Abrir
las páginas en blanco, observándote impasibles. Notar su frialdad esperando ser
caldeada y alimentada con esas emociones que brotan de tu ser, transmitidas a
través de negra tinta que fluye como tu misma sangre, manchando hojas y hojas
con bellas letras que se comunican entre ellas, formando imágenes y sensaciones
que van más allá de aquellos folios insensibles, hambrientos de vocablos.
Sentir
un desorden mental, un caos de ideas que luchan entre ellas dentro de tu
cabeza. Alterándote por querer dominar esa situación, esa batalla perdida con
antelación, ese ajetreo que, si cobrase forma propia, fuera de tu mente, le agarrarías de las muñecas para ponerla contra la pared y acabar besándola
mientras sus piernas rodean tu cintura para tirarte al catre, colocándose
encima y siendo esa acumulación de pensamientos quien se pusiera dominante,
desvistiéndote y mostrando tu evidente desnudez. Exponiendo tus miedos y
anhelos. Exhibiéndote ante sus lujuriosos ojos, ansiosos de tus términos.
Cogiéndolos uno a uno y liquidándolos, comiéndoselos como quien abre una caja
de bombones y tira aquellos que no le gustan para zamparse sin piedad el resto,
delante de un atormentado hambriento.
Forcejeas
en una desesperada esperanza que se afana en dirigir aquel ente providente del
todo y la nada, de la negra oscuridad que todo alberga y nada muestra.
Queriendo ser tú esa vela que ilumina y disipa sus tinieblas, cogiendo palabras
e ideas como quien revisa una vieja biblioteca.
Pero te
golpea, te empuja, te ahoga y te folla. Agarrando tus manos para ponerlas en su
cintura, intentándote distraerte en ese placer literario de escupir sin
esculpir. Y es cuando finges el orgasmo, cuando engañas a ese amasijo
abstracto, cuando le dices haber terminado, que lo tiras a un lado y tú te pones encima. Pero no lo maltratas, no le haces daño a pesar de que él te haya
dejado desgarrado, sangrando caracteres rojamente entintados. Vocablos de
lascivia contenida que fueron liberados de manera impulsivamente impúdica.
No, no
le hieres. Incluso dejas que sus uñas, rabiosas, se claven en tu espalda para
acercar vuestras caras, turbias y borrosas, que parecen desvanecerse. Quedando
anónimas de nombre, pero conocidas de efigies. Amantes insoportables que se
odian a muerte pese a necesitarse, tolerándose en contadas ocasiones aunque se
disputen siempre el puesto dominante. Haciendo el amor a fuego lento, cociendo todo
con suaves y cautelosos movimientos, vigilando que el resultado sea preciso y
hermoso, procurando dejar apartada la vulgaridad, ocultándola nuevamente en la
oscuridad. En ese pozo sin fondo repleto de monstruos famélicos, insaciables y
roñosos. Atentos a todo con sus ojos peligrosos.
Y suspiras,
jadeas y ambos gemís. Rodeándoos mutuamente con vuestros brazos, ciñéndoos
hasta fundiros de nuevo para volver a ser un único ente de cuerpo y mente tras
haber arrancado parte de vuestra esencia y plasmarla en aquellas páginas, ahora
satisfechas.