pero ella
necesitaba llamarlo de alguna forma y esa opción le gustaba, aunque nunca fuera
a ser confesada.
“¿Quién
eres?”, llegó a preguntarle Elisabeth en una ocasión, justo cuando se
conocieron. Él la miró de reojo, contemplando su torso desnudo, y volvió la
vista al frente. Aquellos ojos oscuros, cargados de una tristeza oculta bajo un
manto de alegría e indiferencia, la habían hecho sentir más desnuda de lo que
ya estaba. Y eso no le gustaba. No por ella, sino por él, por miedo a lo que le
podría suceder.
La muchacha
alargó el brazo y, mientras vacilaba sobre si posar la mano en su hombro, sus
dedos lo rozaron. El joven se tensó por un momento y luego un suspiro, junto a
su rostro, cayó de sus labios. No volvieron a hablar sobre eso.
La
cajita de música seguía sonando, repiqueteando cada nota en su mecanismo. Y los
recuerdos se acumulaban. Como el de aquella puerta cerrada con candado que se
encontraba en una pared del carromato: él le dijo que ahí guardaba sus libros,
que era como un armario usado a modo de biblioteca, pero ella, desde fuera, no
había logrado apreciar que ahí cupiera realmente algo. O, antes de ese momento,
también estaba cuando cocinaron truchas escarlata en una fogata improvisada. No
importaba el tiempo que hubiera trascurrido entre un hecho y otro, todo se
mezclaba en su cabeza en orden cronológico. Hasta que la tapa de la cajita se
bajó y la música cesó.
Elisabeth
se quedó quieta. Sus manos todavía rodeaban aquel regalo, sin saber muy qué
hacer. Debía buscar unos papeles como Dan le dijo tras darle aquel pequeño
artilugio pero la melodía, que todavía resonaba en su cabeza, parecía pedirle
que la liberase. Así que abrió la tapa de nuevo con sus dedos temblorosos y,
tras cerrar los ojos, se sumió en aquel plácido sonido.
Elisabeth
hizo un último pliegue en el folio, tal y como él le había enseñado, y lanzó esa
especie de triángulo blanco al aire. El viento lo elevó y, debido al impulso,
no tardó en alcanzar al resto del grupo, que volaba por encima del agua de un
río perdido.
Él le
había enseñado que los deseos no debían pedirse en barquitos, pues las ninfas
líquidas los cogían, se los comían y nunca se cumplían. No, los deseos debían
escribirse en picos voladores para luego lanzarlos y que fuera el aire quien
decidiera si merecían hacerse realidad o, por el contrario, alimentar a esas
criaturas hambrientas.
La joven
estiró los brazos, bostezó y clavó sus ojos verdes en el azul cristalino
mientras seguía esperando.
Como
pequeñas joyas de cristal, los puntos donde los rayos del Sol se reflejaban
fascinaban a la muchacha. Él le explicó que, por cada brillo, había un deseo
incumplido. Un recuerdo centelleante de una petición que se convirtió en un anhelo
ahogado por el infortunio. Ella le preguntó si podían rescatarse, coger esos puntos
relucientes y liberarlos nuevamente. Él se rió, pero ella no le entendió. “Piensa
en las velas de un sepulcro, ¿no son acaso en memoria del difunto?”, le dijo, “¿Qué
crees que ocurriría si las quitásemos?”. Su respuesta fue el silencio, como
seguía siendo en su pensamiento.
Miró a
su alrededor. Hacía rato que se había quedado sola en aquel descampado.
Mientras que él había vuelto al carromato, ella se quedó pintando en
papeles que, más tarde, para practicar, lanzaría al aire. No podía pedir
demasiadas cosas o las consecuencias podrían ser realmente costosas. “Los deseos
a medida de bolsillo: algo ligero, útil y querido”, le comentó él ofreciéndole
una caja con distintos lápices tras hacer volar su pico de papel. Y ella siguió
el consejo, escribiendo sólo una frase que todavía surcaba el cielo.
El
hombre se sentó al borde del pequeño escenario adjunto a su carromato y miró a
quienes se había reunido a su alrededor. Parecía extrañado por el interés que
había generado, pero sabía que no debía desaprovecharlo.
–Y bien
–empezó a hablar–, ¿alguna vez han visto a las mariposas de fuego?
La
pregunta causó una pequeña conmoción. ¿Mariposas de fuego? Nadie sabía qué era
aquello. Pero las imágenes que empezaban a cobrar forma en las mentes de los
oyentes no eran ni mucho menos que formidables, en todos sus sentidos. Desde
bestias enormes devora-hombres hasta pequeños seres imperceptibles. El tipo
sonrió y, con un giro de muñeca que simulaba coger una manzana invisible en el
aire, chasqueó los dedos para captar la atención de los presentes.
–Bueno,
bueno –prosiguió–, me tomaré vuestro cuchicheo como un no. Cosa que es una
lástima, por cierto.
Encogió
los hombros, hizo una mueca con los labios y miró a un lado. Nadie dijo nada y
él permaneció en silencio. Segundos, minutos, hasta que una joven de ojos
verdes le preguntó:
–¿Qué
son las mariposas de fuego, buen señor?
El
desconocido sonrió otra vez y saltó al suelo impulsándose con sus manos. Miró a
la chiquilla y le respondió “¡Algo magnífico!”. Ella quería contestar, pero él
se puso el índice derecho en sus labios, torció la cabeza para indicarle que no
dijera nada y se acercó a ella para llevar el dedo a la boca de su
interlocutora. Pero antes de tocarla puso la mano izquierda junto a la diestra
y simuló un estallido agitando delicadamente sus dedos.
Sus
miradas se cruzaron. El forastero sonrió pícaro y la muchacha se ruborizó.
–Las
mariposas de fuego, las mariposas de fuego… –comenzó, como si dudase sobre si
contarlo o no–. ¡Ay, las mariposas de fuego! ¡Qué ser más bello! –Clavó sus
pupilas en el rubor de la joven de ojos verdes–. Si ustedes pudieran verlo… ¡Si
ustedes pudieran verlo…! Pero para eso he venido; para describírselo aunque no
me vea capaz de alcanzar su majestuosidad, aunque no me vea capaz de poder
describir cómo sus alas, bañadas en atardeceres, se baten grácilmente con
lentos movimientos, como si fueran pájaros que vuelan flemáticos, inalterables
por las prisas del tiempo o el viento.
