–Dicen que cuando mueres –empezó a hablar con su pueril
vocecita mientras alzaba el rostro hacia el firmamento, contemplándolo con sus
labios entreabiertos–, la chispa de tus ojos desaparece para irse al cielo.
Dicen que eso –Bajó la vista y observó fijamente la oscuridad que se extendía a
lo largo del campo en el que nos encontrábamos sentados– son las estrellas:
miradas que observan una vida que ya no disfrutarán.
Guardé silencio y ella miró al suelo. ¿Qué podía decir
ante eso? ¿Qué podía decirle a esa chiquilla de ojos tristes y sin hogar que seguramente
había vivido más experiencias en lo que llevaba de su corta vida que cualquier
persona adulta a lo largo de su existencia? ¿Qué podía…?
–¿Pero sabes? –Rompió de nuevo el silencio,
interrumpiendo mis pensamientos–. Siempre he tenido una duda.
Ladeé la cabeza y nuestras miradas se cruzaron.
–¿Dónde van a parar las chispas que se han apagado en
aquellos ojos que todavía viven?
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