viernes, 20 de junio de 2014

Ellos me lo dijeron

–Hazlo.
–Venga, hazlo.
–¿Por qué dudas?
–Que lo hagas.
–¡Hazlo!
–¡No! –grité, pero aquellas voces se clavaban en mi cabeza, cada vez más profundas, más insistentes.
–¿Por qué no?
–Es lo que siempre has querido.
–Siempre te quejabas de ello.
–Y venga a aguantarte.
–La misma cháchara cada día.
–Hazlo.
–Cumple con tu palabra y hazlo.
–¡No quiero!
–¡Qué lo hagas!
Caí de rodillas, las lágrimas nublaron mi vista y no pude hacer otra cosa que mirar a esa multitud de figuras difuminadas que se encontraban a mi alrededor.
Sus bocas seguían moviéndose, persistentes. Me tapé los oídos, pero ahí seguía su voz. ¿Por qué no me dejaban en paz? Ni siquiera me permitían pensar con claridad. Cualquier pensamiento que cruzase por mi mente era cortado por un “¡Hazlo!” cada vez más estridente.
Golpeé el suelo con los puños.
–¡Basta!
Silencio.
Sus ojos se abrieron de par en par, sorprendidos, como si se tomasen aquel gesto como un desafío, como una falta de respeto. Y arrugaron lo que parecía ser su nariz mientras levantaban su labio superior, mostrando sus dientes de forma amenazadora según silbaban un agudo y desquiciante pitido.
Un inesperado temblor invadió mi cuerpo y me incorporé de un salto. Miré hacia todos lados, pero estaba rodeada por aquellas borrosas siluetas en mitad de una nada blanquecina.
–¡Fuera! ¡Largo! –volví a gritar y cerré los ojos para empezar a sacudir los brazos de un lado a otro en un vano intento de que dejasen de aproximarse-. ¡Dejadme!
Sonó un grito ahogado y luego otra vez silencio.
Una gota cayó en mi mejilla. Abrí los párpados y el pánico invadió mis pupilas. Caminé hacia atrás pero caí al suelo al tropezar con un taburete de la cocina.
Notaba mis manos pringosas. Las extendí frente a mí y vi que estaban manchadas de rojo. Un chillido escapó de mi garganta y perdí la conciencia.

Apunté la última palabra con la estilográfica y levanté la vista del bloc de notas. Miré a la muchacha que se encontraba frente a mí y entrecerré los ojos, dubitativo.
–Supongo que esto es todo por ahora.
–¿Puedo irme a casa?
–Lo siento –negué con la cabeza–, pero me temo que no.
–Dijeron que cuando acabase de explicarle lo sucedido podría irme a casa…
–Acaba de confesar un asesinato, señorita Anderson.
–¡Ellos me dijeron que lo abriese en canal! ¡Yo no quería!
Ellos –remarqué la palabra con cierto retintín– son producto de su imaginación, señorita. Usted llamó a la policía alegando que alguien se había llevado a su marido y la encontraron en la cocina cubierta con su sangre, como demostraron las pruebas de ADN posteriormente, y aferrada a un cuchillo. –Me coloqué bien las gafas y crucé los dedos de las manos, apoyándolas sobre la mesa metálica de la sala de interrogatorios. “¿De verdad es necesario llamar a un psicólogo para determinar que una persona está claramente mal de la cabeza?”, pensé antes de proseguir tras soltar un sonoro resoplido–. No había nadie más allí, señorita. Y en caso de que así fuera, ¿qué iban a hacer Ellos con el cadáver de su marido?
–¡Se lo acabo de decir! –Golpeó la mesa con los puños. Parecía tenerlos apretados a más no poder, pero por alguna extraña razón ignoraba el dolor. Si es que de verdad lo sentía–. ¡Querían hacerle una disección o algo así!
–Y según sus palabras, aprovecharon que siempre se quejaba de que no era atento con usted y demás aspectos cotidianos que le desagradaban para comerle la cabeza y hacer que colaborase, ¿cierto?
La joven de rizos rubios asintió. Yo volví a soplar por mi boca entreabierta. Necesitaba un cigarro.
–¿No cree que quizá su mente ha buscado crearle una fantasía para así justificar el asesinato de su cónyuge?
–¿¡Y el cuerpo!? ¿¡Qué ha pasado con él!?
–Tiene herramientas en el garaje. Y la excusa de que son para el huerto –torcí el morro– no es muy fiable, la verdad.
–¡Pero si mi marido me sacaba dos cabezas! ¿¡Acaso es idiota o qué!? ¿¡Cómo pretende que yo hiciera eso!?
La chica hablaba atropelladamente y se había levantado de la silla. Parecía amenazante. Tragué saliva mientras aquellos labios, rojos como la sangre que todavía manchaba su vestido verde, seguían gritándome. Intenté decirle que se calmase, pero fue inútil.
Una palma, que sangraba por unos cortes que parecían producidos por las uñas de sus propios dedos, se levantó de pronto y yo hice un gesto para llamar a seguridad. Pero ambas manos fueron directas a su cara, que rompió en llanto. “Inestabilidad emocional”, pensé de inmediato y rodé los ojos.
Uno de los policías entró y rodeó a la muchacha con sus brazos de una forma aparentemente afectuosa pero con la suficiente fuerza como para tenerla bien sujeta. El segundo se acercó cuando estuvo seguro del asunto y le colocó lentamente las esposas para poder llevársela con su compañero a pesar de que siguiera balbuceando y tachándome de incrédulo e inepto.
 Exhalé e inspiré poco a poco para recuperar la compostura y me sequé el sudor de la frente.
–Aliens… –murmuré según tanteaba mi chaqueta para buscar la cajetilla de tabaco tras revisar las notas tomadas– Menudo disparate.

