El
hombre se sentó al borde del pequeño escenario adjunto a su carromato y miró a
quienes se había reunido a su alrededor. Parecía extrañado por el interés que
había generado, pero sabía que no debía desaprovecharlo.
–Y bien
–empezó a hablar–, ¿alguna vez han visto a las mariposas de fuego?
La
pregunta causó una pequeña conmoción. ¿Mariposas de fuego? Nadie sabía qué era
aquello. Pero las imágenes que empezaban a cobrar forma en las mentes de los
oyentes no eran ni mucho menos que formidables, en todos sus sentidos. Desde
bestias enormes devora-hombres hasta pequeños seres imperceptibles. El tipo
sonrió y, con un giro de muñeca que simulaba coger una manzana invisible en el
aire, chasqueó los dedos para captar la atención de los presentes.
–Bueno,
bueno –prosiguió–, me tomaré vuestro cuchicheo como un no. Cosa que es una
lástima, por cierto.
Encogió
los hombros, hizo una mueca con los labios y miró a un lado. Nadie dijo nada y
él permaneció en silencio. Segundos, minutos, hasta que una joven de ojos
verdes le preguntó:
–¿Qué
son las mariposas de fuego, buen señor?
El
desconocido sonrió otra vez y saltó al suelo impulsándose con sus manos. Miró a
la chiquilla y le respondió “¡Algo magnífico!”. Ella quería contestar, pero él
se puso el índice derecho en sus labios, torció la cabeza para indicarle que no
dijera nada y se acercó a ella para llevar el dedo a la boca de su
interlocutora. Pero antes de tocarla puso la mano izquierda junto a la diestra
y simuló un estallido agitando delicadamente sus dedos.
Sus
miradas se cruzaron. El forastero sonrió pícaro y la muchacha se ruborizó.
–Las
mariposas de fuego, las mariposas de fuego… –comenzó, como si dudase sobre si
contarlo o no–. ¡Ay, las mariposas de fuego! ¡Qué ser más bello! –Clavó sus
pupilas en el rubor de la joven de ojos verdes–. Si ustedes pudieran verlo… ¡Si
ustedes pudieran verlo…! Pero para eso he venido; para describírselo aunque no
me vea capaz de alcanzar su majestuosidad, aunque no me vea capaz de poder
describir cómo sus alas, bañadas en atardeceres, se baten grácilmente con
lentos movimientos, como si fueran pájaros que vuelan flemáticos, inalterables
por las prisas del tiempo o el viento.
Repasó
todos los semblantes, expectativos y llenos de un curioso entusiasmo, y
prosiguió:
–¡Explosiones
de colores! –Repitió el gesto de las manos, pero esta vez más exagerado, como
la gesticulación de su rostro. Algunos creyeron ver unas chispas saliendo de
sus palmas–. ¡Rojos amaneceres y chiribitas amarillas!, que brillan cuando
estos seres eclosionan de sus crisálidas antes de fundirse en una llama naranja
cuando sus alas son desplegadas. ¡Destellos de flamas recién avivadas! E
incluso –El hombre iba de aquí para allá, agachándose y mirando a cada persona
según narraba–, lumbres azules. Fuegos fatuos vivos, pues se tratan de los machos,
bien raros y poco conocidos. Que vuelan solitarios –Sus ojos volvieron a
encontrarse con aquellos que guardaban esmeraldas en su interior– hasta que una
hembra logra encontrarlos y, entonces –Cogió la mano de la chica para acercarla
a él–, se unen en un baile de aleteos donde, ambos, desatan todo el calor que guardan
en su interior formando un pequeño torbellino. –Hizo que la joven diera una
pirueta–. Un pequeño torbellino de ardientes tonalidades que no se trata de
otra cosa que la persecución del uno al otro al unísono rodeando una rama según
ascienden, con ella, al cielo antes de caer en picado –Soltó a la muchacha tras
levantarla y chasqueó los dedos– y, en un último estampido –El vestido estalló
en llamas con forma de mariposa–, depositar los huevos en aquel carboncillo que
han creado. Muriendo ipso facto.
Se hizo
el silencio de nuevo pero el extraño, en un ademán tierno, sonrió con la
intención de subir los ánimos. Luego levantó su brazo e hizo un medio círculo
extendiendo la mano abierta hacia las nubes, mirando también en esa dirección.
El Sol quedó oculto tras su palma y los rayos se colaron entre los huecos de
sus dedos, manchándole la tez de puntos relucientes.
–Desgraciadamente
–Su expresión pareció ensombrecerse cuando la silueta femenina se deshizo en polvo–, son inalcanzables. Como la luz del día,
se filtran por cualquier ranura para evitar su captura y, en el caso de que
alguien las atrape o las aplaste, desaparecen al convertirse en fina ceniza.