Repasó
todos los semblantes, expectativos y llenos de un curioso entusiasmo, y
prosiguió:
–¡Explosiones
de colores! –Repitió el gesto de las manos, pero esta vez más exagerado, como
la gesticulación de su rostro. Algunos creyeron ver unas chispas saliendo de
sus palmas–. ¡Rojos amaneceres y chiribitas amarillas!, que brillan cuando
estos seres eclosionan de sus crisálidas antes de fundirse en una llama naranja
cuando sus alas son desplegadas. ¡Destellos de flamas recién avivadas! E
incluso –El hombre iba de aquí para allá, agachándose y mirando a cada persona
según narraba–, lumbres azules. Fuegos fatuos vivos, pues se tratan de los machos,
bien raros y poco conocidos. Que vuelan solitarios –Sus ojos volvieron a
encontrarse con aquellos que guardaban esmeraldas en su interior– hasta que una
hembra logra encontrarlos y, entonces –Cogió la mano de la chica para acercarla
a él–, se unen en un baile de aleteos donde, ambos, desatan todo el calor que guardan
en su interior formando un pequeño torbellino. –Hizo que la joven diera una
pirueta–. Un pequeño torbellino de ardientes tonalidades que no se trata de
otra cosa que la persecución del uno al otro al unísono rodeando una rama según
ascienden, con ella, al cielo antes de caer en picado –Soltó a la muchacha tras
levantarla y chasqueó los dedos– y, en un último estampido –El vestido estalló
en llamas con forma de mariposa–, depositar los huevos en aquel carboncillo que
han creado. Muriendo ipso facto.
Se hizo
el silencio de nuevo pero el extraño, en un ademán tierno, sonrió con la
intención de subir los ánimos. Luego levantó su brazo e hizo un medio círculo
extendiendo la mano abierta hacia las nubes, mirando también en esa dirección.
El Sol quedó oculto tras su palma y los rayos se colaron entre los huecos de
sus dedos, manchándole la tez de puntos relucientes.
–Desgraciadamente
–Su expresión pareció ensombrecerse cuando la silueta femenina se deshizo en polvo–, son inalcanzables. Como la luz del día,
se filtran por cualquier ranura para evitar su captura y, en el caso de que
alguien las atrape o las aplaste, desaparecen al convertirse en fina ceniza.
“El pomo
estaba helado y un escalofrío recorrió mi cuerpo, gritándome que no entrase, pero
antes de poder pensar con claridad mi mano giró el picaporte y la puerta se
abrió.
La
habitación estaba sumida en la oscuridad, como si ésta fuera el material de sus
paredes y muebles. Diminutas partículas de polvo bailaban frente a mis ojos en
el pequeño sendero lumínico que brindaba la ranura de la entrada. Intenté
atraparlas, como si pudieran retener la luz en la que se encontraban, pero las
manos me dolían, como si se estuvieran congelando debido al ambiente de ese lugar.
Inspiré,
con dificultades, y el vahó se escapó entre mis labios antes de seguir adentrándome.
Acaricié
los muebles convertidos en sombra, escuché mis pisadas que hacían crujir el
suelo y alcé la mirada al techo. Perlas diminutas centelleaban con un fuego
casi extinto, muriendo en aquel cielo pintado de noche.
Los
pasos seguían avante y mi cuerpo tropezó con un escritorio, tirando las cosas
al suelo. Clac, clac, clac. Mi mano
pulsó botones de una maquina de hierro al tantear sobre la mesa y luego tiró de
una cuerdecilla; la luz se hizo un momento, permitiéndome ver las hojas
esparcidas por el suelo (la mayoría en blanco, algunas de garabateadas y otras
llenas de palabras), y estalló.
Moví los
brazos intentando apartar los miles de puntos luminosos que aparecieron en la
habitación, pero era inútil; el flash me había cegado. Así que cerré los ojos y
noté cómo el lugar empequeñecía y empequeñecía, ahogándome.
No aguanté más y volví a abrir los párpados. Ahora mis pupilas parecían haberse adaptado a
aquella negrura. Distinguían las siluetas donde antes no había más que una nada
negra.
Pero la
puerta ya no se veía.
Un sudor
frío recorrió mi nuca, mi vello se erizó y las manos empezaron a temblar. Un
nerviosismo creciente se iba apoderando de mi interior, abriéndose paso hacia
el exterior según apartaba mis entrañas como un ser que excava con sus garras
para llegar a una superficie incierta pero deseada.
Un
pisotón en el suelo pareció detenerlo. Gruñendo.
Ladeé la
cabeza y dudé entre seguir adelante o buscar aquella puerta extraviada. Aunque,
más bien, fuera yo quien lo hubiera hecho. Vacilé en volver, pero lo desconocido
me llamaba y yo no podía ignorar sus reclamos silenciosos.”
Mi
cuerpo fue arrastrado ante el público. Mi rostro, desfigurado, mostrado pese a ocultarse
tras una máscara de magulladuras. Y mi cometido quedó ridiculizado. Pero quisieron
saberlo, la curiosidad les pudo y por eso preguntaron. “¿Por qué lo hiciste, idiota?”.
Corrupción,
asesinatos, putas, asesinatos, inmundicia, asesinatos, venganza, asesinatos, muerte,
asesinatos. Todo está lleno de asesinatos. Asesinatos físicos, morales y
psicológicos. Asesinos que clavan sus zarpas en lo más profundo de los
corazones, por muy honestos que sean, y los retuercen hasta hacerlos suyos o
despedazarlos.
Crímenes
de óxido seduciendo con su podredumbre. Crímenes de óxido consumiendo vidas con
sus fauces deformes. Crímenes crecientes que aumentan su tamaño como el enorme monstruo
de sombras que vive tras las personas.
