Llovía.
Las nubes de tormenta hacían más oscura esa noche sin estrellas y los faros del
coche apenas iluminaban dos palmos de ese asfalto cubierto por una densa y baja
niebla. La gotas que caían del cielo repiqueteaban contra los cristales, como si tuvieran por misión
romper el silencio, antes de ser dispersadas por el limpiaparabrisas y el viento. Y, poco a poco, la carretera se adentró de forma cada vez más zigzagueante en
el bosque de aquella montaña, obligándome a moderar la velocidad del auto.
Pero las ruedas resbalaron y el coche volcó.
Me golpeé
la cabeza con el volante y el aturdimiento hizo que todo me diera vueltas. Como
pude, me arrastré por la ventana rota y salí del vehículo accidentado. La
lluvia seguía cayendo, persistente, y el suelo se encontraba enfangado.
Desorientado,
me llevé la mano derecha donde noté que había recibido el golpe y miré mis dedos manchados de
rojo: sangraba por la frente. Pero eso era lo que menos me importaba en aquel
momento; la luna se había roto y el asiento del copiloto estaba vacío.
En un
intento de mantener el equilibrio, me incorporé lo más rápido que pude para
empezar a mirar hacia todas partes. Tenía que encontrarla. Tenía que saber dónde estaba. Tenía que socorrerla, ayudarla.
Mis ojos
buscaron desesperados en mitad de la negrura hasta que miré al árbol de enfrente, iluminado gracias al único faro que quedaba encendido de forma parpadeante, y vi su cuerpo tendido en el suelo. No dudé y, a pesar de la torpeza que
invadía mis movimientos, corrí hacia ella para echarme al barro y sostenerla
entre mis brazos.
–No me
abandones… –le dije abrazándola con fuerza–. Debes seguir aquí…, conmigo –las
palabras eran cada vez más difíciles de pronunciar debido al nudo que se formaba
en mi garganta–. L-lo solucionaré. Lo solucionaré todo… Pero aguanta, por
favor… Aguanta.
No
respondió.
La
apreté con fuerza contra mí. El frío y la humedad de su cuerpo manchado de
tierra y sangre me caló hasta los huesos antes de seguir hablando, entrecortado,
según la vista se me nublaba a causa de las lágrimas que empezaban a brotar de mis
ojos.
–No, no
te mueras –le repetía suplicante–. No, no lo hagas… Debes aguantar, debes
seguir aquí conmigo. ¡Debes…!
La voz
se me cortó de golpe, mis puños se aferraron a su húmeda ropa y, el aguante que
retuvo la impotencia de saber que no podría hacer nada con solo verla bajo el
árbol, se rompió en forma de llanto. Un llanto desesperado y desolado. Un
llanto que provocaba que abrazase con más ímpetu su cuerpo inerte, como si eso
fuera a solucionar algo. Un llanto que sabía perfectamente que todo era inútil.
Y ahí me
quedé: desconsolado y llorando en mitad de esa lluviosa oscuridad. Y, por
primera vez, totalmente solo, perdido y roto.
(Relato leído por Elena)