Dan.
Quería llamarlo “Dan”. Así era como, en su cabeza, Elisabeth llamaba al
desconocido al cual llevaba acompañando desde hacía días, al desconocido que
acababa de entregarle una pequeña cajita que, al abrirse, producía una suave melodía.
Aunque no
supiera su nombre ya no tenía interés en averiguarlo después de que él, al saber
el suyo, le contestase que éstos en verdad no eran importantes. Pero ella
necesitaba llamarlo de alguna forma y esa opción le gustaba, aunque nunca fuera
a ser confesada.
“¿Quién
eres?”, llegó a preguntarle Elisabeth en una ocasión, justo cuando se
conocieron. Él la miró de reojo, contemplando su torso desnudo, y volvió la
vista al frente. Aquellos ojos oscuros, cargados de una tristeza oculta bajo un
manto de alegría e indiferencia, la habían hecho sentir más desnuda de lo que
ya estaba. Y eso no le gustaba. No por ella, sino por él, por miedo a lo que le
podría suceder.
La muchacha
alargó el brazo y, mientras vacilaba sobre si posar la mano en su hombro, sus
dedos lo rozaron. El joven se tensó por un momento y luego un suspiro, junto a
su rostro, cayó de sus labios. No volvieron a hablar sobre eso.
La
cajita de música seguía sonando, repiqueteando cada nota en su mecanismo. Y los
recuerdos se acumulaban. Como el de aquella puerta cerrada con candado que se
encontraba en una pared del carromato: él le dijo que ahí guardaba sus libros,
que era como un armario usado a modo de biblioteca, pero ella, desde fuera, no
había logrado apreciar que ahí cupiera realmente algo. O, antes de ese momento,
también estaba cuando cocinaron truchas escarlata en una fogata improvisada. No
importaba el tiempo que hubiera trascurrido entre un hecho y otro, todo se
mezclaba en su cabeza en orden cronológico. Hasta que la tapa de la cajita se
bajó y la música cesó.
Elisabeth
se quedó quieta. Sus manos todavía rodeaban aquel regalo, sin saber muy qué
hacer. Debía buscar unos papeles como Dan le dijo tras darle aquel pequeño
artilugio pero la melodía, que todavía resonaba en su cabeza, parecía pedirle
que la liberase. Así que abrió la tapa de nuevo con sus dedos temblorosos y,
tras cerrar los ojos, se sumió en aquel plácido sonido.
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