sábado, 29 de noviembre de 2014

Lúgubres pesadillas

Lúgubres pesadillas que me perseguís de día, ¿por qué no dejáis mi mente tranquila? Refugiaos en la noche, donde vuestra presencia es bien sabida (y en ocasiones hasta agradecida) y dejad el alba para la cordura (aunque ésta se ponga en duda). Retirad vuestras oscuras zarpas de mi alma, de mi persona, de mi cabeza trastocada, y dejadla libre para que se atormente, para que su desdicha aumente sin ser vosotras presentes y, de esta forma, vuestra tétrica noche parezca el suspiro de un dolor que alivie. Un sufrimiento en el cual me cobije como un cachorro perdido y huérfano que se cubre bajo el pelaje de su difunta madre.

Lúgubres pesadillas que me alcanzáis al atardecer, ¿por qué no esperáis a que desfallezca mi ser? Retiraos, pacientes, y haceos más fuertes con vuestra hambre creciente que yo vendré a inmolarme (como hago siempre que el Sol desaparece). Afilad vuestras negras garras y preparad la dentadura para ensangrentarla, pero permitidme disfrutar de la calma de esta tenue y última llama; ya os desahogaréis cuando sea apagada y se dé rienda suelta a vuestra matanza. Pues no hay por qué apremiar nada, mi suerte ya está echada.

Lúgubres pesadillas que me atrapáis en la oscuridad, ¿por qué me ocultáis de las estrellas? ¿Teméis que su brillo desvíe mi amor hacia ellas a pesar de su inalcanzable y lejana belleza? ¿Teméis que sea eso lo que mi ente desee? Pues desgarradme, abrid mi cuerpo, mi alma y mi mente y despedazadlo todo para devorarme. Aseguraos de que me quede con vosotras para siempre, que busque vuestro tormento cuando no seáis presentes y que, con ello, intensifique mi padecimiento al acompañarme únicamente un desconsuelo hueco de sentimientos no descompuestos.
Pero recordad, recordad que mi carcasa llora y grita entre sus grietas carcomidas. Y que esa armadura oxidada, que mi vacío guarda, no hará otra cosa que buscar ser salvada (para que sus cicatrices sean aliviadas) hasta que el abismo que en su interior alberga sea vuestro hogar permanente y así, finalmente, podáis engullirla y fundirla en vuestra noche perenne.

sábado, 22 de noviembre de 2014

Llueve

Llueve. Mis hojas se mojan y llueve. Las calles, grises y húmedas, se encogen, las luces, naranjas, iluminan las gotas que caen desde la oscuridad, haciéndolas brillar, y llueve.
Si estuvieras aquí para ver esta noche triste que silba alegre y notases tus botas empapadas de dulces pero polvorientas lágrimas, igual la ciudad no te parecería el mismo lugar. Quizá aquellas suicidas que se rompen con lo primero que detenga su caída no te serían ninguna molestia; quizá te entristecería que tu sonrisa fuera producto del sonido de su estallido; pero aunque su cuerpo y sangre, de líquido transparente, se esparza por el suelo anochecido, nada arrebatará la belleza de esos destellos que se precipitan entre las nocturnas tinieblas.
Llueve. Las sombras, mis sombras, se calan y llueve. Los árboles, brutales deformes, se expanden lúgubres y el ruido, extinguido, guarda silencio en honor a los caídos. Y llueve.

sábado, 15 de noviembre de 2014

Grietas

“Un sillón. Alguien sentado. Mis pies avanzando. Y nadie. La oscuridad vuelve a hacer invisible todo aquello que se encontraba tras ese mueble desconchado.
La temperatura baja ante esas estrellas congeladas en el techo, puntos fijos pero lejanos incrustados en un cielo falso, que tiritan; aunque no se sepa si es de frío o por su tenue brillo.
Mis dedos de madera, propios de una marioneta que sin su titiritero se queda quieta, se congelan y cierran. Y una garra aferra mi muñeca.
Mis ojos tiemblan, pero no me atrevo a ladear la cabeza. La extremidad proviene de aquél trono deteriorado y sus uñas, irregulares, se me clavan para serrar mi carne. Llenándose de una cálida sangre que supuestamente me pertenece.
Intento moverme, pero mi cuerpo no responde y una segunda zarpa aferra mi puño cerrado, el cual abre y, tras un susurro inteligible que mi mente apenas percibe, mis dedos se parten como si fueran de una escultura de hielo viviente.
Observo cómo los pedazos caen y se hunden. Una fisura se abre paso en mi brazo, dividiéndolo según se alarga, y despedaza mi alma, dejando el cuerpo como una sucia carcasa agrietada.
Y el vacío y el dolor, y la oscuridad y el temor, y todo aquello que me tenía atrapado se filtra dentro, penetrando por los huecos, rellenando con un desierto vacuo, que arde con un fuego blanco y grisáceo desgastado, aquel nuevo pero viejo espacio desocupado.
Y abro unos ojos cerrados, consumidos, apagados, que contemplan, cansados, un reloj descompuesto que resuena a lo lejos.”


[ Manuscrito de El vagamundos]

viernes, 7 de noviembre de 2014

Cajita de memoria

Dan. Quería llamarlo “Dan”. Así era como, en su cabeza, Elisabeth llamaba al desconocido al cual llevaba acompañando desde hacía días, al desconocido que acababa de entregarle una pequeña cajita que, al abrirse, producía una suave melodía.
Aunque no supiera su nombre ya no tenía interés en averiguarlo después de que él, al saber el suyo, le contestase que éstos en verdad no eran importantes. Pero ella necesitaba llamarlo de alguna forma y esa opción le gustaba, aunque nunca fuera a ser confesada.
“¿Quién eres?”, llegó a preguntarle Elisabeth en una ocasión, justo cuando se conocieron. Él la miró de reojo, contemplando su torso desnudo, y volvió la vista al frente. Aquellos ojos oscuros, cargados de una tristeza oculta bajo un manto de alegría e indiferencia, la habían hecho sentir más desnuda de lo que ya estaba. Y eso no le gustaba. No por ella, sino por él, por miedo a lo que le podría suceder.
La muchacha alargó el brazo y, mientras vacilaba sobre si posar la mano en su hombro, sus dedos lo rozaron. El joven se tensó por un momento y luego un suspiro, junto a su rostro, cayó de sus labios. No volvieron a hablar sobre eso.
La cajita de música seguía sonando, repiqueteando cada nota en su mecanismo. Y los recuerdos se acumulaban. Como el de aquella puerta cerrada con candado que se encontraba en una pared del carromato: él le dijo que ahí guardaba sus libros, que era como un armario usado a modo de biblioteca, pero ella, desde fuera, no había logrado apreciar que ahí cupiera realmente algo. O, antes de ese momento, también estaba cuando cocinaron truchas escarlata en una fogata improvisada. No importaba el tiempo que hubiera trascurrido entre un hecho y otro, todo se mezclaba en su cabeza en orden cronológico. Hasta que la tapa de la cajita se bajó y la música cesó.
Elisabeth se quedó quieta. Sus manos todavía rodeaban aquel regalo, sin saber muy qué hacer. Debía buscar unos papeles como Dan le dijo tras darle aquel pequeño artilugio pero la melodía, que todavía resonaba en su cabeza, parecía pedirle que la liberase. Así que abrió la tapa de nuevo con sus dedos temblorosos y, tras cerrar los ojos, se sumió en aquel plácido sonido.

[Cuento III de El vagamundos]