Un espejo. Dos reflejos. Cuatro luces brillando casi en el centro de la
profunda oscuridad, pendientes de su imitación.
Y unos dedos, pares en ambos lados, arrastrando el vaho acumulado en un vidrio
agrietado en una caricia sin fin de su inverso igual.
–Sí, esas mismas. Esas que revolotean como unas gotas de agua clara y
la mismísima brisa, esas que su transparencia captura la luz durante unos
breves instantes para convertirla en un centelleo frente a los ojos inexpertos,
frente a aquellos que desconocen su vuelo secreto entre las ramas y la
oscuridad de la sombra, entre el nacer del alba y el caer del ocaso, justo
cuando los rayos se muestran perezosos, lentos, pesados, por el porvenir o por
el cansancio. Esos ligeros brillos, fugaces cual chispa en el cielo, son sus
alas batiéndose por un instante antes de fragmentarse tenuemente en mil
grietas, grietas que se acumulan y se expanden cual raíces arbóreas y forman
formas, dibujos abstractos de compleja complexión con su significado único pese
a su gran dolor, pues, aunque estén cargadas de belleza, esas grietas destrozan
su vidrioso cuerpo, como aquellas lágrimas que despedazan nuestro órgano
interno.
Mas no por ello detienen su vuelo. Sus alas
se baten en silencio, como un susurro que no llega a salir de la mente, como
una confesión que se guarda en los labios hasta que éstos quedan inertes, y se
desplazan firmes, seguras, pese a los fragmentos que a veces caen debido a su
frágil compostura. Pues por mucho que intenten fijar sus fisuras contrayendo su
cuerpo de gusano, sus alas nunca pueden dejar de moverse, ¿ya que sino qué fin tendría
el poseerlas si no es para elevarse? Y es por ello que estas mariposas siguen
revoloteando, pues no quieren volver a tocar el viejo suelo de antaño, solo
sueñan con el cielo ansiado, con el brillo provocado y el estallido
fragmentario de su cuerpo progresivamente acristalado.
Exacto, progresivamente acristalado, pues no
son de cristal nada más ponerse a volar, en esos momentos únicamente poseen su
transparencia; es cuando el tiempo las apremia y las grietas las inundan que su
figura se torna luna invisible incapaz de distinguirse más allá de en sus
fugaces fulgores. Y cuando sus alas, y su cuerpo, se tornan vidrio al completo,
con todas las hendiduras que eso conlleva, ellas se extienden como nunca y se
impulsan instintivamente hacia el anhelado y lejano firmamento, seguras de que
será entonces cuando lograrán alcanzarlo; mas cuando el éxtasis roza sus
antenas, su cuerpo se quiebra y estalla en millones de fragmentos que
descienden como polvo a contraluz, volando y dispersándose en mil direcciones
cual gota que colisiona. Y es entonces cuando la poca luz que quedaba guardada
en su interior se esparce y diluye cual reflejo espontáneo en un hierro
transitorio.
Hipocresía marchita que resaltas en tus oros, que en tus grietas y
deploros destapas tu verdad, no eres capaz, siquiera, de mentirte a ti misma y
pretendes mentir a los demás, creando una falsa esperanza de verdades que nunca
más se sostendrán.
Hipocresía marchita que te desmoronas con la brisa, rompiéndote en mil
pedazos formados de lágrimas que en el pecho ajeno anidan. ¿Cómo vas a mantenerte,
si ya nada te cree? ¿Cómo vas a disfrazarte, si el ácido de tus palabras y
apariencias corroyó tu mantel?
Huye, corre, hipócrita máscara que lucha sin armas pero haciendo
trampas, que engaña, que miente, que dice y no siente cómo sienta aquello que
supuestamente ofrece. Vete, si eres capaz, de allí donde naciste, de donde te
formaste, desde la inocencia aparente, destruyendo, arrancando, este suelo
firme –que tanto agrietaste–, con esas raíces deformes que se alimentan de
podredumbre.
Pues si no lo haces, no habrá otra opción; un hacha, de doloroso doble
filo, deberá atravesar ese rudo corazón que se resguarda retorciéndose en un
tronco ya roto por tu insaciable escozor.