domingo, 12 de octubre de 2014

Decadencia

Mi cuerpo fue arrastrado ante el público. Mi rostro, desfigurado, mostrado pese a ocultarse tras una máscara de magulladuras. Y mi cometido quedó ridiculizado. Pero quisieron saberlo, la curiosidad les pudo y por eso preguntaron. “¿Por qué lo hiciste, idiota?”.


Corrupción, asesinatos, putas, asesinatos, inmundicia, asesinatos, venganza, asesinatos, muerte, asesinatos. Todo está lleno de asesinatos. Asesinatos físicos, morales y psicológicos. Asesinos que clavan sus zarpas en lo más profundo de los corazones, por muy honestos que sean, y los retuercen hasta hacerlos suyos o despedazarlos.
Crímenes de óxido seduciendo con su podredumbre. Crímenes de óxido consumiendo vidas con sus fauces deformes. Crímenes crecientes que aumentan su tamaño como el enorme monstruo de sombras que vive tras las personas.
¿Cómo querían que no lo hiciera si lo que mis ojos veían no era otra cosa que el mundo ardiendo en llamas negras, consumiéndose él mismo en una implosión de bestias humanas? ¿Cómo querían que no lo hiciera si la justicia estaba ciega de lo ebria que iba? ¿Cómo querían siquiera que viviera en un mundo de cadáveres andantes que sobrevivían a base de devorar carne inocente?
Estupideces de invidentes. Estupideces perturbadas de engendros dementes.

Mis manos, manchadas de sangre oscura, disfrutaron de la purga. Mi alma se relamió sus colmillos con cada vida no vivida que arrebató. Pero mi mente, mi pensamiento, se ofuscó al ver cómo combatía al fuego con más fuego y solamente lograba avivar aquel incendio.
Mi ánima estaba tan desgarrada como su carcasa, sucia como aquellos infames, sucia como aquellos seres despreciables que merecían la muerte. Y lloró. Lloró como un niño abandonado implorando la redención según continuaba su labor.
Pero el niño, bobo, estaba descompuesto. Y las hienas aprovecharon ese momento; se abalanzaron como perros cobardes, mandando a los borrachos con uniformes.

El rojo manchó las calles al brotar de diversos gaznates, los huesos quebraron como troncos huecos y la rabia inundó las bocas de aquellos individuos consumidos. Pero mi cuerpo no aguantó y cedió, recibiendo las punzadas y los golpes de aquella jauría que perdió su rumbo y se extravió. Así que cerré los ojos y, paciente, esperé entre convulsiones a que terminasen.


La baba colgaba de mi labio partido, los ojos, que vagaban entre la silenciosa muchedumbre, se centraron en quien habló y mis palabras salieron:
–Por vosotros.
Una carcajada rasgó aquella garganta ahogada, ignorando las miradas alzadas, y la sentencia fue ejecutada.
Todo está lleno de asesinatos.

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