miércoles, 27 de agosto de 2014

Exculpado

Le habían pillado. Todo el mundo fue testigo de sus crímenes y, aun así, nadie se atrevió a hacer nada. Ni siquiera cuando el portavoz de aquel tribunal de fantasmas se levantó para dictar la sentencia absolutoria.
Tenía las manos manchadas de sangre tan negra como su alma, tan oscura como aquellos pensamientos que se desfiguraban en su retorcida mente enfermiza. Los escenarios de sus delitos eran dignos de horror. Más de uno tuvo que apartar la mirada un momento antes de poder continuar analizando aquello que se había cometido entre cuatro simples paredes. O, al menos, cuando las había. Pues no tenía lugar fijo para cometer sus fechorías: descampados, lagos, habitaciones, coches e incluso ascensores o retretes públicos. El lugar le era indiferente, lo importante era tener alguien con quien satisfacerse.
Y eso era lo único que le bastaba.
Además, originalidad no le faltaba. No le gustaba la monotonía, o eso parecía debido a que su patrón era la ausencia de éste: degollamientos, mutilaciones, ahogos o incluso torturas hasta que la víctima no aguantaba y perecía. Si es que no le daba por hacerlo de forma rápida: un tiro o corte limpio y a por alguien nuevo.
Le habían pillado, sí. Él mismo confesó haber sido autor de todo aquello. Él mismo admitió que se encargó de planear con todo detalle cómo la señora Adam sería ahorcada con sus propios intestinos. Incluso añadió que tenía una cuerda preparada por si eso fallaba. Por no hablar de Otto, quien fue golpeado repetidas veces con su propio bate hasta que se le partió el cráneo. Y tampoco hay que olvidarse de Alana, con sus brillantes ojos azules, que fueron hundidos en sus cuencas después de encontrar el cadáver de Vincent en el parque municipal: un disparo en la sien y el cuerpo tirado en el estanque.
Pero el que seguramente destaque sea el caso de Iván, que fue encontrado en lo alto de un rascacielos con su cuerpo descarnado y fracturado de cintura a pies y sus órganos envolviéndole el torso. Aunque tenía una sonrisa de oreja a oreja. O eso podría decirse si se hubieran encontrado, pues a día de hoy siguen en paradero desconocido. ¿La explicación de ese acto? Un encogimiento de hombros acompañado de un “Cuando uno tiene recursos los aprovecha para divertirse”.
Diversión. ¿Sería esa la motivación de aquel maniaco? Sólo él lo sabe de verdad. ¿Aunque sería por eso que se libró? ¿Por enfermo? Lo dudo mucho pues, pese a todo lo ocurrido, pese a todo lo hallado y descrito, nunca hubo ninguna prueba concluyente. Ni siquiera aquel manuscrito encuadernado donde eran relatados todos y cada uno de los actos. Unas acciones que, en realidad, solamente sucedían dentro de esas líneas en las que estaban escritas. Y en las cabezas de quienes las leían.

