martes, 19 de julio de 2016

Apatía

Barbarossa rompe el silencio de la solitaria noche con sus oscuras esperanzas, que acompañan la tranquilidad de la tardía hora. La luz amarillenta de la lámpara castigada cara a la pared acaricia mi rostro con su reflejo proyectado en un muro tan irregular como los pensamientos que se baten en mi cabeza, como botes en la marea. Quizá sólo requieran de un faro que los ilumine sin parpadear; que los ilumine sin intentar provocar su zozobra en unas astilladas rocas en mitad de la espuma que colisiona, insistente. Pero aquí no parece que puedan encontrar algo así.

El suspiro que se escapa de unos labios, desgastados por los mordiscos del tiempo, es la única brisa que parece traer nuevos aires. Pese a sus antecedentes. Las ventanas están cerradas y no parecen tener intención de hacer cambiar esta noche eterna que se cierne sobre una cabeza y un rostro que se refleja en una pantalla, que se refleja en una realidad tan suya y natural como extraña. Las paredes están clausuradas. Toda puerta pareció venirse abajo para convertirse en muro tapiado, como para asegurarse que no cambiase nada ahí dentro, pero olvidaron tapizar las grietas del pensamiento y ya es tarde para rasurar esa fatiga que se mece bajo los ojos.

Los pilares están viejos y cansados, ancianos por todo aquello que los ha ido agujereando, pero siguen firmes pese a su tambaleo digno de la ebriedad más humana; más que un hogar, más que un calabozo, parece un ataúd en descomposición, pero sin obertura que permita salir del decrépito arcón. La tierra que golpeaba la tierra enterrándola subterráneamente dejó de oírse y el silencio fue lo único que le sucedió, viniendo así la calma, propia del muerto, y con ella las divagaciones y pensamientos. No hay nada para salir de este entierro. Todo agujero posible fue cavado para sepultar más aquello que ya estaba dentro de este cuerpo y ahora sólo queda su silueta contemplando, contemplando el devenir eterno.

sábado, 2 de julio de 2016

XV

Caricias en una piel muerta que no va a volver, las manos se marchitan como las últimas flores que resistieron la tempestad del invierno. Las hojas caen por unas mejillas pálidas como aquellas plumas de aves extraviadas que alzaron el vuelo y huyeron hace tiempo, las gotas del viento golpearon el silencio y quebrantaron el hueso, hueco de tuétano.
La lluvia no se ha ido, pero tampoco es capaz de mojar. Los truenos persisten en la lejanía, en el eco de una cueva sin final, donde ningún relámpago es capaz de alumbrar, y los ojos confunden la profunda pupila con la realidad.
Una húmeda lágrima roza el oscuro cansancio de una mirada perdida en el abismo de su propio reflejo, en un espejo fragmentado que estalló bajo la presión de unas yemas titubeantes. Vidriosos ojos multiplicados y cristalinas lágrimas que se dividen incrementan la fatiga que allí reside. El suspiro no producido ahoga el gemido en un cuello de cuerdas mustias, incapaces de sonar ante un pensamiento acribillante de voces que chillan mudas, y las manos se cierran en un vano intento de aferrar aquello fugaz, de guardar, por unos instantes, un brillo que se desvanece en sus propias palmas.
El roce de los dedos por un cuerpo extraño pero conocido, envuelto en memoria, no ha sido capaz de soñar la realidad y sus puntas se desgastan. Como el sentimiento que guardan. Gotean sensaciones perdidas en fantasías irreales incapaces de cumplirse y la ilusión se consume en su propio anhelo zozobrante. Ya no hay nada más que caricias incapaces, falsos dedos amantes que luchan por alzarse sin poder moverse, y el murmullo ululante de quien padece temporales más allá de los nubarrones inamovibles.
Las manos despojadas de carne y pétalos caen enterradas bajo el fangoso suelo y, sepultadas por el propio desconsuelo, se tornan olvido en su ahora inherente abatimiento.