Las
gotas, como pedazos de un alma alquitranada por el tiempo que reventó ante un
viejo y continuo sufrimiento, caían frente a sus ojos, oscurecidos como el
temporal. La lluvia, guiada por el incesante viento, no dejaba de golpear la
ventana. Y aquel sonido le relajaba. Pero los suspiros que escapaban de sus
labios no eran de alivio, eran de cansancio.
Sus
parpadeos eran cada vez más lentos, más fatigados, e iban acorde con sus
inspiraciones. Meditaba con paciencia todo aquello que circulaba por su cabeza.
Pero sabía perfectamente que ninguna idea le haría cambiar de parecer; ya había
tomado una decisión y, en esa ocasión, ya no había vuelta atrás.
Había
vivido todo lo que debía vivir. O eso quería creer para no autocompadecerse
más; tenía suficiente con lo que los años le habían llevado a hacerlo ya. Y era
hora de enfrentarse a aquello de lo que había huido tanto tiempo, a aquello que
tanto había pospuesto con cualquier excusa sacada en el último momento.
Ya era
hora. Y no vacilaría.
Sus ojos
estaban cerrados, pensativos. Sus manos cruzadas, golpeándose los pulgares
rítmicamente. Y sus labios, resecos y agrietados por la edad, fueron relamidos
en un segundo por la punta de la lengua que guardaban en su interior.
No había
alternativa. Lo sabía.
Abrió los
párpados y observó su imagen en el cristal. El pelo blanquecino marcaba su
longevidad pero eran las arrugas, aquellas cicatrices del tiempo en su rostro,
las que definían su vida. Algunos pensarían que el sillón y el despacho
demostrarían unas expectativas cumplidas, pero sólo lo harían quienes no fueran
capaces de fijarse en aquel reflejo de mirada vacía. En aquellos ojos llenos de
experiencias y carencias, llenos de una oscuridad que, paradójicamente,
albergaba todo y nada. Un hueco repleto de sentimientos huecos a su vez.
Las
palmas, ancianas, acariciaron los reposabrazos en un pestañeo. Al siguiente,
raudas, colocaron una caja sobre la falda de su dueño. Tras un clic se levantó aquella tapa tallada con
delicadeza y los dedos de la mano derecha, ayudados de un elegante giro de
muñeca, cogieron su contenido. La cubierta se cerró. Y el arma descansó encima
de ella.
No
faltaba mucho para que cumpliera su cometido.
Otro
suspiro. Esta vez el definitivo. Y él era consciente de ello pues, cuando su
boca soltó todo el aire contenido, el cañón ya se había colocado en su sien.
Un
relámpago iluminó el cuerpo vencido. ¿Su reto? Haber vivido.
Duele. Es increíble.
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