¿Cómo
querían que no lo hiciera si lo que mis ojos veían no era otra cosa que el mundo
ardiendo en llamas negras, consumiéndose él mismo en una implosión de bestias
humanas? ¿Cómo querían que no lo hiciera si la justicia estaba ciega de lo
ebria que iba? ¿Cómo querían siquiera que viviera en un mundo de cadáveres
andantes que sobrevivían a base de devorar carne inocente?
Estupideces
de invidentes. Estupideces perturbadas de engendros dementes.
Mis
manos, manchadas de sangre oscura, disfrutaron de la purga. Mi alma se relamió
sus colmillos con cada vida no vivida que arrebató. Pero mi mente, mi
pensamiento, se ofuscó al ver cómo combatía al fuego con más fuego y solamente
lograba avivar aquel incendio.
Mi ánima
estaba tan desgarrada como su carcasa, sucia como aquellos infames, sucia como
aquellos seres despreciables que merecían la muerte. Y lloró. Lloró como un
niño abandonado implorando la redención según continuaba su labor.
Pero el
niño, bobo, estaba descompuesto. Y las hienas aprovecharon ese momento; se
abalanzaron como perros cobardes, mandando a los borrachos con uniformes.
El rojo
manchó las calles al brotar de diversos gaznates, los huesos quebraron como
troncos huecos y la rabia inundó las bocas de aquellos individuos consumidos.
Pero mi cuerpo no aguantó y cedió, recibiendo las punzadas y los golpes de
aquella jauría que perdió su rumbo y se extravió. Así que cerré los ojos y,
paciente, esperé entre convulsiones a que terminasen.
La baba
colgaba de mi labio partido, los ojos, que vagaban entre la silenciosa
muchedumbre, se centraron en quien habló y mis palabras salieron:
–Por
vosotros.
Una
carcajada rasgó aquella garganta ahogada, ignorando las miradas alzadas, y la
sentencia fue ejecutada.
Como
siempre que transcurría el ocaso, se asomó al balcón, pensativo. ¿Qué pasaría
por su mente mientras encendía su rutinario cigarrillo? ¿Quizá en los gritos de
su casa, tan habituales como los de aquellos domingos que antes pasaba en la
plaza? ¿O puede que en su antiguo trabajo, del cual le habían echado? Quién sabe.
Igual sólo miraba la oscuridad de la noche donde ni siquiera la luna se atrevía
a mostrarse, escondiéndose tras las nubes.
Una
cortina de humo salió de sus labios, difuminándole el rostro como una niebla
encargada de ocultar un malestar que se percibía en su dificultad por tragar
saliva. Su mano izquierda, cogida a la barandilla, apretaba con más fuerza
aquella barra metálica según daba caladas al cigarro. Pero dudó ante la última
y sus dedos se soltaron, cansados.
Su
meñique y anular derechos rodearon la baranda y su mirada, antes alzada al cielo,
bajó hasta perderse entre los huecos de los otros edificios, ensombrecidos por
las luces naranjas que parpadeaban en las calles y ventanas.
Un suspiro,
envuelto de humo, y unas pupilas mirando de reojo al lóbrego interior de su
domicilio.
El
cigarrillo acabó por consumirse solo y se deslizó entre sus dedos, resbalándole
para caer al vacío desde aquel quinto piso. Sus ojos, rápidos, lo observaron. Y,
por unos instantes, se iluminaron. Pero un tosido que le obligó a llevarse la
mano a la boca le distrajo.
Cenizas.
Cenizas todavía candentes en su palma. Y una mirada baja; su idea no le
serviría de nada. Se consumía, día tras día, para acabar convertido en una
cinérea colilla que en cualquier momento el tiempo pisaría. Así que cerró los
ojos y soltó la bruma que quedaba en su interior.
Sus
hombros cayeron, exhaustos, y con movimientos automáticos se dirigió a su sombrío
lecho, donde debería haberse quedado durmiendo hace mucho tiempo.
Las
gotas, como pedazos de un alma alquitranada por el tiempo que reventó ante un
viejo y continuo sufrimiento, caían frente a sus ojos, oscurecidos como el
temporal. La lluvia, guiada por el incesante viento, no dejaba de golpear la
ventana. Y aquel sonido le relajaba. Pero los suspiros que escapaban de sus
labios no eran de alivio, eran de cansancio.
Sus
parpadeos eran cada vez más lentos, más fatigados, e iban acorde con sus
inspiraciones. Meditaba con paciencia todo aquello que circulaba por su cabeza.
Pero sabía perfectamente que ninguna idea le haría cambiar de parecer; ya había
tomado una decisión y, en esa ocasión, ya no había vuelta atrás.
Había
vivido todo lo que debía vivir. O eso quería creer para no autocompadecerse
más; tenía suficiente con lo que los años le habían llevado a hacerlo ya. Y era
hora de enfrentarse a aquello de lo que había huido tanto tiempo, a aquello que
tanto había pospuesto con cualquier excusa sacada en el último momento.
Ya era
hora. Y no vacilaría.
Sus ojos
estaban cerrados, pensativos. Sus manos cruzadas, golpeándose los pulgares
rítmicamente. Y sus labios, resecos y agrietados por la edad, fueron relamidos
en un segundo por la punta de la lengua que guardaban en su interior.
No había
alternativa. Lo sabía.
Abrió los
párpados y observó su imagen en el cristal. El pelo blanquecino marcaba su
longevidad pero eran las arrugas, aquellas cicatrices del tiempo en su rostro,
las que definían su vida. Algunos pensarían que el sillón y el despacho
demostrarían unas expectativas cumplidas, pero sólo lo harían quienes no fueran
capaces de fijarse en aquel reflejo de mirada vacía. En aquellos ojos llenos de
experiencias y carencias, llenos de una oscuridad que, paradójicamente,
albergaba todo y nada. Un hueco repleto de sentimientos huecos a su vez.
Las
palmas, ancianas, acariciaron los reposabrazos en un pestañeo. Al siguiente,
raudas, colocaron una caja sobre la falda de su dueño. Tras un clic se levantó aquella tapa tallada con
delicadeza y los dedos de la mano derecha, ayudados de un elegante giro de
muñeca, cogieron su contenido. La cubierta se cerró. Y el arma descansó encima
de ella.
