viernes, 26 de septiembre de 2014

Ceniza

Como siempre que transcurría el ocaso, se asomó al balcón, pensativo. ¿Qué pasaría por su mente mientras encendía su rutinario cigarrillo? ¿Quizá en los gritos de su casa, tan habituales como los de aquellos domingos que antes pasaba en la plaza? ¿O puede que en su antiguo trabajo, del cual le habían echado? Quién sabe. Igual sólo miraba la oscuridad de la noche donde ni siquiera la luna se atrevía a mostrarse, escondiéndose tras las nubes.
Una cortina de humo salió de sus labios, difuminándole el rostro como una niebla encargada de ocultar un malestar que se percibía en su dificultad por tragar saliva. Su mano izquierda, cogida a la barandilla, apretaba con más fuerza aquella barra metálica según daba caladas al cigarro. Pero dudó ante la última y sus dedos se soltaron, cansados.
Su meñique y anular derechos rodearon la baranda y su mirada, antes alzada al cielo, bajó hasta perderse entre los huecos de los otros edificios, ensombrecidos por las luces naranjas que parpadeaban en las calles y ventanas.
Un suspiro, envuelto de humo, y unas pupilas mirando de reojo al lóbrego interior de su domicilio.
El cigarrillo acabó por consumirse solo y se deslizó entre sus dedos, resbalándole para caer al vacío desde aquel quinto piso. Sus ojos, rápidos, lo observaron. Y, por unos instantes, se iluminaron. Pero un tosido que le obligó a llevarse la mano a la boca le distrajo.
Cenizas. Cenizas todavía candentes en su palma. Y una mirada baja; su idea no le serviría de nada. Se consumía, día tras día, para acabar convertido en una cinérea colilla que en cualquier momento el tiempo pisaría. Así que cerró los ojos y soltó la bruma que quedaba en su interior.
Sus hombros cayeron, exhaustos, y con movimientos automáticos se dirigió a su sombrío lecho, donde debería haberse quedado durmiendo hace mucho tiempo.

miércoles, 3 de septiembre de 2014

Vacío

Las gotas, como pedazos de un alma alquitranada por el tiempo que reventó ante un viejo y continuo sufrimiento, caían frente a sus ojos, oscurecidos como el temporal. La lluvia, guiada por el incesante viento, no dejaba de golpear la ventana. Y aquel sonido le relajaba. Pero los suspiros que escapaban de sus labios no eran de alivio, eran de cansancio.
Sus parpadeos eran cada vez más lentos, más fatigados, e iban acorde con sus inspiraciones. Meditaba con paciencia todo aquello que circulaba por su cabeza. Pero sabía perfectamente que ninguna idea le haría cambiar de parecer; ya había tomado una decisión y, en esa ocasión, ya no había vuelta atrás.
Había vivido todo lo que debía vivir. O eso quería creer para no autocompadecerse más; tenía suficiente con lo que los años le habían llevado a hacerlo ya. Y era hora de enfrentarse a aquello de lo que había huido tanto tiempo, a aquello que tanto había pospuesto con cualquier excusa sacada en el último momento.
Ya era hora. Y no vacilaría.
Sus ojos estaban cerrados, pensativos. Sus manos cruzadas, golpeándose los pulgares rítmicamente. Y sus labios, resecos y agrietados por la edad, fueron relamidos en un segundo por la punta de la lengua que guardaban en su interior.
No había alternativa. Lo sabía.
Abrió los párpados y observó su imagen en el cristal. El pelo blanquecino marcaba su longevidad pero eran las arrugas, aquellas cicatrices del tiempo en su rostro, las que definían su vida. Algunos pensarían que el sillón y el despacho demostrarían unas expectativas cumplidas, pero sólo lo harían quienes no fueran capaces de fijarse en aquel reflejo de mirada vacía. En aquellos ojos llenos de experiencias y carencias, llenos de una oscuridad que, paradójicamente, albergaba todo y nada. Un hueco repleto de sentimientos huecos a su vez.
Las palmas, ancianas, acariciaron los reposabrazos en un pestañeo. Al siguiente, raudas, colocaron una caja sobre la falda de su dueño. Tras un clic se levantó aquella tapa tallada con delicadeza y los dedos de la mano derecha, ayudados de un elegante giro de muñeca, cogieron su contenido. La cubierta se cerró. Y el arma descansó encima de ella.
No faltaba mucho para que cumpliera su cometido.
Otro suspiro. Esta vez el definitivo. Y él era consciente de ello pues, cuando su boca soltó todo el aire contenido, el cañón ya se había colocado en su sien.

Un relámpago iluminó el cuerpo vencido. ¿Su reto? Haber vivido.