miércoles, 29 de octubre de 2014

Picos de papel

Elisabeth hizo un último pliegue en el folio, tal y como él le había enseñado, y lanzó esa especie de triángulo blanco al aire. El viento lo elevó y, debido al impulso, no tardó en alcanzar al resto del grupo, que volaba por encima del agua de un río perdido.
Él le había enseñado que los deseos no debían pedirse en barquitos, pues las ninfas líquidas los cogían, se los comían y nunca se cumplían. No, los deseos debían escribirse en picos voladores para luego lanzarlos y que fuera el aire quien decidiera si merecían hacerse realidad o, por el contrario, alimentar a esas criaturas hambrientas.
La joven estiró los brazos, bostezó y clavó sus ojos verdes en el azul cristalino mientras seguía esperando.
Como pequeñas joyas de cristal, los puntos donde los rayos del Sol se reflejaban fascinaban a la muchacha. Él le explicó que, por cada brillo, había un deseo incumplido. Un recuerdo centelleante de una petición que se convirtió en un anhelo ahogado por el infortunio. Ella le preguntó si podían rescatarse, coger esos puntos relucientes y liberarlos nuevamente. Él se rió, pero ella no le entendió. “Piensa en las velas de un sepulcro, ¿no son acaso en memoria del difunto?”, le dijo, “¿Qué crees que ocurriría si las quitásemos?”. Su respuesta fue el silencio, como seguía siendo en su pensamiento.
Miró a su alrededor. Hacía rato que se había quedado sola en aquel descampado. Mientras que él había vuelto al carromato, ella se quedó pintando en papeles que, más tarde, para practicar, lanzaría al aire. No podía pedir demasiadas cosas o las consecuencias podrían ser realmente costosas. “Los deseos a medida de bolsillo: algo ligero, útil y querido”, le comentó él ofreciéndole una caja con distintos lápices tras hacer volar su pico de papel. Y ella siguió el consejo, escribiendo sólo una frase que todavía surcaba el cielo.


[Cuento II de El vagamundos]

viernes, 24 de octubre de 2014

¿Alguna vez has visto a las mariposas de fuego?