jueves, 21 de agosto de 2014

La chica que bailaba bajo la tormenta

Su cuerpo, que se ceñía al vestido blanco que transparentaba debido al agua, estaba empapado a causa de la incesante lluvia. Pero eso no parecía importunarla. Ella seguía dando vueltas y vueltas sobre sí misma, con la mirada al cielo y su perlada sonrisa rasgando sus sonrojadas mejillas. Como si los nubarrones en los que clavó las pupilas antes de cerrar los párpados fueran rayos de luz, rayos de luz encargados de iluminarla y darle el calor necesario para que el frío no la calara.
Los pezones de aquellos pequeños y tiernos pechos se marcaban en la tela, su vientre hubiera parecido desnudo si no fuera por aquella ligera capa que tenía encima, que emulaba ser una malla translúcida, y sus pies descalzos se manchaban cada vez más de fango al pisar los charcos que salpicaban sus elegantes muslos.
Erik notaba cómo su pecho crepitaba ante aquella visión, pero se mantenía a una distancia prudencial; no quería llamar la atención de la chica que bailaba bajo la tormenta. No quería interrumpir aquella danza que lo hipnotizaba. Y por ello se quedaba quieto, en el suelo, observando en el más completo silencio cómo los pasos de la muchacha se movían entre aquellos espejos acuáticos antes de ser rotos bajo su peso, fragmentándolos en mil gotas.
Debido a la situación le costaba respirar con normalidad. Era por ello que el joven debía coger bocanadas de aire a pesar de que el paladar le supiera a tierra. A tierra y sangre.
El sabor metálico descolocó su mente, pero lo ignoró, igual que cuando se pasó los dedos bajo su nariz y los notó pringosos. El espectáculo lo tenía demasiado cautivo con sus gráciles pasos.
Parpadeó un momento y recordó el viento meciendo su cabello justo antes de poder ver el primer relámpago a lo lejos. O eso le pareció por el trueno que retumbó a los pocos segundos, un tronido tan potente que le ensordeció los oídos con un agudo e insistente pitido.
Pero la imagen de la muchacha mojada era lo único que le importaba. Pese a las siluetas difusas que empezaron a correr frente a él, sombras borrosas entre las que continuaba el baile.
Hasta que notó sus brazos elevarse, como si una fuerza externa quisiera alzarle.
El muchacho se removió; no quería ser descubierto. Pero le fue inútil resistirse, las manos que sujetaban sus extremidades lo levantaron mientras creía escuchar cómo alguien le llamaba. Mas su mirada quedó fascinada en las delicadas facciones de la chica, que lo miraba.
Los ojos de ambos se cruzaron y aquella perlada sonrisa que rasgaba sus sonrojadas mejillas se tornó cálida. Él, como pudo, también sonrió. Y una punzada le golpeó el esternón. Creyó que era el corazón que, ardiendo, le fundía el torso para correr a los húmedos brazos de aquel recuerdo manifestado en mitad del campo. Pero antes de caer de nuevo al barro, el dolor que prosiguió al desconocido impacto le hizo ver cómo aquel vestido, empapado, era borrado junto a la persona que lo llevaba puesto. Desvaneciéndose la actuación sin que pudiera hacer nada para remediarlo, como sus compañeros tampoco pudieron socorrerlo a él, pues el miliciano se había sumado al resto de finados.

domingo, 17 de agosto de 2014

Una última ojeada

Su mano se posó sobre mi hombro en un suave gesto. Aspiré aire despacio y lo solté con la misma velocidad, ya había llegado la hora.
La saliva raspó mi garganta seca y la penumbra fue cerniéndose sobre mí. Ladeé la cabeza y ahí estaba: su larga túnica negra con una capucha que ensombrecía su apariencia pero que, al estar solamente oculta hasta la mitad, permitía ver aquellos dientes desgastados colocados en un cráneo sin labios.
Suspiré.
No hacía falta que dijera nada, ambos sabíamos qué tocaba. Mas una duda crecía en mi pecho. Y al final no pude evitar formularla:
–¿Por qué llevas esa máscara?
La presión del inicio se esfumó, me había soltado y parecía sorprendida. ¿Quizá no se lo esperaba?
–Déjame ver tu cara –le dije clavando mis pupilas en la parte que su capuz cubría.
Dio unos pasos hacia atrás y se apartó. El silencio invadió las tinieblas en las que estábamos sumidos y mi respiración menguó. Me quedaría poco para irme con ella o quedarme eternamente en ese paraje desconocido, en esa especie de limbo. Pero aún así, necesitaba saberlo.
–¿Por qué?
Su voz era suave, melodiosa. Distinta por completo a como pudiera haberla imaginado: áspera y ronca. Apagada, igual que la vida que con ella se llevaba.
Bajé la vista.
–Quiero verte.
Unos segundos de indecisión. Unos segundos de total inacción. Como si el tiempo se hubiera detenido incluso para nosotros mismos. Pero sus dedos, que dejaron de ser falanges, se movieron lentamente hacia su barbilla para subirla y permitirme ver su semblante que, pese a su lobreguez, era serio. Serio y bello. Pálido como su imagen de huesos.
Nuestras miradas se cruzaron. La mía llena de curiosidad. La suya llena de tristeza y oscuridad. Sus ojos, negros azabache, contenían una desolación digna de hacer perder la razón, de enloquecer a cualquiera que conociera la plenitud de los secretos que parecían albergar, la abundancia de visiones que debieron soportar.
Y nunca acababan. Eran como un pozo, un pozo sin fondo en el que morías antes de tocar el suelo, pues el pánico era quien se encargaba de destruirte después del sufrimiento.
–¿Por qué? –le pregunté–, ¿por qué, pese a tu belleza, llevas ese disfraz?
Titubeó. Sus mejillas, cadavéricas, se ruborizaron por un instante. Y su fina y pequeña boca se abrió para hablar. Pero no dijo nada. ¿Qué me iba a explicar que no supiera ya? ¿Qué me iba a decir más allá de que, cuando se es rechazada, tachada de monstruosidad, con una hermana a la que parecen adorar, no se puede hacer otra cosa que convertirse en aquello que se te otorga, mostrándote en esa horrible forma?
Sabía la respuesta. Y me la dijo sin palabras. Sólo con una sencilla mirada.
Sus ojos se entristecieron, aún más si era posible. Pero yo no quería verla triste.
–Acércate –le dije.
Y ella se acercó.
Su pelo, largo y oscuro como el firmamento, se deslizó por su delicado cuello en cuanto se inclinó para aproximar su rostro al mío. Nos miramos con sosiego y, tras cerrar nuestros párpados un momento, mis labios se fundieron con los suyos en un beso lento.

