–Hazlo.
–Venga,
hazlo.
–¿Por
qué dudas?
–Que lo
hagas.
–¡Hazlo!
–¡No!
–grité, pero aquellas voces se clavaban en mi cabeza, cada vez más profundas, más
insistentes.
–¿Por
qué no?
–Es lo
que siempre has querido.
–Siempre
te quejabas de ello.
–Y venga
a aguantarte.
–La
misma cháchara cada día.
–Hazlo.
–Cumple
con tu palabra y hazlo.
–¡No
quiero!
–¡Qué lo
hagas!
Caí de
rodillas, las lágrimas nublaron mi vista y no pude hacer otra cosa que mirar a
esa multitud de figuras difuminadas que se encontraban a mi alrededor.
Sus
bocas seguían moviéndose, persistentes. Me tapé los oídos, pero ahí seguía su
voz. ¿Por qué no me dejaban en paz? Ni siquiera me permitían pensar con
claridad. Cualquier pensamiento que cruzase por mi mente era cortado por un
“¡Hazlo!” cada vez más estridente.
Golpeé
el suelo con los puños.
–¡Basta!
Silencio.
Sus ojos
se abrieron de par en par, sorprendidos, como si se tomasen aquel gesto como un
desafío, como una falta de respeto. Y arrugaron lo que parecía ser su nariz
mientras levantaban su labio superior, mostrando sus dientes de forma
amenazadora según silbaban un agudo y desquiciante pitido.
Un
inesperado temblor invadió mi cuerpo y me incorporé de un salto. Miré hacia
todos lados, pero estaba rodeada por aquellas borrosas siluetas en mitad de una
nada blanquecina.
–¡Fuera!
¡Largo! –volví a gritar y cerré los ojos para empezar a sacudir los brazos de un lado a
otro en un vano intento de que dejasen de aproximarse-. ¡Dejadme!
Sonó un
grito ahogado y luego otra vez silencio.
Una gota
cayó en mi mejilla. Abrí los párpados y el pánico invadió mis pupilas. Caminé
hacia atrás pero caí al suelo al tropezar con un taburete de la cocina.
Notaba
mis manos pringosas. Las extendí frente a mí y vi que estaban manchadas de
rojo. Un chillido escapó de mi garganta y perdí la conciencia.
Apunté
la última palabra con la estilográfica y levanté la vista del bloc de notas.
Miré a la muchacha que se encontraba frente a mí y entrecerré los ojos,
dubitativo.
–Supongo
que esto es todo por ahora.
–¿Puedo
irme a casa?
–Lo
siento –negué con la cabeza–, pero me temo que no.
–Dijeron
que cuando acabase de explicarle lo sucedido podría irme a casa…
–Acaba
de confesar un asesinato, señorita Anderson.
–¡Ellos
me dijeron que lo abriese en canal! ¡Yo no quería!
–Ellos –remarqué la palabra con cierto
retintín– son producto de su imaginación, señorita. Usted llamó a la policía
alegando que alguien se había llevado a su marido y la encontraron en la cocina
cubierta con su sangre, como demostraron las pruebas de ADN posteriormente, y aferrada a un cuchillo. –Me coloqué bien las gafas y crucé los dedos de las manos,
apoyándolas sobre la mesa metálica de la sala de interrogatorios. “¿De verdad
es necesario llamar a un psicólogo para determinar que una persona está
claramente mal de la cabeza?”, pensé antes de proseguir tras soltar un sonoro
resoplido–. No había nadie más allí, señorita. Y en caso de que así fuera, ¿qué
iban a hacer Ellos con el cadáver de
su marido?
–¡Se lo
acabo de decir! –Golpeó la mesa con los puños. Parecía tenerlos apretados a más
no poder, pero por alguna extraña razón ignoraba el dolor. Si es que de verdad lo sentía–. ¡Querían hacerle una disección o algo así!
–Y según
sus palabras, aprovecharon que siempre se quejaba de que no era atento con usted
y demás aspectos cotidianos que le desagradaban para comerle la cabeza y hacer
que colaborase, ¿cierto?
La joven
de rizos rubios asintió. Yo volví a soplar por mi boca entreabierta. Necesitaba
un cigarro.
–¿No
cree que quizá su mente ha buscado crearle una fantasía para así justificar el
asesinato de su cónyuge?
–¿¡Y el
cuerpo!? ¿¡Qué ha pasado con él!?
–Tiene
herramientas en el garaje. Y la excusa de que son para el huerto –torcí el
morro– no es muy fiable, la verdad.
–¡Pero
si mi marido me sacaba dos cabezas! ¿¡Acaso es idiota o qué!? ¿¡Cómo pretende
que yo hiciera eso!?
La chica
hablaba atropelladamente y se había levantado de la silla. Parecía amenazante. Tragué
saliva mientras aquellos labios, rojos como la sangre que todavía manchaba su
vestido verde, seguían gritándome. Intenté decirle que se calmase, pero fue
inútil.
Una
palma, que sangraba por unos cortes que parecían producidos por las uñas de sus
propios dedos, se levantó de pronto y yo hice un gesto para llamar a seguridad.
Pero ambas manos fueron directas a su cara, que rompió en llanto. “Inestabilidad
emocional”, pensé de inmediato y rodé los ojos.
Uno de
los policías entró y rodeó a la muchacha con sus brazos de una forma aparentemente
afectuosa pero con la suficiente fuerza como para tenerla bien sujeta. El
segundo se acercó cuando estuvo seguro del asunto y le colocó lentamente las
esposas para poder llevársela con su compañero a pesar de que siguiera
balbuceando y tachándome de incrédulo e inepto.
Exhalé e inspiré poco a poco para recuperar la
compostura y me sequé el sudor de la frente.
–Aliens…
–murmuré según tanteaba mi chaqueta para buscar la cajetilla de tabaco tras
revisar las notas tomadas– Menudo disparate.