No
faltaba mucho para que cumpliera su cometido.
Otro
suspiro. Esta vez el definitivo. Y él era consciente de ello pues, cuando su
boca soltó todo el aire contenido, el cañón ya se había colocado en su sien.
Un
relámpago iluminó el cuerpo vencido. ¿Su reto? Haber vivido.
Le
habían pillado. Todo el mundo fue testigo de sus crímenes y, aun así, nadie se
atrevió a hacer nada. Ni siquiera cuando el portavoz de aquel tribunal de
fantasmas se levantó para dictar la sentencia absolutoria.
Tenía
las manos manchadas de sangre tan negra como su alma, tan oscura como aquellos
pensamientos que se desfiguraban en su retorcida mente enfermiza. Los
escenarios de sus delitos eran dignos de horror. Más de uno tuvo que apartar la
mirada un momento antes de poder continuar analizando aquello que se había
cometido entre cuatro simples paredes. O, al menos, cuando las había. Pues no
tenía lugar fijo para cometer sus fechorías: descampados, lagos, habitaciones,
coches e incluso ascensores o retretes públicos. El lugar le era indiferente, lo
importante era tener alguien con quien satisfacerse.
Y eso
era lo único que le bastaba.
Además,
originalidad no le faltaba. No le gustaba la monotonía, o eso parecía debido a
que su patrón era la ausencia de éste: degollamientos, mutilaciones, ahogos o
incluso torturas hasta que la víctima no aguantaba y perecía. Si es que no le
daba por hacerlo de forma rápida: un tiro o corte limpio y a por alguien nuevo.
Le
habían pillado, sí. Él mismo confesó haber sido autor de todo aquello. Él mismo
admitió que se encargó de planear con todo detalle cómo la señora Adam sería
ahorcada con sus propios intestinos. Incluso añadió que tenía una cuerda
preparada por si eso fallaba. Por no hablar de Otto, quien fue golpeado
repetidas veces con su propio bate hasta que se le partió el cráneo. Y tampoco
hay que olvidarse de Alana, con sus brillantes ojos azules, que fueron hundidos
en sus cuencas después de encontrar el cadáver de Vincent en el parque
municipal: un disparo en la sien y el cuerpo tirado en el estanque.
Pero el
que seguramente destaque sea el caso de Iván, que fue encontrado en lo alto de
un rascacielos con su cuerpo descarnado y fracturado de cintura a pies y sus
órganos envolviéndole el torso. Aunque tenía una sonrisa de oreja a oreja. O
eso podría decirse si se hubieran encontrado, pues a día de hoy siguen en
paradero desconocido. ¿La explicación de ese acto? Un encogimiento de hombros
acompañado de un “Cuando uno tiene recursos los aprovecha para
divertirse”.
Diversión.
¿Sería esa la motivación de aquel maniaco? Sólo él lo sabe de verdad. ¿Aunque sería
por eso que se libró? ¿Por enfermo? Lo dudo mucho pues, pese a todo lo ocurrido,
pese a todo lo hallado y descrito, nunca hubo ninguna prueba concluyente. Ni siquiera aquel manuscrito encuadernado donde eran relatados todos y cada uno de los
actos. Unas acciones que, en realidad, solamente sucedían dentro de esas líneas en las que
estaban escritas. Y en las cabezas de quienes las leían.
Su
cuerpo, que se ceñía al vestido blanco que transparentaba debido al agua,
estaba empapado a causa de la incesante lluvia. Pero eso no parecía
importunarla. Ella seguía dando vueltas y vueltas sobre sí misma, con la mirada
al cielo y su perlada sonrisa rasgando sus sonrojadas mejillas. Como si los
nubarrones en los que clavó las pupilas antes de cerrar los párpados fueran
rayos de luz, rayos de luz encargados de iluminarla y darle el calor necesario
para que el frío no la calara.
Los
pezones de aquellos pequeños y tiernos pechos se marcaban en la tela, su vientre hubiera parecido desnudo si no fuera por aquella ligera capa que tenía encima, que emulaba ser una malla translúcida, y sus pies descalzos se manchaban cada
vez más de fango al pisar los charcos que salpicaban sus elegantes muslos.
Erik
notaba cómo su pecho crepitaba ante aquella visión, pero se mantenía a una
distancia prudencial; no quería llamar la atención de la chica que bailaba bajo
la tormenta. No quería interrumpir aquella danza que lo hipnotizaba. Y por
ello se quedaba quieto, en el suelo, observando en el más completo silencio
cómo los pasos de la muchacha se movían entre aquellos espejos acuáticos antes
de ser rotos bajo su peso, fragmentándolos en mil gotas.
Debido a
la situación le costaba respirar con normalidad. Era por ello que el joven
debía coger bocanadas de aire a pesar de que el paladar le supiera a tierra. A tierra y
sangre.
El sabor
metálico descolocó su mente, pero lo ignoró, igual que cuando se pasó los dedos
bajo su nariz y los notó pringosos. El espectáculo lo tenía demasiado cautivo con sus
gráciles pasos.
Parpadeó
un momento y recordó el viento meciendo su cabello justo antes de poder ver el
primer relámpago a lo lejos. O eso le pareció por el trueno que retumbó a los pocos
segundos, un tronido tan potente que le ensordeció los oídos con un agudo e
insistente pitido.
Pero la
imagen de la muchacha mojada era lo único que le importaba. Pese a las siluetas
difusas que empezaron a correr frente a él, sombras borrosas entre las que
continuaba el baile.
Hasta
que notó sus brazos elevarse, como si una fuerza externa quisiera alzarle.
El
muchacho se removió; no quería ser descubierto. Pero le fue inútil resistirse, las manos que sujetaban sus extremidades lo levantaron mientras creía escuchar
cómo alguien le llamaba. Mas su mirada quedó fascinada en las delicadas
facciones de la chica, que lo miraba.
Los ojos
de ambos se cruzaron y aquella perlada sonrisa que rasgaba sus sonrojadas
mejillas se tornó cálida. Él, como pudo, también sonrió. Y una punzada le golpeó
el esternón. Creyó que era el corazón que, ardiendo, le fundía el torso para
correr a los húmedos brazos de aquel recuerdo manifestado en mitad del campo.
