¡Buenos días, queridos lectores! Hoy os traigo una parte de un sueño que he tenido esta misma noche y digo una parte porque en verdad está formado por diversas, pero eran como historias distintas cada una y, la verdad, es que ésta es la que más me ha gustado (pese a que había otra de un conejo que cocinaba y hacía ver que fumaba de una pipa). Así que espero que disfrutéis con la lectura de este sueño, pues hacía ya mucho que no subía ningún relato de este tipo.
El
paisaje se fundía y mezclaba a través de la ventana. Aún gracias se podía
apreciar lo que quedaba más lejos pero, cuando los árboles estaban demasiado
cerca, se fusionaban en una masa uniforme de color verde.
El
bosque y los prados empezaron a dar paso a las casas y más tarde a la zona
industrializada de la ciudad. El tren era rápido, más de lo que hubiera
esperado. Miré al asiento de delante, donde antes había un hombre con
gabardina, y observé una enorme bolsa deportiva que estaba entreabierta.
Algo
brilló en su interior y me fijé mejor. Eran unos ojos felinos, relucientes y
amenazantes con salir de esa bolsa en cualquier momento para lanzarse a mi pescuezo.
Noté
como empezaba a ponerme nervioso, hiperventilando, y golpeé con el codo al tipo
que tenía a mi lado. Éste me miró y yo le indiqué con la cabeza el equipaje de
enfrente. Al dirigir su mirada allí una mueca de terror también se reflejó en
su rostro, para luego mirarme como si buscase una solución.
Ambos
pensamos en lo mismo: cuando el tren se detuviese, cogeríamos la bolsa y la
lanzaríamos fuera por el lado que estuviera el andén, alejándonos de lo que
hubiera en su contenido que parecía atentar contra nuestras vidas. Pero cuando éste llegó a la siguiente estación vimos como iba por un carril central, haciendo
que no tuviéramos ningún lado con corredor.
-¿Y
ahora qué hacemos? –preguntó el tipo, nervioso, mirándome al ver que a la izquierda
teníamos otro tren y a la derecha una vía.
-Debemos
librarnos de eso…
Asintió
y no dudó un instante, tragó saliva y fue a por la mochila, la cogió y la tiró
por el lado del raíl justamente cuando llegaba un nuevo tren por ese lado,
pasando por encima de la bolsa y lo que hubiera en su interior.
Suspiramos
al unísono, aliviados, pero dentro de mí una parte se sentía mal. ¿Y si
habíamos matado a un ser inocente al que malinterpretamos su mirada? Aunque lo
hecho, hecho estaba. Lo único que podía hacer era intentar relajarme y no
pensar en ello hasta terminar con mi viaje.
Al rato
noté un bufido entre mis piernas, provocando que me levantase de inmediato y
mirase debajo del enorme asiento en el que me encontraba, ya que el tren se
separaba por bancos que iban de pared a pared con un pasillo en el centro del
tamaño justo de las puertas de cada sección. Pero lo que vi ahí me aceleró el
corazón. No era un niño travieso, ni siquiera un minino o un can que se hubiera
escapado. Nada de eso. Era un enorme tigre, un enorme y precioso tigre de Bengala.
Busqué
con la mirada a mi compañero, pero recordé que hacía poco había bajado a
una estación. Así que estaba solo en esa sección del tren marcada por dos
bancos. Y el resto de la gente seguía tan tranquila, ajena de lo que veía.
El tigre
me miró directamente a los ojos, provocándome un escalofrío en la espalda. No
sabía qué debía hacer, pero recordé que me quedaba algo de comida en un pequeño
macuto que llevaba. Lo abrí y saqué un pedazo de bizcocho, el cual rompí un
poco y le ofrecí al tigre acercando mi temblorosa palma.
Sus ojos
se clavaron en los míos, luego en mi mano y, cuando pensé que iba a
arrancármela de cuajo debido a su gigantesca boca abierta llena de afilados
dientes, dio un simple lametón que me empapó la mano de su caliente saliva
mientras él se comía el bizcocho.
Inmediatamente
se levantó y se acercó a mí, para empezar a acariciar su costado contra mis
piernas, como si se tratase de un gato mientras yo le acariciaba el torso, cada
vez más seguro y sonriente al ver lo afectivo que demostraba ser. Pero el miedo
y la inseguridad volvieron cuando escuché un rugido proveniente del estómago de
mi nuevo amigo.
Le fui
dando más cachitos de bizcocho, pero eso no parecía saciar su hambre. Rebusqué
en la mochila y sólo logré encontrar unas pocas galletas, cosa que para él no
sería nada. Era hora de concienciar a las otras personas de lo que pasaba.
Carraspeé
con fuerza y algunos de los presentes me miraron y, para mi asombro, no se sorprendieron
ni alarmaron por la presencia del tigre.
-Tiene
hambre… -dije, con cierto miedo- y yo no sé qué darle.
Una
señora de tez morena se levantó y se acercó, abriendo su bolso y sacando un bol
con un mejunje amarillo. “Natillas”, dijo sonriente. Yo cogí su ofrenda,
agradeciéndoselo, y rompí las galletas para añadirlas al cuenco.
Se lo
acerqué al tigre y este dio un único lametón. Luego me miró y me tensé al
momento, temiendo que no le gustase. Él simplemente sacó la lengua y yo le
entendí. “¡Sed! ¡También tiene sed!”,
saqué la botella de agua y eché un poco a las natillas, para luego dejar el
recipiente en el suelo y ver como el tigre empezaba a comer ansioso.
Ya poco
quedaba para llegar a mi destino y finalizar mi trayecto, así que me puse
frente a la puerta y el felino vino conmigo. El tren se detuvo y las puertas se
abrieron, de las cuales salimos ambos hacia la luz que de afuera.
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