El hombre se sentó al borde del pequeño escenario adjunto a su carromato y miró a quienes se había reunido a su alrededor. Parecía extrañado por el interés que había generado, pero sabía que no debía desaprovecharlo.
–Y bien –empezó a hablar–, ¿alguna vez han visto a las mariposas de fuego?
La pregunta causó una pequeña conmoción. ¿Mariposas de fuego? Nadie sabía qué era aquello. Pero las imágenes que empezaban a cobrar forma en las mentes de los oyentes no eran ni mucho menos que formidables, en todos sus sentidos. Desde bestias enormes devora-hombres hasta pequeños seres imperceptibles. El tipo sonrió y, con un giro de muñeca que simulaba coger una manzana invisible en el aire, chasqueó los dedos para captar la atención de los presentes.
–Bueno, bueno –prosiguió–, me tomaré vuestro cuchicheo como un no. Cosa que es una lástima, por cierto.
Encogió los hombros, hizo una mueca con los labios y miró a un lado. Nadie dijo nada y él permaneció en silencio. Segundos, minutos, hasta que una joven de ojos verdes le preguntó:
–¿Qué son las mariposas de fuego, buen señor?
El desconocido sonrió otra vez y saltó al suelo impulsándose con sus manos. Miró a la chiquilla y le respondió “¡Algo magnífico!”. Ella quería contestar, pero él se puso el índice derecho en sus labios, torció la cabeza para indicarle que no dijera nada y se acercó a ella para llevar el dedo a la boca de su interlocutora. Pero antes de tocarla puso la mano izquierda junto a la diestra y simuló un estallido agitando delicadamente sus dedos.
Sus miradas se cruzaron. El forastero sonrió pícaro y la muchacha se ruborizó.
–Las mariposas de fuego, las mariposas de fuego… –comenzó, como si dudase sobre si contarlo o no–. ¡Ay, las mariposas de fuego! ¡Qué ser más bello! –Clavó sus pupilas en el rubor de la joven de ojos verdes–. Si ustedes pudieran verlo… ¡Si ustedes pudieran verlo…! Pero para eso he venido; para describírselo aunque no me vea capaz de alcanzar su majestuosidad, aunque no me vea capaz de poder describir cómo sus alas, bañadas en atardeceres, se baten grácilmente con lentos movimientos, como si fueran pájaros que vuelan flemáticos, inalterables por las prisas del tiempo o el viento.
Repasó todos los semblantes, expectativos y llenos de un curioso entusiasmo, y prosiguió:
–¡Explosiones de colores! –Repitió el gesto de las manos, pero esta vez más exagerado, como la gesticulación de su rostro. Algunos creyeron ver unas chispas saliendo de sus palmas–. ¡Rojos amaneceres y chiribitas amarillas!, que brillan cuando estos seres eclosionan de sus crisálidas antes de fundirse en una llama naranja cuando sus alas son desplegadas. ¡Destellos de flamas recién avivadas! E incluso –El hombre iba de aquí para allá, agachándose y mirando a cada persona según narraba–, lumbres azules. Fuegos fatuos vivos, pues se tratan de los machos, bien raros y poco conocidos. Que vuelan solitarios –Sus ojos volvieron a encontrarse con aquellos que guardaban esmeraldas en su interior– hasta que una hembra logra encontrarlos y, entonces –Cogió la mano de la chica para acercarla a él–, se unen en un baile de aleteos donde, ambos, desatan todo el calor que guardan en su interior formando un pequeño torbellino. –Hizo que la joven diera una pirueta–. Un pequeño torbellino de ardientes tonalidades que no se trata de otra cosa que la persecución del uno al otro al unísono rodeando una rama según ascienden, con ella, al cielo antes de caer en picado –Soltó a la muchacha tras levantarla y chasqueó los dedos– y, en un último estampido –El vestido estalló en llamas con forma de mariposa–, depositar los huevos en aquel carboncillo que han creado. Muriendo ipso facto.
Se hizo el silencio de nuevo pero el extraño, en un ademán tierno, sonrió con la intención de subir los ánimos. Luego levantó su brazo e hizo un medio círculo extendiendo la mano abierta hacia las nubes, mirando también en esa dirección. El Sol quedó oculto tras su palma y los rayos se colaron entre los huecos de sus dedos, manchándole la tez de puntos relucientes.
–Desgraciadamente –Su expresión pareció ensombrecerse cuando la silueta femenina se deshizo en polvo–, son inalcanzables. Como la luz del día, se filtran por cualquier ranura para evitar su captura y, en el caso de que alguien las atrape o las aplaste, desaparecen al convertirse en fina ceniza.

[Cuento I de El vagamundos]

domingo, 19 de octubre de 2014

Profundidad

“El pomo estaba helado y un escalofrío recorrió mi cuerpo, gritándome que no entrase, pero antes de poder pensar con claridad mi mano giró el picaporte y la puerta se abrió.
La habitación estaba sumida en la oscuridad, como si ésta fuera el material de sus paredes y muebles. Diminutas partículas de polvo bailaban frente a mis ojos en el pequeño sendero lumínico que brindaba la ranura de la entrada. Intenté atraparlas, como si pudieran retener la luz en la que se encontraban, pero las manos me dolían, como si se estuvieran congelando debido al ambiente de ese lugar.
Inspiré, con dificultades, y el vahó se escapó entre mis labios antes de seguir adentrándome.
Acaricié los muebles convertidos en sombra, escuché mis pisadas que hacían crujir el suelo y alcé la mirada al techo. Perlas diminutas centelleaban con un fuego casi extinto, muriendo en aquel cielo pintado de noche.
Los pasos seguían avante y mi cuerpo tropezó con un escritorio, tirando las cosas al suelo. Clac, clac, clac. Mi mano pulsó botones de una maquina de hierro al tantear sobre la mesa y luego tiró de una cuerdecilla; la luz se hizo un momento, permitiéndome ver las hojas esparcidas por el suelo (la mayoría en blanco, algunas de garabateadas y otras llenas de palabras), y estalló.
Moví los brazos intentando apartar los miles de puntos luminosos que aparecieron en la habitación, pero era inútil; el flash me había cegado. Así que cerré los ojos y noté cómo el lugar empequeñecía y empequeñecía, ahogándome.
No aguanté más y volví a abrir los párpados. Ahora mis pupilas parecían haberse adaptado a aquella negrura. Distinguían las siluetas donde antes no había más que una nada negra.
Pero la puerta ya no se veía.
Un sudor frío recorrió mi nuca, mi vello se erizó y las manos empezaron a temblar. Un nerviosismo creciente se iba apoderando de mi interior, abriéndose paso hacia el exterior según apartaba mis entrañas como un ser que excava con sus garras para llegar a una superficie incierta pero deseada.
Un pisotón en el suelo pareció detenerlo. Gruñendo.
Ladeé la cabeza y dudé entre seguir adelante o buscar aquella puerta extraviada. Aunque, más bien, fuera yo quien lo hubiera hecho. Vacilé en volver, pero lo desconocido me llamaba y yo no podía ignorar sus reclamos silenciosos.”