jueves, 7 de agosto de 2014

Fragmentos

Una espesa neblina te fatiga en mitad de la oscuridad. Mueves los brazos de forma lenta, perezosa, como si no tuvieras energía y tus párpados se niegan a abrirse por completo. Zarandeas la cabeza con tal de aclararlo todo, pero lo único que consigues es un repentino mareo. Y caes al suelo.
Tus rodillas, clavadas en una invisible superficie, tiemblan, incapaces de sostener el peso que aumenta en tus hombros. Te pones a cuatro patas y sientes cómo la carga se dispersa por la espalda, creyendo que eso te permitirá soportarla. Pero tu columna se quiebra y gritas.
Y las lágrimas caen de unos ojos muertos para humedecer el negro terreno. Unos flashes del exterior vienen ensuciados en bruno y contemplas a alguien aferrado a sus piernas en un rincón, apartado, desconsolado. Llorando por motivos que no comprendes hasta que, tras tu último chillido, mueres.

Caminas en mitad de una negrura con una niebla que todo lo embadurna. No sabes qué haces allí, pero según avanzas encuentras huellas dispersas. Un impulso automático te lleva a seguirlas y, cuando terminan, encuentras un pequeño saco. Pero algo te dice que no debes abrirlo. Así que sólo lo recoges para llevártelo, pues el mismo instinto de antes te indica que así debes hacerlo.
Y prosigues.
No hay sendero, ni indicaciones. Solamente tinieblas y bruma. Sin embargo, tú continúas.
Sonidos momentáneos te hacen replantearte tus actos. Te giras, das vueltas. Pero no hay nada nuevo. Y olvidas qué está ocurriendo. Hasta que un punto, que a lo lejos centellea, te cautiva como si fuera una luciérnaga. Una luciérnaga que pretendes atrapar para usarla como farol entre tus, ahora que las miras, agrietadas y secas manos.
¿Cuánto llevas divagando?
Niegas con la cabeza. No puedes distraerte. No puedes permitir volver a perderte. O eso piensas mientras corres hacia aquella luz atrayente.
Te detienes. Una cajita, pequeña y cuadrada, semienterrada por lo que parece polvo y arena, es lo que destella. Te agachas y la curioseas. No sabes qué hace ahí, ni de dónde ha salido. Pero, moviéndote por una curiosidad mecánica, la tocas con la yema del dedo índice. Y una chispa, fosforescente, salta en forma de nube. Antes de apagarse y fundirse con la calígine.
Y el cubo deja de brillar.
Miedoso, por lo que eso pueda acarrear, lo recoges y lo metes en aquel saco que olvidaste hacía rato. Aunque no lo ves; sólo te llevas la mano al omóplato y la caja desaparece. Como si nunca hubiera existido. Porque tampoco recuerdas qué ha sucedido. Simplemente te encuentras perdido, sin saber qué rumbo tomar. Sin saber realmente qué haces en aquel extraño y confuso lugar.
Y caminas.
Caminas, caminas y caminas.
Tus piernas se cansan con el tiempo y tu cuerpo, que olvida sus actos nada más guardar un cubo nuevo, falla por momentos. Y aún así persistes. Queriendo averiguar qué es lo que ocurre, qué es lo que instintivamente sigues.
Los hombros te pesan y los ojos se te cierran. Las fuerzas te fallan y la memoria hace ya mucho que no te acompaña. Y crees que ya no queda ni hay nada. Mas una intuición, un impulso que emerge de tu interior, te obliga a permanecer con la labor. Como si te fuese la vida en ello.
A pesar de que, en alguna ocasión, hayas visto de refilón un ligero reflejo en uno de esos desconocidos poliedros. Viendo así un rostro esquelético, demacrado por el agotamiento que conlleva el transcurso del tiempo. Oxidado por el abandono.
Pero a los segundos esa imagen es omitida, como si nunca hubiera sido vista.
Y vagabundeas.
Vagabundeas, deambulas y yerras.
Hasta que un día las rodillas te tiemblan, los párpados te pesan y sientes los hombros abrumados, sobrecargados por un peso ajeno. Los miembros ceden y, al final, desisten, derrumbándote.
Sientes cómo la enigmática carga se dispersa por tu espalda y crees que eso te permitirá soportarla. Pero tu columna se quiebra. Y gritas de desesperación y dolor. Pidiendo auxilio. Un auxilio que nunca será recibido.
Y el negro terreno se humedece con las lágrimas de unos ojos muertos.
Unos flashes externos, sombríos y nauseabundos, invaden tu pensamiento. Y contemplas cómo alguien, desconsolado y apartado, se aferra a sus piernas en un rincón. Llorando por unos motivos que te son incomprensibles hasta que, antes de chillar tu último alarido, levantas la vista al cielo y ves cómo un resplandor se alza des del saco. Un resplandor de sonidos, imágenes, sensaciones y sentimientos, de recuerdos desagradables que se apartaron para olvidarse. Pero su peso, su lastre, se hizo demasiado cargante. Y estalló, rompiendo tu intelecto y matando a tu guardián inconsciente. Quien, al poco, abrirá los ojos de nuevo. Sin comprender qué está sucediendo.



