“El pomo
estaba helado y un escalofrío recorrió mi cuerpo, gritándome que no entrase, pero
antes de poder pensar con claridad mi mano giró el picaporte y la puerta se
abrió.
La
habitación estaba sumida en la oscuridad, como si ésta fuera el material de sus
paredes y muebles. Diminutas partículas de polvo bailaban frente a mis ojos en
el pequeño sendero lumínico que brindaba la ranura de la entrada. Intenté
atraparlas, como si pudieran retener la luz en la que se encontraban, pero las
manos me dolían, como si se estuvieran congelando debido al ambiente de ese lugar.
Inspiré,
con dificultades, y el vahó se escapó entre mis labios antes de seguir adentrándome.
Acaricié
los muebles convertidos en sombra, escuché mis pisadas que hacían crujir el
suelo y alcé la mirada al techo. Perlas diminutas centelleaban con un fuego
casi extinto, muriendo en aquel cielo pintado de noche.
Los
pasos seguían avante y mi cuerpo tropezó con un escritorio, tirando las cosas
al suelo. Clac, clac, clac. Mi mano
pulsó botones de una maquina de hierro al tantear sobre la mesa y luego tiró de
una cuerdecilla; la luz se hizo un momento, permitiéndome ver las hojas
esparcidas por el suelo (la mayoría en blanco, algunas de garabateadas y otras
llenas de palabras), y estalló.
Moví los
brazos intentando apartar los miles de puntos luminosos que aparecieron en la
habitación, pero era inútil; el flash me había cegado. Así que cerré los ojos y
noté cómo el lugar empequeñecía y empequeñecía, ahogándome.
No aguanté más y volví a abrir los párpados. Ahora mis pupilas parecían haberse adaptado a
aquella negrura. Distinguían las siluetas donde antes no había más que una nada
negra.
Pero la
puerta ya no se veía.
Un sudor
frío recorrió mi nuca, mi vello se erizó y las manos empezaron a temblar. Un
nerviosismo creciente se iba apoderando de mi interior, abriéndose paso hacia
el exterior según apartaba mis entrañas como un ser que excava con sus garras
para llegar a una superficie incierta pero deseada.
Un
pisotón en el suelo pareció detenerlo. Gruñendo.
Ladeé la
cabeza y dudé entre seguir adelante o buscar aquella puerta extraviada. Aunque,
más bien, fuera yo quien lo hubiera hecho. Vacilé en volver, pero lo desconocido
me llamaba y yo no podía ignorar sus reclamos silenciosos.”
[1er Manuscrito
de “El vagamundos”]
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