[1er Manuscrito de El vagamundos]

domingo, 12 de octubre de 2014

Decadencia

Mi cuerpo fue arrastrado ante el público. Mi rostro, desfigurado, mostrado pese a ocultarse tras una máscara de magulladuras. Y mi cometido quedó ridiculizado. Pero quisieron saberlo, la curiosidad les pudo y por eso preguntaron. “¿Por qué lo hiciste, idiota?”.


Corrupción, asesinatos, putas, asesinatos, inmundicia, asesinatos, venganza, asesinatos, muerte, asesinatos. Todo está lleno de asesinatos. Asesinatos físicos, morales y psicológicos. Asesinos que clavan sus zarpas en lo más profundo de los corazones, por muy honestos que sean, y los retuercen hasta hacerlos suyos o despedazarlos.
Crímenes de óxido seduciendo con su podredumbre. Crímenes de óxido consumiendo vidas con sus fauces deformes. Crímenes crecientes que aumentan su tamaño como el enorme monstruo de sombras que vive tras las personas.
¿Cómo querían que no lo hiciera si lo que mis ojos veían no era otra cosa que el mundo ardiendo en llamas negras, consumiéndose él mismo en una implosión de bestias humanas? ¿Cómo querían que no lo hiciera si la justicia estaba ciega de lo ebria que iba? ¿Cómo querían siquiera que viviera en un mundo de cadáveres andantes que sobrevivían a base de devorar carne inocente?
Estupideces de invidentes. Estupideces perturbadas de engendros dementes.

Mis manos, manchadas de sangre oscura, disfrutaron de la purga. Mi alma se relamió sus colmillos con cada vida no vivida que arrebató. Pero mi mente, mi pensamiento, se ofuscó al ver cómo combatía al fuego con más fuego y solamente lograba avivar aquel incendio.
Mi ánima estaba tan desgarrada como su carcasa, sucia como aquellos infames, sucia como aquellos seres despreciables que merecían la muerte. Y lloró. Lloró como un niño abandonado implorando la redención según continuaba su labor.
Pero el niño, bobo, estaba descompuesto. Y las hienas aprovecharon ese momento; se abalanzaron como perros cobardes, mandando a los borrachos con uniformes.

El rojo manchó las calles al brotar de diversos gaznates, los huesos quebraron como troncos huecos y la rabia inundó las bocas de aquellos individuos consumidos. Pero mi cuerpo no aguantó y cedió, recibiendo las punzadas y los golpes de aquella jauría que perdió su rumbo y se extravió. Así que cerré los ojos y, paciente, esperé entre convulsiones a que terminasen.


La baba colgaba de mi labio partido, los ojos, que vagaban entre la silenciosa muchedumbre, se centraron en quien habló y mis palabras salieron:
–Por vosotros.
Una carcajada rasgó aquella garganta ahogada, ignorando las miradas alzadas, y la sentencia fue ejecutada.
Todo está lleno de asesinatos.