Dos
siluetas, tendidas sobre la fresca hierba, húmeda por algunas gotas de rocío
que empiezan a posarse encima de ella. Un pequeño mantel a un lado, de fina
tela a cuadros rojos y blancos; apenas perceptibles bajo la escasa luz de la
luna y las estrellas.
Dos
manos, encajadas la una con la otra, sintiéndose como dos piezas de un puzle al
fin unidas. Pero con las miradas de sus dueños perdidas, extraviadas en la
infinidad del firmamento.
Un
reflejo, visto de soslayo, provoca que los ojos de él contemplen el blanquecino
rostro de la joven, iluminada con los rayos lunares, los cuales provocan que su
mirada centellee. Más incluso que el propio lago que a su mismo lado se
extiende.
Se le acerca,
tímidamente, mientras la muchacha aún fascinada, pareciendo por el cielo
hechizada, no se percata de cómo él, lentamente, aproxima ambos semblantes.
Hasta que finalmente, ella, como si de vuelta a la tierra cayera, mira a su lado
izquierdo, donde el rapazuelo.
Un
ligero rubor se asoma en su faz, pero no se aparta, no lo empuja, sólo cierra
su mirada. Esperando que el puzle de sus manos ocurra con sus labios. Disfrutando
del encaje, del tímido ajuste en forma de beso que hace que se deje caer
suavemente en el lienzo. Apegándose, el uno al otro. Concordando cada parte
según aumenta el contacto. Sin dudar, directo. Pero lentamente, disfrutando del
juego. Hasta que ella abre los ojos y suspira, observando arriba. Y él, en un
susurro, hace que vuelva a cerrar los párpados y goce. Disfrutando de aquel
sutil momento alejado de todo, cubiertos bajo el manto de luceros.
Nota: Éste es un texto escrito a mitades de 2013, aunque contiene algunos ligeros retoques para que quede más pulido. Por esta razón quizá se noten algunas diferencias con los relatos más actuales.
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