domingo, 3 de agosto de 2014

Cometido nocturno

Los ojos de Dante centelleaban de emoción ante el espectáculo nocturno que presenciaban: miles de puntos brillantes corrían por el cielo, fugaces y fugitivos del firmamento. La luna, en su blanco esplendor, se reflejaba en el cristal de la ventana e iluminaba su habitáculo. Pero un ruido a sus espaldas quitó al muchacho de su ensimismamiento. Su madre entró en el momento justo que volvió a tumbarse en su camastro y, con los ojos entrecerrados, observó cómo suspiraba antes de dirigirse al ventano y cerrarlo. La diversión había acabado.

Un golpe en el tejado hizo que Dante se despertase. Confuso, miró a su alrededor, cogió una de las cerillas que tenía en su mesita y prendió la mecha de la vela. No parecía haber nada raro, pero un nuevo sonido le extrañó e hizo que finalmente se levantase. Cogió la palmatoria y, tras vacilar unos segundos, salió a ese pasillo gobernado por el silencio. Sus padres parecían seguir durmiendo.
Negó con la cabeza y pensó que quizá todo era imaginado, que era un sueño. Por lo que decidió volver a su aposento, pero un tercer sonido seguido de un cuarto y un quinto acabaron por desvelarle tanto a él como a su curiosidad.
Caminó sigiloso por el corredizo y pasó por delante de las otras estancias hasta llegar a la escalera que daba a una pequeña lumbrera. Dejó la vela en una estantería y empezó a escalar, precavido con tal de no hacer ni el mínimo ruido. Abrió la claraboya y salió tras poner la vara que evitaba que se cerrara. Sus ojos, negros como la noche que se cernía sobre ellos, miraron al cielo. Pero no tenía ningún brillo, más allá del de la luna, que parecía entristecido. Frunció el ceño y miró al techo. “¿Piedras?”, pensó al verlas. “¿Cómo habrán llegado…?”. La respuesta no tardó en venir: como si granizase, diversos cantos que parecían arder caían desde los nubarrones, precipitándose al vacío para estrellarse contra el suelo y apagarse. El joven se maravilló con ese desconocido suceso pero, al alzar la vista de nuevo, su alegría fue sustituida por una mueca de preocupación: ¡las estrellas estaban cayendo!
Dante empezó a dar vueltas sobre sí mismo, contemplando esa bella pero horrenda visión. Pensaba que debía hacer algo, pero no sabía el qué. Y las rocas no tardaron en volver a caer sobre el tejado, cerrando la claraboya al golpear el palo que sostenía su marco.
En un intento desesperado de huida, el muchacho se lanzó por el lado del balcón. Pero sus pies desnudos resbalaron.
Sus manos se aferraron como pudieron a la barandilla y quedó colgando a unos cuantos metros del patio. Frente a él, una de las piedras que había caído todavía parecía refulgir. Todavía parecía albergar el fuego del firmamento en su interior. Y Dante quería ayudar, quería hacer que las estrellas volvieran a destellar. Por lo que la agarró, sin tener en cuenta que, nada más hacerlo, se precipitaría al suelo, cayendo de lado.
Un enorme dolor le penetró en el cráneo. Apenas sentía la pierna izquierda y el brazo del mismo lado lo tenía entumecido. La cabeza le daba vueltas, pero el pequeño tesoro que guardaba entre sus dedos le dio el vigor suficiente para incorporarse y encaminarse hacia el bosque que se extendía frente a él.
