El
silencio hacía acto de presencia entre los habituales pasajeros de madrugada,
como si fuera una niebla que se extendía por el suelo hasta llegar a sus bocas
para mantenerlas cerradas. El traqueteo de las vías era lo único perceptible,
tanto por su sonido como por la vibración que provocaba en los incómodos
asientos, junto al triste paisaje que, difuminado por la velocidad que adquiría el
vehículo, parecía querer simular ser pintura lanzada contra el cristal de la ventana corriéndose
para dar paso a nuevos colores, todo en una gama de grises.
Mis
manos estaban frías incluso debajo de los guantes. El invierno llegó de golpe una
mañana y pareció congelar tanto al panorama como al resto de personas. Pero eso
no importaba, no me importaba. Como una llama bajo el agua toda la vitalidad
que pudo tener mi entorno, e incluso yo mismo, permanecía apagada sin ninguna
aparente posibilidad de volver a ser reavivada. Pero eso tampoco importaba. Todas
las miradas parecían cansadas, hastiadas de aquella monótona rutina que llamarían
vida. O igual sólo era mi vista, reflejada en las caras desconocidas que ahí se
acumulaban según el tren se demoraba en sus obligatorias paradas. Él también
tendría una existencia repetitiva, seguramente pesada y aburrida.
Suspiré.
El vaho se elevó hacia mi rostro como el humo de un cigarrillo. ¿Qué había
hecho la noche anterior? No lo recordaba. Igual la pasé entre vasos de alcohol,
no sería nada raro y menos teniendo en cuenta dónde me había despertado: en el
mismo lugar en el que ahora me encontraba sentado. Igual mi yo ebrio buscaba
consuelo en este trayecto, como si quisiera escapar de su realidad. Igual no le
gustaba y pensó que encontraría alguna salida. Pero pobre, ¿si la hubiera de
verdad no cree que la habría usado ya? ¿Acaso pensaba que él la encontraría?
Maldito infeliz, se parece tanto a mí…
Otro
suspiro y un parpadeo largo.
Las
ventanas habían oscurecido. ¿Un túnel? Vete a saber, ni siquiera recuerdo qué línea
debí coger, a mi memoria sólo vienen flashes: mis ojos clavados en mis mocasines desgastados que avanzaban por el andén, el sonido del megáfono avisando de que tuviéramos cuidado y las luces de los faros iluminando mi
cuerpo, parado en el ferrocarril.
Oh,
mierda, por lo visto sí que encontró cómo salir.
Su mundo
era lluvia. Y a veces, en ésta, se perdían mis lágrimas.
Quedaron
muy atrás las noches en vela donde observaba bajo la terraza, las madrugadas
donde las nubes se vislumbraban al inicio del alba antes de retirarnos a la
cama. Quedaron muy atrás, perdidas entre esas aguas encharcadas en las que, de
tanto en tanto, todavía me tiro para recordarlo. Quedaron atrás, demasiado
atrás.
Su mundo
era lluvia, sí, y cómo diluviaba. Caían centenares, millares de gotas a todas
horas. Y qué precioso era todo. Como su rostro, empapado, que a veces se
frotaba contra el mío para invitarme a visitarlo. O sus manos, suaves, que con
la delicadeza que su agua le otorgaba acariciaban las mías para cogerlas y
acercarme a ella y, así, poder acariciarla yo también; aunque sólo ocurriese
cuando cerrásemos los ojos y entreabriésemos nuestros labios, llenos de
suspiros.
Pero qué
necio fui. Necio o poco precavido. Pues no predije que, de tanta agua, acabaría
ahogado en aquel diluvio. No lo supe ver y dejé que me empapase de su
melancolía, de su dichosa desdicha y de aquella tristeza tan bonita convertida
en poesía. Permití que me guiase con su voz, cargada de emoción, que leía letras
de otros sitios y tiempos, hacia las puertas de lo que parecía ser el núcleo de
su sentimiento. Y yo entré, sin y a la vez con miedo, sabiendo y sin saber lo
que podría y conllevaría eso. Entré, y no me arrepiento.
Su mundo
era lluvia. Y, por suerte o por desgracia, me encantaba mojarme en ella, disfrutar
de aquel rincón único que guardaba en su interior y refugiarme hasta que me calase
en los huesos. Y bien que caló, sí, bien que caló; tanto que todavía no se me
quita el frío y yo tampoco lo permito. Me abrigo en mis brazos en ausencia de
los suyos y recuerdo esos momentos juntos, esa soledad compartida en la
oscuridad de una habitación donde el único brillo era el de una luna que se
escondía entre nubarrones, amenazantes pero encargados de hacer ese mundo
posible. Recuerdo esos ojos felinos llenos de astucia y esas palabras justas
que guardábamos en nuestras cabezas. Recuerdo, recuerdo y recuerdo, y miro al
frente, viendo sin ver, pues mi mirada se encuentra perdida entre miles de
gotas que, en mi triste memoria, no dejan de caer.