La lluvia devora la noche a través de cristales empapados de
niebla, como si no importasen las pupilas que en ellos se buscan reflejar. La
oscuridad gotea entre el cielo y el vidrio, formando caminos de luces lejanas
que pasan rápidas, cual chispas de vida en suspiros incomprensibles. Y las manos,
frías, buscan calentarse entre ellas a través de unos dedos helados.
Ya no queda mirada alguna más allá de la del cristal roto en
transparencia, fragmentado en raíces que lagrimean frente a una ciudad ennegrecida
de neón, frente a unos rostros iluminados bajo sombras; el ojo observa el
interior tal como éste intenta contemplar lo de afuera, aquello tornado reflejo
turbio que se encuentra tras él, aquello que el ojo muestra y oculta sin saber.
Los claroscuros juegan entre repiqueteos y la penumbra crece según los párpados
artificiales ceden ante el brillo de lo espontáneo, ante los colores fugazmente
ficticios, desmoronando en ríos la forma de la vista. Como si no importase.
Como si no importase nada en absoluto.
Lo borroso se torna realidad y la realidad se
emborrona; difuminación de formas, de siluetas; se diluye aquello que la pupila
transmite y la lluvia devora la noche, haciéndola crecer. La luz que en su
momento pudiera significar algo ya no es; solos, puntos, color, tinte sin
valor, mera apariencia destinada a perecer entre el olvido y la tiniebla, el
cristal revienta en su propia existencia al perder su condición, al convertirse
en algo nuevo que no le es propio, y la apariencia se deforma entre delirios,
entre quimeras, imaginaciones que buscan siempre referencias, incapaces de
admitir la azarosa casualidad, incapaces de convivir en medio de una lluvia a punto
de estallar, como si no lo hubiera hecho ya. La luz se extingue y nada cambia.
Solo, a solas, una mirada vidriosamente apagada.