Su
delicada y pequeña mano acarició con lentitud la frágil superficie,
recorriéndola de arriba abajo. El tacto era frío, su contorno quebradizo y el
material translucía. Como si se tratase de una gota de agua, una lágrima
perdida en una tierna mejilla.
Las
puntas de sus dedos no alcanzaron el final del recorrido; debía agacharse para
continuar, pero no se molestó. Ya conocía de sobra aquella figura.
Ladeó
levemente su cabeza, rozando con su puntiaguda barbilla la tela azul celeste de
su vestido, y admiró con tristeza sus diminutas alas de libélula, que, como
siempre, tenían un pequeño centelleo azul que brillaba cuando se movían. Además
de dejar un ligero polvo que parecía refulgir mientras caía. Pero sólo se trataba
de una mera ilusión; su polvo había acabado por desaparecer con el paso del
tiempo y ahora, lo único que veía, era un recuerdo revivido en su cabeza.
Una
sonrisa amarga se formó en la comisura de sus pequeños labios. El fulgor de sus
alitas se apagaba según pasaban los días. Aunque no tenía miedo, ya no tenía
miedo de lo que le pudiera ocurrir. Sabía a la perfección que tarde o temprano
llegaría esta fecha y, no sin resignación, se sentía preparada para ello.
Poco a
poco, como si estuviera en mitad de un ritual conocido únicamente por ella, se
sentó en el suelo y miró al frente. Clavó su ensombrecida mirada en un
desconocido horizonte y esperó en silencio. Un silencio en mitad de aquella
creciente oscuridad que le hacía divagar entre sus malas memorias.
Malparado
el día en que el viento la arrastró a ese lugar dominado por hombres de
extrañas actitudes, encontrándose con aquel que la apresaría. Aquel que la apresaría
para luego perderla, junto a su vida, en aquella tempestuosa tormenta marítima
sin llegar a liberarla antes de la desgracia y, de esta manera, condenándola. Condenándola
a hundirse junto al navío en las profundidades de aquel océano olvidado,
atrapada en esa pequeña botellita de cristal que apestaba a alcohol barato, hasta
que su vida, como su brillo, se apagase en un último hálito.
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