Cojeaba, pero eso no le importaba. Tenía que devolver aquel último aliento de estrella a su lugar. Por mucho que le pudiera costar. Así que siguió avanzando, a pesar de las punzadas que sentía por todo su cuerpo; prosiguió hacia la arboleda, temblando de frío y angustia, mientras dejaba un pequeño rastro rojizo que, gota a gota, caía de las puntas de los dedos del brazo que le había quedado inutilizado.
El muchacho se detuvo en el árbol más alto que recordaba haber trepado durante sus juegos. Respiraba con dificultad y sentía que los pulmones le iban a estallar. Un sudor gélido recorría todo su cuerpo y la vista se le nublaba por momentos. Pero debía continuar, debía seguir con tal de lograr su compromiso. Así que guardó la piedra en un bolsillo y agarró la primera rama con la mano derecha para impulsarse y empezar a ascender.
Primero la mano derecha y luego el pie de su respectivo lado, después ponía su sangradura zurda en algún tallo para usar ese brazo de gancho y se agarraba del muslo restante para poner la pierna izquierda en el primer sitio que viera. Pero según subía las ramas le arañaban en la cara y cuando debía impulsarse de un tirón con su  brazo derecho, parte de su pijama se raspaba y se hería aún más la pierna inválida.
“No puedo seguir, no puedo…”, se repitió en un susurro cuando el dolor de sus forzadas axilas le empezó a martirizar. “No puedo…”, volvió a decirse al apoyar la cabeza en el tronco. Pero el fulgor de la luna, que entre las sombrías nubes iluminaba su demacrado rostro, le dio el ímpetu que necesitaba. Le recordó por qué luchaba. Así que se aferró a la siguiente rama y, yendo a trompicones y empujones, alcanzó la copa, se deslizó entre las hojas y alzó la vista hacia el solitario astro. Sacó el canto de su bolsillo y lo levantó al cielo en su palma abierta. Pero no sucedía nada. Y tampoco sabía qué hacer.
Se quedó quieto y los minutos pasaron. Se quedó quieto y el tiempo se le hizo eterno. Y las lágrimas se abrieron paso en sus cansados ojos.
Se cuestionó si todo había sido en vano, si su esfuerzo realmente había servido de algo. Y cerró los párpados, pero la rabia líquida seguía deslizándose por sus sucias mejillas malheridas.
Apretó con fuerza la roca brillante y, tras un pequeño “crack”, sintió que su cuerpo se paralizaba mientras el corazón se le subía a la garganta. “¿Qué he hecho…? ¿Qué he hecho…?”, se reiteraba en su mente, miedoso a abrir su puño. Pero lo hecho, hecho estaba y ya no podía hacer nada. Así que separó poco a poco los dedos y vio lo que su mano contenía: burda gravilla que ya no resplandecía.
Dante sintió su interior romperse en mil fragmentos, convertirse en aquella vulgar grava sin valor. Y todo por su culpa. Todo por su única y absoluta culpa.
Miró de nuevo a la luna e intentó disculparse como pudo, pero no tenía palabras; sus cuerdas vocales le fallaban y su mente parecía que no pensaba. Pese a ello, aquella a quien servía aparentó emitir un brillo distinto. Y, como si suspirase, una brisa sopló sobre su mano para hacer que aquel polvo, que asemejaba ser de diamantes entre las nubes, centellease según surcaba el aire.
Un destello en el firmamento iluminó su mirada. Y Dante cerró los ojos. Sonrió en la comisura de sus labios resecos y, notando cómo era acariciado por el viento, dejó caer su cuerpo exhausto. Pues, al fin y al cabo, había logrado su cometido.