miércoles, 3 de septiembre de 2014

Vacío

Las gotas, como pedazos de un alma alquitranada por el tiempo que reventó ante un viejo y continuo sufrimiento, caían frente a sus ojos, oscurecidos como el temporal. La lluvia, guiada por el incesante viento, no dejaba de golpear la ventana. Y aquel sonido le relajaba. Pero los suspiros que escapaban de sus labios no eran de alivio, eran de cansancio.
Sus parpadeos eran cada vez más lentos, más fatigados, e iban acorde con sus inspiraciones. Meditaba con paciencia todo aquello que circulaba por su cabeza. Pero sabía perfectamente que ninguna idea le haría cambiar de parecer; ya había tomado una decisión y, en esa ocasión, ya no había vuelta atrás.
Había vivido todo lo que debía vivir. O eso quería creer para no autocompadecerse más; tenía suficiente con lo que los años le habían llevado a hacerlo ya. Y era hora de enfrentarse a aquello de lo que había huido tanto tiempo, a aquello que tanto había pospuesto con cualquier excusa sacada en el último momento.
Ya era hora. Y no vacilaría.
Sus ojos estaban cerrados, pensativos. Sus manos cruzadas, golpeándose los pulgares rítmicamente. Y sus labios, resecos y agrietados por la edad, fueron relamidos en un segundo por la punta de la lengua que guardaban en su interior.
No había alternativa. Lo sabía.
Abrió los párpados y observó su imagen en el cristal. El pelo blanquecino marcaba su longevidad pero eran las arrugas, aquellas cicatrices del tiempo en su rostro, las que definían su vida. Algunos pensarían que el sillón y el despacho demostrarían unas expectativas cumplidas, pero sólo lo harían quienes no fueran capaces de fijarse en aquel reflejo de mirada vacía. En aquellos ojos llenos de experiencias y carencias, llenos de una oscuridad que, paradójicamente, albergaba todo y nada. Un hueco repleto de sentimientos huecos a su vez.
Las palmas, ancianas, acariciaron los reposabrazos en un pestañeo. Al siguiente, raudas, colocaron una caja sobre la falda de su dueño. Tras un clic se levantó aquella tapa tallada con delicadeza y los dedos de la mano derecha, ayudados de un elegante giro de muñeca, cogieron su contenido. La cubierta se cerró. Y el arma descansó encima de ella.
No faltaba mucho para que cumpliera su cometido.
Otro suspiro. Esta vez el definitivo. Y él era consciente de ello pues, cuando su boca soltó todo el aire contenido, el cañón ya se había colocado en su sien.

Un relámpago iluminó el cuerpo vencido. ¿Su reto? Haber vivido.

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