Llueve.
Mis hojas se mojan y llueve. Las calles, grises y húmedas, se encogen, las
luces, naranjas, iluminan las gotas que caen desde la oscuridad, haciéndolas
brillar, y llueve.
Si
estuvieras aquí para ver esta noche triste que silba alegre y notases tus botas
empapadas de dulces pero polvorientas lágrimas, igual la ciudad no te parecería
el mismo lugar. Quizá aquellas suicidas que se rompen con lo primero que
detenga su caída no te serían ninguna molestia; quizá te entristecería que tu
sonrisa fuera producto del sonido de su estallido; pero aunque su cuerpo y
sangre, de líquido transparente, se esparza por el suelo anochecido, nada
arrebatará la belleza de esos destellos que se precipitan entre las nocturnas
tinieblas.
Llueve.
Las sombras, mis sombras, se calan y llueve. Los árboles, brutales deformes, se
expanden lúgubres y el ruido, extinguido, guarda silencio en honor a los caídos.
Y llueve.
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