Pero antes de caer de nuevo al barro, el dolor que prosiguió al desconocido impacto
le hizo ver cómo aquel vestido, empapado, era borrado junto a la persona que lo
llevaba puesto. Desvaneciéndose la actuación sin que pudiera hacer nada para remediarlo, como
sus compañeros tampoco pudieron socorrerlo a él, pues el miliciano se había
sumado al resto de finados.
Su mano
se posó sobre mi hombro en un suave gesto. Aspiré aire despacio y lo solté con
la misma velocidad, ya había llegado la hora.
La
saliva raspó mi garganta seca y la penumbra fue cerniéndose sobre mí. Ladeé la
cabeza y ahí estaba: su larga túnica negra con una capucha que ensombrecía su apariencia
pero que, al estar solamente oculta hasta la mitad, permitía ver aquellos
dientes desgastados colocados en un cráneo sin labios.
Suspiré.
No hacía
falta que dijera nada, ambos sabíamos qué tocaba. Mas una duda crecía en mi
pecho. Y al final no pude evitar formularla:
–¿Por
qué llevas esa máscara?
La
presión del inicio se esfumó, me había soltado y parecía sorprendida.
¿Quizá no se lo esperaba?
–Déjame
ver tu cara –le dije clavando mis pupilas en la parte que su capuz cubría.
Dio unos
pasos hacia atrás y se apartó. El silencio invadió las tinieblas en las que
estábamos sumidos y mi respiración menguó. Me quedaría poco para irme con ella
o quedarme eternamente en ese paraje desconocido, en esa especie de limbo. Pero
aún así, necesitaba saberlo.
–¿Por
qué?
Su voz
era suave, melodiosa. Distinta por completo a como pudiera haberla imaginado:
áspera y ronca. Apagada, igual que la vida que con ella se llevaba.
Bajé la
vista.
–Quiero
verte.
Unos
segundos de indecisión. Unos segundos de total inacción. Como si el tiempo se
hubiera detenido incluso para nosotros mismos. Pero sus dedos, que dejaron de
ser falanges, se movieron lentamente hacia su barbilla para subirla y
permitirme ver su semblante que, pese a su lobreguez, era serio. Serio y bello.
Pálido como su imagen de huesos.
Nuestras
miradas se cruzaron. La mía llena de curiosidad. La suya llena de tristeza y
oscuridad. Sus ojos, negros azabache, contenían una desolación digna de hacer
perder la razón, de enloquecer a cualquiera que conociera la plenitud de los
secretos que parecían albergar, la abundancia de visiones que debieron soportar.
Y nunca
acababan. Eran como un pozo, un pozo sin fondo en el que morías antes de tocar
el suelo, pues el pánico era quien se encargaba de destruirte después del
sufrimiento.
–¿Por
qué? –le pregunté–, ¿por qué, pese a tu belleza, llevas ese disfraz?
Titubeó.
Sus mejillas, cadavéricas, se ruborizaron por un instante. Y su fina y pequeña boca
se abrió para hablar. Pero no dijo nada. ¿Qué me iba a explicar que no supiera
ya? ¿Qué me iba a decir más allá de que, cuando se es rechazada, tachada de
monstruosidad, con una hermana a la que parecen adorar, no se puede hacer otra
cosa que convertirse en aquello que se te otorga, mostrándote en esa horrible
forma?
Sabía la
respuesta. Y me la dijo sin palabras. Sólo con una sencilla mirada.
Sus ojos
se entristecieron, aún más si era posible. Pero yo no quería verla triste.
–Acércate
–le dije.
Y ella
se acercó.
Su pelo,
largo y oscuro como el firmamento, se deslizó por su delicado cuello en cuanto
se inclinó para aproximar su rostro al mío. Nos miramos con sosiego y, tras cerrar
nuestros párpados un momento, mis labios se fundieron con los suyos en un beso
lento.
Una
espesa neblina te fatiga en mitad de la oscuridad. Mueves los brazos de forma
lenta, perezosa, como si no tuvieras energía y tus párpados se niegan a abrirse
por completo. Zarandeas la cabeza con tal de aclararlo todo, pero lo único que
consigues es un repentino mareo. Y caes al suelo.
Tus
rodillas, clavadas en una invisible superficie, tiemblan, incapaces de sostener
el peso que aumenta en tus hombros. Te pones a cuatro patas y sientes cómo la
carga se dispersa por la espalda, creyendo que eso te permitirá soportarla. Pero
tu columna se quiebra y gritas.
Y las
lágrimas caen de unos ojos muertos para humedecer el negro terreno. Unos
flashes del exterior vienen ensuciados en bruno y contemplas a alguien aferrado
a sus piernas en un rincón, apartado, desconsolado. Llorando por motivos que no
comprendes hasta que, tras tu último chillido, mueres.
Caminas
en mitad de una negrura con una niebla que todo lo embadurna. No sabes qué
haces allí, pero según avanzas encuentras huellas dispersas. Un impulso
automático te lleva a seguirlas y, cuando terminan, encuentras un pequeño saco.
Pero algo te dice que no debes abrirlo. Así que sólo lo recoges para
llevártelo, pues el mismo instinto de antes te indica que así debes hacerlo.
Y
prosigues.
No hay
sendero, ni indicaciones. Solamente tinieblas y bruma. Sin embargo, tú
continúas.
Sonidos
momentáneos te hacen replantearte tus actos. Te giras, das vueltas. Pero no hay
nada nuevo. Y olvidas qué está ocurriendo. Hasta que un punto, que a lo lejos
centellea, te cautiva como si fuera una luciérnaga. Una luciérnaga que pretendes
atrapar para usarla como farol entre tus, ahora que las miras, agrietadas y
secas manos.
¿Cuánto llevas divagando?
Niegas
con la cabeza. No puedes distraerte. No puedes permitir volver a perderte. O
eso piensas mientras corres hacia aquella luz atrayente.
