Una
espesa neblina te fatiga en mitad de la oscuridad. Mueves los brazos de forma
lenta, perezosa, como si no tuvieras energía y tus párpados se niegan a abrirse
por completo. Zarandeas la cabeza con tal de aclararlo todo, pero lo único que
consigues es un repentino mareo. Y caes al suelo.
Tus
rodillas, clavadas en una invisible superficie, tiemblan, incapaces de sostener
el peso que aumenta en tus hombros. Te pones a cuatro patas y sientes cómo la
carga se dispersa por la espalda, creyendo que eso te permitirá soportarla. Pero
tu columna se quiebra y gritas.
Y las
lágrimas caen de unos ojos muertos para humedecer el negro terreno. Unos
flashes del exterior vienen ensuciados en bruno y contemplas a alguien aferrado
a sus piernas en un rincón, apartado, desconsolado. Llorando por motivos que no
comprendes hasta que, tras tu último chillido, mueres.
Caminas
en mitad de una negrura con una niebla que todo lo embadurna. No sabes qué
haces allí, pero según avanzas encuentras huellas dispersas. Un impulso
automático te lleva a seguirlas y, cuando terminan, encuentras un pequeño saco.
Pero algo te dice que no debes abrirlo. Así que sólo lo recoges para
llevártelo, pues el mismo instinto de antes te indica que así debes hacerlo.
Y
prosigues.
No hay
sendero, ni indicaciones. Solamente tinieblas y bruma. Sin embargo, tú
continúas.
Sonidos
momentáneos te hacen replantearte tus actos. Te giras, das vueltas. Pero no hay
nada nuevo. Y olvidas qué está ocurriendo. Hasta que un punto, que a lo lejos
centellea, te cautiva como si fuera una luciérnaga. Una luciérnaga que pretendes
atrapar para usarla como farol entre tus, ahora que las miras, agrietadas y
secas manos.
¿Cuánto llevas divagando?
Niegas
con la cabeza. No puedes distraerte. No puedes permitir volver a perderte. O
eso piensas mientras corres hacia aquella luz atrayente.
Te
detienes. Una cajita, pequeña y cuadrada, semienterrada por lo que parece polvo
y arena, es lo que destella. Te agachas y la curioseas. No sabes qué hace ahí, ni
de dónde ha salido. Pero, moviéndote por una curiosidad mecánica, la tocas con la
yema del dedo índice. Y una chispa, fosforescente, salta en forma de nube.
Antes de apagarse y fundirse con la calígine.
Y el
cubo deja de brillar.
Miedoso,
por lo que eso pueda acarrear, lo recoges y lo metes en aquel saco que olvidaste
hacía rato. Aunque no lo ves; sólo te llevas la mano al omóplato y la caja
desaparece. Como si nunca hubiera existido. Porque tampoco recuerdas qué ha sucedido.
Simplemente te encuentras perdido, sin saber qué rumbo tomar. Sin saber realmente
qué haces en aquel extraño y confuso lugar.
Y
caminas.
Caminas,
caminas y caminas.
Tus
piernas se cansan con el tiempo y tu cuerpo, que olvida sus actos nada más
guardar un cubo nuevo, falla por momentos. Y aún así persistes. Queriendo
averiguar qué es lo que ocurre, qué es lo que instintivamente sigues.
Los
hombros te pesan y los ojos se te cierran. Las fuerzas te fallan y la memoria
hace ya mucho que no te acompaña. Y crees que ya no queda ni hay nada. Mas una
intuición, un impulso que emerge de tu interior, te obliga a permanecer con la
labor. Como si te fuese la vida en ello.
A pesar
de que, en alguna ocasión, hayas visto de refilón un ligero reflejo en uno de
esos desconocidos poliedros. Viendo así un rostro esquelético, demacrado por el
agotamiento que conlleva el transcurso del tiempo. Oxidado por el abandono.
Pero a
los segundos esa imagen es omitida, como si nunca hubiera sido vista.
Y
vagabundeas.
Vagabundeas,
deambulas y yerras.
Hasta
que un día las rodillas te tiemblan, los párpados te pesan y sientes los
hombros abrumados, sobrecargados por un peso ajeno. Los miembros ceden y, al
final, desisten, derrumbándote.
Sientes
cómo la enigmática carga se dispersa por tu espalda y crees que eso te
permitirá soportarla. Pero tu columna se quiebra. Y gritas de desesperación y
dolor. Pidiendo auxilio. Un auxilio que nunca será recibido.
Y el
negro terreno se humedece con las lágrimas de unos ojos muertos.
Unos
flashes externos, sombríos y nauseabundos, invaden tu pensamiento. Y contemplas
cómo alguien, desconsolado y apartado, se aferra a sus piernas en un rincón.
Llorando por unos motivos que te son incomprensibles hasta que, antes de
chillar tu último alarido, levantas la vista al cielo y ves cómo un resplandor
se alza des del saco. Un resplandor de sonidos, imágenes, sensaciones y
sentimientos, de recuerdos desagradables que se apartaron para olvidarse. Pero
su peso, su lastre, se hizo demasiado cargante. Y estalló, rompiendo tu
intelecto y matando a tu guardián inconsciente. Quien, al poco, abrirá los ojos
de nuevo. Sin comprender qué está sucediendo.
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