“Un
sillón. Alguien sentado. Mis pies avanzando. Y nadie. La oscuridad vuelve a
hacer invisible todo aquello que se encontraba tras ese mueble desconchado.
La
temperatura baja ante esas estrellas congeladas en el techo, puntos fijos pero
lejanos incrustados en un cielo falso, que tiritan; aunque no se sepa si es de
frío o por su tenue brillo.
Mis
dedos de madera, propios de una marioneta que sin su titiritero se queda
quieta, se congelan y cierran. Y una garra aferra mi muñeca.
Mis ojos
tiemblan, pero no me atrevo a ladear la cabeza. La extremidad proviene de aquél
trono deteriorado y sus uñas, irregulares, se me clavan para serrar mi carne.
Llenándose de una cálida sangre que supuestamente me pertenece.
Intento
moverme, pero mi cuerpo no responde y una segunda zarpa aferra mi puño cerrado,
el cual abre y, tras un susurro inteligible que mi mente apenas percibe, mis
dedos se parten como si fueran de una escultura de hielo viviente.
Observo
cómo los pedazos caen y se hunden. Una fisura se abre paso en mi brazo,
dividiéndolo según se alarga, y despedaza mi alma, dejando el cuerpo como una
sucia carcasa agrietada.
Y el
vacío y el dolor, y la oscuridad y el temor, y todo aquello que me tenía
atrapado se filtra dentro, penetrando por los huecos, rellenando con un
desierto vacuo, que arde con un fuego blanco y grisáceo desgastado, aquel nuevo
pero viejo espacio desocupado.
Y abro
unos ojos cerrados, consumidos, apagados, que contemplan, cansados, un reloj
descompuesto que resuena a lo lejos.”
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