Te
detienes. Una cajita, pequeña y cuadrada, semienterrada por lo que parece polvo
y arena, es lo que destella. Te agachas y la curioseas. No sabes qué hace ahí, ni
de dónde ha salido. Pero, moviéndote por una curiosidad mecánica, la tocas con la
yema del dedo índice. Y una chispa, fosforescente, salta en forma de nube.
Antes de apagarse y fundirse con la calígine.
Y el
cubo deja de brillar.
Miedoso,
por lo que eso pueda acarrear, lo recoges y lo metes en aquel saco que olvidaste
hacía rato. Aunque no lo ves; sólo te llevas la mano al omóplato y la caja
desaparece. Como si nunca hubiera existido. Porque tampoco recuerdas qué ha sucedido.
Simplemente te encuentras perdido, sin saber qué rumbo tomar. Sin saber realmente
qué haces en aquel extraño y confuso lugar.
Y
caminas.
Caminas,
caminas y caminas.
Tus
piernas se cansan con el tiempo y tu cuerpo, que olvida sus actos nada más
guardar un cubo nuevo, falla por momentos. Y aún así persistes. Queriendo
averiguar qué es lo que ocurre, qué es lo que instintivamente sigues.
Los
hombros te pesan y los ojos se te cierran. Las fuerzas te fallan y la memoria
hace ya mucho que no te acompaña. Y crees que ya no queda ni hay nada. Mas una
intuición, un impulso que emerge de tu interior, te obliga a permanecer con la
labor. Como si te fuese la vida en ello.
A pesar
de que, en alguna ocasión, hayas visto de refilón un ligero reflejo en uno de
esos desconocidos poliedros. Viendo así un rostro esquelético, demacrado por el
agotamiento que conlleva el transcurso del tiempo. Oxidado por el abandono.
Pero a
los segundos esa imagen es omitida, como si nunca hubiera sido vista.
Y
vagabundeas.
Vagabundeas,
deambulas y yerras.
Hasta
que un día las rodillas te tiemblan, los párpados te pesan y sientes los
hombros abrumados, sobrecargados por un peso ajeno. Los miembros ceden y, al
final, desisten, derrumbándote.
Sientes
cómo la enigmática carga se dispersa por tu espalda y crees que eso te
permitirá soportarla. Pero tu columna se quiebra. Y gritas de desesperación y
dolor. Pidiendo auxilio. Un auxilio que nunca será recibido.
Y el
negro terreno se humedece con las lágrimas de unos ojos muertos.
Unos
flashes externos, sombríos y nauseabundos, invaden tu pensamiento. Y contemplas
cómo alguien, desconsolado y apartado, se aferra a sus piernas en un rincón.
Llorando por unos motivos que te son incomprensibles hasta que, antes de
chillar tu último alarido, levantas la vista al cielo y ves cómo un resplandor
se alza des del saco. Un resplandor de sonidos, imágenes, sensaciones y
sentimientos, de recuerdos desagradables que se apartaron para olvidarse. Pero
su peso, su lastre, se hizo demasiado cargante. Y estalló, rompiendo tu
intelecto y matando a tu guardián inconsciente. Quien, al poco, abrirá los ojos
de nuevo. Sin comprender qué está sucediendo.
Los ojos de Dante centelleaban de emoción ante el espectáculo nocturno que presenciaban: miles de puntos brillantes corrían por el cielo, fugaces y fugitivos del firmamento. La luna, en su blanco esplendor, se reflejaba en el cristal de la ventana e iluminaba su habitáculo. Pero un ruido a sus espaldas quitó al muchacho de su ensimismamiento. Su madre entró en el momento justo que volvió a tumbarse en su camastro y, con los ojos entrecerrados, observó cómo suspiraba antes de dirigirse al ventano y cerrarlo. La diversión había acabado.
Un golpe en el tejado hizo que Dante se despertase. Confuso, miró a su alrededor, cogió una de las cerillas que tenía en su mesita y prendió la mecha de la vela. No parecía haber nada raro, pero un nuevo sonido le extrañó e hizo que finalmente se levantase. Cogió la palmatoria y, tras vacilar unos segundos, salió a ese pasillo gobernado por el silencio. Sus padres parecían seguir durmiendo.
Negó con la cabeza y pensó que quizá todo era imaginado, que era un sueño. Por lo que decidió volver a su aposento, pero un tercer sonido seguido de un cuarto y un quinto acabaron por desvelarle tanto a él como a su curiosidad.
Caminó sigiloso por el corredizo y pasó por delante de las otras estancias hasta llegar a la escalera que daba a una pequeña lumbrera. Dejó la vela en una estantería y empezó a escalar, precavido con tal de no hacer ni el mínimo ruido. Abrió la claraboya y salió tras poner la vara que evitaba que se cerrara. Sus ojos, negros como la noche que se cernía sobre ellos, miraron al cielo. Pero no tenía ningún brillo, más allá del de la luna, que parecía entristecido. Frunció el ceño y miró al techo. “¿Piedras?”, pensó al verlas. “¿Cómo habrán llegado…?”. La respuesta no tardó en venir: como si granizase, diversos cantos que parecían arder caían desde los nubarrones, precipitándose al vacío para estrellarse contra el suelo y apagarse. El joven se maravilló con ese desconocido suceso pero, al alzar la vista de nuevo, su alegría fue sustituida por una mueca de preocupación: ¡las estrellas estaban cayendo!
Dante empezó a dar vueltas sobre sí mismo, contemplando esa bella pero horrenda visión. Pensaba que debía hacer algo, pero no sabía el qué. Y las rocas no tardaron en volver a caer sobre el tejado, cerrando la claraboya al golpear el palo que sostenía su marco.
En un intento desesperado de huida, el muchacho se lanzó por el lado del balcón. Pero sus pies desnudos resbalaron.
Sus manos se aferraron como pudieron a la barandilla y quedó colgando a unos cuantos metros del patio. Frente a él, una de las piedras que había caído todavía parecía refulgir. Todavía parecía albergar el fuego del firmamento en su interior. Y Dante quería ayudar, quería hacer que las estrellas volvieran a destellar. Por lo que la agarró, sin tener en cuenta que, nada más hacerlo, se precipitaría al suelo, cayendo de lado.
