Abres
los ojos tras unos segundos de estar y no estar, clavas los dedos en la húmeda
tierra llena de suciedad y te pones a gatas, escupiendo sangre al suelo. Pero
una patada en el estómago te hace rodar y te tira otra vez. La boca te sabe a
mugre y hierro y percibes que quien te ha estado golpeando se acerca. Ladeas la
cabeza, mirándolo de reojo, y percibes en la comisura de sus labios una sonrisa
triunfal. Esa sonrisa que da por hecho que alcanzará la victoria pase lo que
pase.
–Los de
vuestra calaña deberían estar muertos –escuchas antes de girarte y notar un
pisotón en tu pecho que te corta súbitamente el aliento.
Vuestros
ojos se cruzan. Los suyos tienen seguridad y pena, decepcionados por esta
actuación. Los tuyos tienen miedo, e impotencia.
Por favor…, suplicas en tu mente mientras miras
al cielo nocturno bañado en nubarrones. Por
favor…, insistes según notas el viento acariciando tu cabeza ensangrentada.
“¡Por favor!”, gritas exasperado, exigiendo con una voz quebrada. Y al fin
logras ver esa luz que tanto ansiabas que brillase en la bóveda celeste
mientras tu contrincante se agacha para cogerte del cabello y escupirte en la
cara según desenfunda una daga.
Tú
pataleas, como si intentases zafarte. Y gruñes, mostrando que en realidad no es
eso lo que pretendes. Él se aparta de golpe y te observa, confuso, para luego
alzar la vista al firmamento. Su mirada está alterada, no se había fijado en
que la persecución había durado más de lo previsto, en que la cacería se alargó
debido a su soberbia. Esa arrogancia que fue la encargada de que ahora se
horrorizase mientras veía cómo el cuerpo delgado, casi esquelético, del hombre que
había derrumbado hacía rato, se iba incorporando según aumentaba su tamaño y
crujían sus huesos. Adquiriendo una atroz corpulencia, propia de una bestia.
El
montero lanza su daga, clavándotela en la espalda, pero apenas notas el dolor a
pesar de que un pequeño hilo de sangre negra a la luz de las estrellas tiña tu
oscuro pelaje. Y ya erguido sobre tus dos patas, giras la cabeza para olfatear
el olor del cazador hecho presa.
Tus
húmedos colmillos, asomándose bajo el hocico, se muestran en lo que parece una
siniestra sonrisa, pero ambos sabéis que no estás riendo. Eres un animal. Un
animal herido, acorralado y hambriento. Dotado además de intelecto y
resentimiento.
Tu nueva
caza se da la vuelta, queriendo huir como tú hiciste desde buena mañana, pero
él no tiene la misma suerte; la áurea mirada, antes celeste, que reluce por tu
apetito, se ha clavado en su espalda. Justamente como, segundos después,
hicieron tus garras mientras un grito gutural rompía el silencio del bosque
antes de ser acallado por un aullido.
Lo giras
de un zarpazo y las uñas se clavan en su carne poco a poco. Pero él ya no grita,
aprieta los dientes y siente cómo los ojos le estallarán en cualquier momento según
la respiración se le hace dificultosa, exponiendo todo su cuello al brillo
lunar. Tentando con esa primera vista de su palpitante y sudorosa yugular.
Y
vuestras miradas se cruzan de nuevo. La suya está llena de miedo, e impotencia,
turbada por esta actuación. La tuya de seguridad y pena, junto al resplandor de
una rabia expuesta.