Su mano
se posó sobre mi hombro en un suave gesto. Aspiré aire despacio y lo solté con
la misma velocidad, ya había llegado la hora.
La
saliva raspó mi garganta seca y la penumbra fue cerniéndose sobre mí. Ladeé la
cabeza y ahí estaba: su larga túnica negra con una capucha que ensombrecía su apariencia
pero que, al estar solamente oculta hasta la mitad, permitía ver aquellos
dientes desgastados colocados en un cráneo sin labios.
Suspiré.
No hacía
falta que dijera nada, ambos sabíamos qué tocaba. Mas una duda crecía en mi
pecho. Y al final no pude evitar formularla:
–¿Por
qué llevas esa máscara?
La
presión del inicio se esfumó, me había soltado y parecía sorprendida.
¿Quizá no se lo esperaba?
–Déjame
ver tu cara –le dije clavando mis pupilas en la parte que su capuz cubría.
Dio unos
pasos hacia atrás y se apartó. El silencio invadió las tinieblas en las que
estábamos sumidos y mi respiración menguó. Me quedaría poco para irme con ella
o quedarme eternamente en ese paraje desconocido, en esa especie de limbo. Pero
aún así, necesitaba saberlo.
–¿Por
qué?
Su voz
era suave, melodiosa. Distinta por completo a como pudiera haberla imaginado:
áspera y ronca. Apagada, igual que la vida que con ella se llevaba.
Bajé la
vista.
–Quiero
verte.
Unos
segundos de indecisión. Unos segundos de total inacción. Como si el tiempo se
hubiera detenido incluso para nosotros mismos. Pero sus dedos, que dejaron de
ser falanges, se movieron lentamente hacia su barbilla para subirla y
permitirme ver su semblante que, pese a su lobreguez, era serio. Serio y bello.
Pálido como su imagen de huesos.
Nuestras
miradas se cruzaron. La mía llena de curiosidad. La suya llena de tristeza y
oscuridad. Sus ojos, negros azabache, contenían una desolación digna de hacer
perder la razón, de enloquecer a cualquiera que conociera la plenitud de los
secretos que parecían albergar, la abundancia de visiones que debieron soportar.
Y nunca
acababan. Eran como un pozo, un pozo sin fondo en el que morías antes de tocar
el suelo, pues el pánico era quien se encargaba de destruirte después del
sufrimiento.
–¿Por
qué? –le pregunté–, ¿por qué, pese a tu belleza, llevas ese disfraz?
Titubeó.
Sus mejillas, cadavéricas, se ruborizaron por un instante. Y su fina y pequeña boca
se abrió para hablar. Pero no dijo nada. ¿Qué me iba a explicar que no supiera
ya? ¿Qué me iba a decir más allá de que, cuando se es rechazada, tachada de
monstruosidad, con una hermana a la que parecen adorar, no se puede hacer otra
cosa que convertirse en aquello que se te otorga, mostrándote en esa horrible
forma?
Sabía la
respuesta. Y me la dijo sin palabras. Sólo con una sencilla mirada.
Sus ojos
se entristecieron, aún más si era posible. Pero yo no quería verla triste.
–Acércate
–le dije.
Y ella
se acercó.
Su pelo,
largo y oscuro como el firmamento, se deslizó por su delicado cuello en cuanto
se inclinó para aproximar su rostro al mío. Nos miramos con sosiego y, tras cerrar
nuestros párpados un momento, mis labios se fundieron con los suyos en un beso
lento.
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