Un enorme dolor le penetró en el cráneo. Apenas sentía la pierna izquierda y el brazo del mismo lado lo tenía entumecido. La cabeza le daba vueltas, pero el pequeño tesoro que guardaba entre sus dedos le dio el vigor suficiente para incorporarse y encaminarse hacia el bosque que se extendía frente a él.
Cojeaba, pero eso no le importaba. Tenía que devolver aquel último aliento de estrella a su lugar. Por mucho que le pudiera costar. Así que siguió avanzando, a pesar de las punzadas que sentía por todo su cuerpo; prosiguió hacia la arboleda, temblando de frío y angustia, mientras dejaba un pequeño rastro rojizo que, gota a gota, caía de las puntas de los dedos del brazo que le había quedado inutilizado.
El muchacho se detuvo en el árbol más alto que recordaba haber trepado durante sus juegos. Respiraba con dificultad y sentía que los pulmones le iban a estallar. Un sudor gélido recorría todo su cuerpo y la vista se le nublaba por momentos. Pero debía continuar, debía seguir con tal de lograr su compromiso. Así que guardó la piedra en un bolsillo y agarró la primera rama con la mano derecha para impulsarse y empezar a ascender.
Primero la mano derecha y luego el pie de su respectivo lado, después ponía su sangradura zurda en algún tallo para usar ese brazo de gancho y se agarraba del muslo restante para poner la pierna izquierda en el primer sitio que viera. Pero según subía las ramas le arañaban en la cara y cuando debía impulsarse de un tirón con su brazo derecho, parte de su pijama se raspaba y se hería aún más la pierna inválida.
“No puedo seguir, no puedo…”, se repitió en un susurro cuando el dolor de sus forzadas axilas le empezó a martirizar. “No puedo…”, volvió a decirse al apoyar la cabeza en el tronco. Pero el fulgor de la luna, que entre las sombrías nubes iluminaba su demacrado rostro, le dio el ímpetu que necesitaba. Le recordó por qué luchaba. Así que se aferró a la siguiente rama y, yendo a trompicones y empujones, alcanzó la copa, se deslizó entre las hojas y alzó la vista hacia el solitario astro. Sacó el canto de su bolsillo y lo levantó al cielo en su palma abierta. Pero no sucedía nada. Y tampoco sabía qué hacer.
Se quedó quieto y los minutos pasaron. Se quedó quieto y el tiempo se le hizo eterno. Y las lágrimas se abrieron paso en sus cansados ojos.
Se cuestionó si todo había sido en vano, si su esfuerzo realmente había servido de algo. Y cerró los párpados, pero la rabia líquida seguía deslizándose por sus sucias mejillas malheridas.
Apretó con fuerza la roca brillante y, tras un pequeño “crack”, sintió que su cuerpo se paralizaba mientras el corazón se le subía a la garganta. “¿Qué he hecho…? ¿Qué he hecho…?”, se reiteraba en su mente, miedoso a abrir su puño. Pero lo hecho, hecho estaba y ya no podía hacer nada. Así que separó poco a poco los dedos y vio lo que su mano contenía: burda gravilla que ya no resplandecía.
Dante sintió su interior romperse en mil fragmentos, convertirse en aquella vulgar grava sin valor. Y todo por su culpa. Todo por su única y absoluta culpa.
Miró de nuevo a la luna e intentó disculparse como pudo, pero no tenía palabras; sus cuerdas vocales le fallaban y su mente parecía que no pensaba. Pese a ello, aquella a quien servía aparentó emitir un brillo distinto. Y, como si suspirase, una brisa sopló sobre su mano para hacer que aquel polvo, que asemejaba ser de diamantes entre las nubes, centellease según surcaba el aire.
Un destello en el firmamento iluminó su
mirada. Y Dante cerró los ojos. Sonrió en la comisura de sus labios resecos y,
notando cómo era acariciado por el viento, dejó caer su cuerpo exhausto. Pues,
al fin y al cabo, había logrado su cometido.
Llovía.
Las nubes de tormenta hacían más oscura esa noche sin estrellas y los faros del
coche apenas iluminaban dos palmos de ese asfalto cubierto por una densa y baja
niebla. La gotas que caían del cielo repiqueteaban contra los cristales, como si tuvieran por misión
romper el silencio, antes de ser dispersadas por el limpiaparabrisas y el viento. Y, poco a poco, la carretera se adentró de forma cada vez más zigzagueante en
el bosque de aquella montaña, obligándome a moderar la velocidad del auto.
Pero las ruedas resbalaron y el coche volcó.
Me golpeé
la cabeza con el volante y el aturdimiento hizo que todo me diera vueltas. Como
pude, me arrastré por la ventana rota y salí del vehículo accidentado. La
lluvia seguía cayendo, persistente, y el suelo se encontraba enfangado.
Desorientado,
me llevé la mano derecha donde noté que había recibido el golpe y miré mis dedos manchados de
rojo: sangraba por la frente. Pero eso era lo que menos me importaba en aquel
momento; la luna se había roto y el asiento del copiloto estaba vacío.
En un
intento de mantener el equilibrio, me incorporé lo más rápido que pude para
empezar a mirar hacia todas partes. Tenía que encontrarla. Tenía que saber dónde estaba. Tenía que socorrerla, ayudarla.
Mis ojos
buscaron desesperados en mitad de la negrura hasta que miré al árbol de enfrente, iluminado gracias al único faro que quedaba encendido de forma parpadeante, y vi su cuerpo tendido en el suelo. No dudé y, a pesar de la torpeza que
invadía mis movimientos, corrí hacia ella para echarme al barro y sostenerla
entre mis brazos.
–No me
abandones… –le dije abrazándola con fuerza–. Debes seguir aquí…, conmigo –las
palabras eran cada vez más difíciles de pronunciar debido al nudo que se formaba
en mi garganta–. L-lo solucionaré. Lo solucionaré todo… Pero aguanta, por
favor… Aguanta.
No
respondió.
