Barbarossa rompe el silencio de la
solitaria noche con sus oscuras esperanzas, que acompañan la tranquilidad de la
tardía hora. La luz amarillenta de la lámpara castigada cara a la pared
acaricia mi rostro con su reflejo proyectado en un muro tan irregular
como los pensamientos que se baten en mi cabeza, como botes en la marea. Quizá
sólo requieran de un faro que los ilumine sin parpadear; que los ilumine sin
intentar provocar su zozobra en unas astilladas rocas en mitad de la espuma que
colisiona, insistente. Pero aquí no parece que puedan encontrar algo así.
El suspiro que se escapa de unos labios, desgastados
por los mordiscos del tiempo, es la única brisa que parece traer nuevos aires.
Pese a sus antecedentes. Las ventanas están cerradas y no parecen tener
intención de hacer cambiar esta noche eterna que se cierne sobre una cabeza y
un rostro que se refleja en una pantalla, que se refleja en una realidad tan
suya y natural como extraña. Las paredes están clausuradas. Toda puerta pareció
venirse abajo para convertirse en muro tapiado, como para asegurarse que no
cambiase nada ahí dentro, pero olvidaron tapizar las grietas del pensamiento y
ya es tarde para rasurar esa fatiga que se mece bajo los ojos.
Los pilares están viejos y cansados, ancianos por
todo aquello que los ha ido agujereando, pero siguen firmes pese a su tambaleo
digno de la ebriedad más humana; más que un hogar, más que un calabozo, parece
un ataúd en descomposición, pero sin obertura que permita salir del decrépito arcón. La tierra que golpeaba la
tierra enterrándola subterráneamente dejó de oírse y el silencio fue lo único
que le sucedió, viniendo así la calma, propia del muerto, y con ella las
divagaciones y pensamientos. No hay nada para salir de este entierro. Todo
agujero posible fue cavado para sepultar más aquello que ya estaba dentro de
este cuerpo y ahora sólo queda su silueta contemplando, contemplando el devenir eterno.