domingo, 15 de junio de 2014

Estrellas

–Dicen que cuando mueres –empezó a hablar con su pueril vocecita mientras alzaba el rostro hacia el firmamento, contemplándolo con sus labios entreabiertos–, la chispa de tus ojos desaparece para irse al cielo. Dicen que eso –Bajó la vista y observó fijamente la oscuridad que se extendía a lo largo del campo en el que nos encontrábamos sentados– son las estrellas: miradas que observan una vida que ya no disfrutarán.
Guardé silencio y ella miró al suelo. ¿Qué podía decir ante eso? ¿Qué podía decirle a esa chiquilla de ojos tristes y sin hogar que seguramente había vivido más experiencias en lo que llevaba de su corta vida que cualquier persona adulta a lo largo de su existencia? ¿Qué podía…?
–¿Pero sabes? –Rompió de nuevo el silencio, interrumpiendo mis pensamientos–. Siempre he tenido una duda.
Ladeé la cabeza y nuestras miradas se cruzaron.
–¿Dónde van a parar las chispas que se han apagado en aquellos ojos que todavía viven?

domingo, 8 de junio de 2014

Primero un disparo y luego silencio

Una pistola, dos hombres forcejeando y un cadáver en el suelo.

Quién hubiera adivinado que Erik, nada más llegar a casa, se encontraría con esa situación: su mujer frente a un desconocido con pasamontañas que la amenazaba con el cañón de un arma. Un cañón que disparó una bala nada más la puerta se cerró de golpe tras de sí.
No hubo gritos de dolor. Ni siquiera de desesperación por intentar salvarla. Solamente estupefacción. Todo lo había pillado de improvisto y su cabeza no parecía encajar nada.
El desconocido se giró y vio el rostro de Erik momentos antes de que éste, que al fin comprendía lo ocurrido, enrojeció y, temblando de rabia, se abalanzó sin dudarlo hacia el actual asesino. Lo empujó al suelo mientras las lágrimas empezaban a deslizarse por sus mejillas, pero el desconocido lo agarró de los hombros y ambos cayeron mientras la pistola se escapaba de las sucias manos del homicida. Un puñetazo por la derecha. Otro por la izquierda. Erik golpeaba al extraño que se intentaba proteger la cabeza con sus brazos antes de propinarle un rodillazo en la entrepierna, librándose así de la víctima convertida en agresor.
Erik se retorció, tirándose a un lado. El desconocido escupió sangre al suelo y, jadeante, se levantó. Pero no tardó en volver a caer. El nuevo viudo pateó sus piernas como pudo para tirarlo de nuevo y, de esta forma, enzarzarse otra vez en ese patoso mano a mano.