La
apreté con fuerza contra mí. El frío y la humedad de su cuerpo manchado de
tierra y sangre me caló hasta los huesos antes de seguir hablando, entrecortado,
según la vista se me nublaba a causa de las lágrimas que empezaban a brotar de mis
ojos.
–No, no
te mueras –le repetía suplicante–. No, no lo hagas… Debes aguantar, debes
seguir aquí conmigo. ¡Debes…!
La voz
se me cortó de golpe, mis puños se aferraron a su húmeda ropa y, el aguante que
retuvo la impotencia de saber que no podría hacer nada con solo verla bajo el
árbol, se rompió en forma de llanto. Un llanto desesperado y desolado. Un
llanto que provocaba que abrazase con más ímpetu su cuerpo inerte, como si eso
fuera a solucionar algo. Un llanto que sabía perfectamente que todo era inútil.
Y ahí me
quedé: desconsolado y llorando en mitad de esa lluviosa oscuridad. Y, por
primera vez, totalmente solo, perdido y roto.
Otro
trago del alcohol agrio de esa copa barata me devolvió a la realidad. A ese
pozo apestado de almas rotas que pretendían reencontrar sus fragmentos en el
fondo de alguna botella. Botellas que pedían auxilio al vacío mientras su
contenido era vertido y consumido por bebedores que se ahogaban según eran
embriagados con su sabor; un sabor que se perdía entre las luces parpadeantes
del exterior, entre aquellos neones brillantes de colorido que cautivaban los
ojos rojos de los borrachos ahí reunidos y perdidos, como si buscasen
explicaciones a través de unas ventanas llenas de mugre que parecen burlarse de
la insistente lluvia que golpea su superficie.
Los
dedos juegan con un cigarrillo apagado a medio consumir. Lo desmontan poco a
poco y llenan la barra de su tabaco, dispersándolo como mis pensamientos. Unos
pensamientos que viajan de un lado para otro, divagando entre presente y recuerdo;
espacios temporales fusionados en uno en el momento justo que la garganta que
ardía se suaviza y fatiga a los párpados.
La
oscuridad de los ojos cerrados trae la música. Y la música trae la claridad; un
punto blanco que centellea y se incrementa en medio de las tinieblas mentales
antes de apagarse súbitamente.
Un peso
cálido en el hombro hace que gire la cabeza despacio para toparme con aquel
rostro de astutos ojos que se graba en las pupilas, que se clava en la
mente. Tan profundo que duele. Pero sus labios, acompañados de una guitarra de
fondo, detienen el dolor. Y mi mirada, aturdida, solamente ve borrosas luciérnagas
hechas con el fuego de las candelas antes de alarmarse por un cuello que siente
un ahogo repentino. Un sofoco producido por aquella boca que ha dado un sorbo automático al líquido adulterado.
Y la
realidad choca. Choca, colisiona y perfora. Destroza mi alcoholizada cabeza que
se consume como la cera de esas anheladas velas que ahora navegan en el pasado,
ardiendo con unas llamas que ondean a base de suspiros extraviados. Y contemplo
aquel cristal, ahora libre de licor. Titubeo, dudo, pero antes de que el
sollozo se abra paso, pido que rellenen de nuevo el vaso para dar otro trago.
–Pero
supongo que tarde o temprano debía ocurrir, nada es eterno.
–No
viniste al funeral.
–Me
surgió un imprevis…
–Julia
también tenía planes y los aplazó todos con tal de venir.
–Ella
siempre ha sentido debilidad por ti… –dijo a lo bajini, más para él mismo que
para Sam–. Lo sé. Me llamó al finalizar el funeral y me contó cómo fue.
–Silencioso.
–Lo sé.
–Andrew
lloró y se fue. Julia no lo detuvo.
–Sobre
eso me gustaría hablarte.
–¿Sobre
Andrew?
–Más
bien sobre todo lo que a ti respecta.
–¿A qué
te refieres?
–Julia
me llamó porque estaba preocupada por ti.
Sam alzó
la vista de la fotografía que sostenía entre sus manos para mirar a John, quien
para variar tenía parte del rostro oculto por la sombra de uno de sus sombreros.
¿Quizá quería esconder su dolor para que no se desmoronase?
–El
ataúd estaba vacío, Sam. Ben, al igual que Andrew, han sido siempre producto de
tu imaginación.
–¡Vosotros
los veíais!
–Éramos
críos. Te seguíamos el juego. Julia se ha preocupado porque opina que esto
empieza a ir demasiado…
–¡Mientes!
–Ya me
gustaría a mí estar mintiendo… Lo pasábamos bien.
–P-pero…
–Volvió a bajar la vista, sus ojos estaban llorosos.
–Shh…,
tranquilo. –Respiró hondo–. He traído conmigo a una persona. Puede ayudarte.
–¡No
necesito ayuda!
–Oh,
Samuel, cálmese por favor –dijo un tipo que acababa de entrar.
–Él es
el doctor Matthew.
–Usted
puede llamarme Matt, si así lo prefiere.
–Te
ayudará. Te llevará con él y…
–¿¡Q-quieres
ingresarme en un loquero!?
–No, no,
Sam. En absoluto. ¿Qué clase de amigo haría esto? Simplemente será hacerle unas
visitas, hablar con él de vez en cuando y ya está. Nada más.
–Exactamente.
Es parecido a quien hace recuperación por un hueso roto. No tiene ninguna
complicación, ya verá.
–¿Por
qué haces esto, John…?
–Por ti
–calló un momento–. Y por Julia.
Sam
tragó saliva. La verdad es que Julia parecía afectada en el funeral. ¿Sería por
él en lugar de Ben? La verdad es que recordaba haberla pillado mirándole mucho
esa mañana durante el entierro. Tenía lógica, pensó. Quizá sí era lo mejor.
Volvió a tragar saliva y dejó el marco encima de la cómoda.
–Por
Julia… –repitió Sam.
–Venga
por aquí. Le llevaré en mi coche para llegar antes.
Matthew le rodeó con su brazo y lo acercó a él para
ayudarle a caminar hasta la salida. John se quedó a solas y miró la fotografía.
En ella aparecían ellos tres: Sam, Julia y él. Junto a dos siluetas más: Ben y
Andrew.