Una
pistola, dos hombres forcejeando y un cadáver en el suelo.
Quién
hubiera adivinado que Erik, nada más llegar a casa, se encontraría con esa
situación: su mujer frente a un desconocido con pasamontañas que la amenazaba
con el cañón de un arma. Un cañón que disparó una bala nada más la puerta se
cerró de golpe tras de sí.
No hubo
gritos de dolor. Ni siquiera de desesperación por intentar salvarla. Solamente
estupefacción. Todo lo había pillado de improvisto y su cabeza no parecía
encajar nada.
El
desconocido se giró y vio el rostro de Erik momentos antes de que éste, que al
fin comprendía lo ocurrido, enrojeció y, temblando de rabia, se abalanzó
sin dudarlo hacia el actual asesino. Lo empujó al suelo mientras las lágrimas
empezaban a deslizarse por sus mejillas, pero el desconocido lo agarró de los
hombros y ambos cayeron mientras la pistola se escapaba de las sucias manos del
homicida. Un puñetazo por la derecha. Otro por la izquierda. Erik golpeaba al
extraño que se intentaba proteger la cabeza con sus brazos antes de propinarle
un rodillazo en la entrepierna, librándose así de la víctima convertida en
agresor.
Erik se
retorció, tirándose a un lado. El desconocido escupió sangre al suelo y,
jadeante, se levantó. Pero no tardó en volver a caer. El nuevo viudo pateó sus
piernas como pudo para tirarlo de nuevo y, de esta forma, enzarzarse otra vez
en ese patoso mano a mano.
Quién
hubiera adivinado que Tom, nada más llegar a esa casa, descubriría que la
esposa del hombre al que había venido a buscar se encontraría ahí. Él quería
acabar con el asunto lo más rápido posible y esa mujer no tenía nada que ver
con todo el meollo. ¿Qué culpa tenía ella de que su marido le hubiera jodido la
vida tras despedirlo? ¿Qué culpa tenía ella de que su marido, al despedirlo,
hubiera causado que su novia lo dejase, se hubiera quedado sin casa y todo lo
que se llevaba a la boca proviniera de un comedor social? ¿Qué culpa tenía ella
de que, desolado y con ese rencor creciente en su pecho, se viera obligado a
empeñar hasta casi la última de sus posesiones con tal de poder comprar ese
arma a un tipo que encontró en las calles? Ninguna. Esa mujer no tenía ninguna
culpa.
Y ahí
estaba: él frente a ella. Pistola en mano y silencio absoluto. Hasta que un
portazo a sus espaldas lo asustó y, sin querer, apretó el gatillo como acto
reflejo. Viendo cómo la señora, sorprendida, recibía el disparo y caía al
suelo. Viendo cómo, al darse la vuelta, se encontraba cara a cara con Erik, quien
parecía no caber en sí mismo. Y, aunque su antiguo jefe no lo reconoció por
llevar el rostro oculto, la rabia que su mirada poseía era la misma que tiempo
atrás había visto en su propio rostro cuando se miraba en el espejo. “¿Qué has
hecho, Tom…?”, se cuestionó él al captar la situación mientras sus ojos se
enrojecían, llorosos.
Pero no
tuvo demasiado tiempo para pensar. Un golpe lo derribó y, para cuando se enteró
de lo que estaba sucediendo, un puñetazo le cruzó la cara y su pistola se había
deslizado hasta el cadáver.
En un
vano esfuerzo por librarse de las manos del desconocido que, desesperadas, no
paraban de arañarle la cara, Erik le quitó el pasamontañas de un tirón y ambos
se apartaron. Tom tenía el labio partido y casi toda la cara hinchada por los
golpes que había recibido. Erik sangraba por la falta de carne y piel en su semblante,
que ahora no se hallaba en éste, sino bajo las uñas de su antiguo empleado.
No
comprendía qué sucedía. Él siempre le había tratado con respeto. Tuvo que
despedirlo por una reducción de personal que le mandaron desde arriba. Pero
como le ocurrió a Tom, les ocurrió a diecinueve personas más. No era culpa
suya.
Erik se
tocó el costado y empezó a toser. En la trifulca había recibido otro golpe ahí
y, ahora que la cosa parecía haberse calmado y la adrenalina no era tan
presente en su organismo, empezaba a dolerle todo.
El ex-empleado
observaba silente, dudando sobre qué hacer. Pero sabía que pocas alternativas
tenía ya. Había matado a una persona. Una persona amada por otra, otra que se
encontraba allí con él y que no le dejaría irse tan tranquilo. Sabía que tarde
o temprano volvería a embestirle y la pelea proseguiría. Sabía que la cosa ya
no podía terminar bien de ninguna manera.
Suspiró,
casi en un llanto ahogado, y tragó saliva mientras observaba de reojo su única
posesión, dispuesta en el suelo.
El
hombre del traje rasgado se fijó de inmediato en las intenciones de su antiguo
trabajador y miró también la pistola. Levantó la vista y la mirada de ambos se
cruzaron, diciéndose todo lo que debían decirse sin mediar ni una palabra.
Los pobres
desgraciados no dudaron más; se tiraron hacia el cuerpo difunto de la mujer con
tal de apoderarse del arma y, tras un brusco forcejeo entre cuatro manos, un
disparo marcó el silencio definitivo.
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