Quién hubiera adivinado que Tom, nada más llegar a esa casa, descubriría que la esposa del hombre al que había venido a buscar se encontraría ahí. Él quería acabar con el asunto lo más rápido posible y esa mujer no tenía nada que ver con todo el meollo. ¿Qué culpa tenía ella de que su marido le hubiera jodido la vida tras despedirlo? ¿Qué culpa tenía ella de que su marido, al despedirlo, hubiera causado que su novia lo dejase, se hubiera quedado sin casa y todo lo que se llevaba a la boca proviniera de un comedor social? ¿Qué culpa tenía ella de que, desolado y con ese rencor creciente en su pecho, se viera obligado a empeñar hasta casi la última de sus posesiones con tal de poder comprar ese arma a un tipo que encontró en las calles? Ninguna. Esa mujer no tenía ninguna culpa.
Y ahí estaba: él frente a ella. Pistola en mano y silencio absoluto. Hasta que un portazo a sus espaldas lo asustó y, sin querer, apretó el gatillo como acto reflejo. Viendo cómo la señora, sorprendida, recibía el disparo y caía al suelo. Viendo cómo, al darse la vuelta, se encontraba cara a cara con Erik, quien parecía no caber en sí mismo. Y, aunque su antiguo jefe no lo reconoció por llevar el rostro oculto, la rabia que su mirada poseía era la misma que tiempo atrás había visto en su propio rostro cuando se miraba en el espejo. “¿Qué has hecho, Tom…?”, se cuestionó él al captar la situación mientras sus ojos se enrojecían, llorosos.
Pero no tuvo demasiado tiempo para pensar. Un golpe lo derribó y, para cuando se enteró de lo que estaba sucediendo, un puñetazo le cruzó la cara y su pistola se había deslizado hasta el cadáver.

En un vano esfuerzo por librarse de las manos del desconocido que, desesperadas, no paraban de arañarle la cara, Erik le quitó el pasamontañas de un tirón y ambos se apartaron. Tom tenía el labio partido y casi toda la cara hinchada por los golpes que había recibido. Erik sangraba por la falta de carne y piel en su semblante, que ahora no se hallaba en éste, sino bajo las uñas de su antiguo empleado.
No comprendía qué sucedía. Él siempre le había tratado con respeto. Tuvo que despedirlo por una reducción de personal que le mandaron desde arriba. Pero como le ocurrió a Tom, les ocurrió a diecinueve personas más. No era culpa suya.
Erik se tocó el costado y empezó a toser. En la trifulca había recibido otro golpe ahí y, ahora que la cosa parecía haberse calmado y la adrenalina no era tan presente en su organismo, empezaba a dolerle todo.
El ex-empleado observaba silente, dudando sobre qué hacer. Pero sabía que pocas alternativas tenía ya. Había matado a una persona. Una persona amada por otra, otra que se encontraba allí con él y que no le dejaría irse tan tranquilo. Sabía que tarde o temprano volvería a embestirle y la pelea proseguiría. Sabía que la cosa ya no podía terminar bien de ninguna manera.
Suspiró, casi en un llanto ahogado, y tragó saliva mientras observaba de reojo su única posesión, dispuesta en el suelo.
El hombre del traje rasgado se fijó de inmediato en las intenciones de su antiguo trabajador y miró también la pistola. Levantó la vista y la mirada de ambos se cruzaron, diciéndose todo lo que debían decirse sin mediar ni una palabra.
Los pobres desgraciados no dudaron más; se tiraron hacia el cuerpo difunto de la mujer con tal de apoderarse del arma y, tras un brusco forcejeo entre cuatro manos, un disparo marcó el silencio definitivo.