Como
siempre que transcurría el ocaso, se asomó al balcón, pensativo. ¿Qué pasaría
por su mente mientras encendía su rutinario cigarrillo? ¿Quizá en los gritos de
su casa, tan habituales como los de aquellos domingos que antes pasaba en la
plaza? ¿O puede que en su antiguo trabajo, del cual le habían echado? Quién sabe.
Igual sólo miraba la oscuridad de la noche donde ni siquiera la luna se atrevía
a mostrarse, escondiéndose tras las nubes.
Una
cortina de humo salió de sus labios, difuminándole el rostro como una niebla
encargada de ocultar un malestar que se percibía en su dificultad por tragar
saliva. Su mano izquierda, cogida a la barandilla, apretaba con más fuerza
aquella barra metálica según daba caladas al cigarro. Pero dudó ante la última
y sus dedos se soltaron, cansados.
Su
meñique y anular derechos rodearon la baranda y su mirada, antes alzada al cielo,
bajó hasta perderse entre los huecos de los otros edificios, ensombrecidos por
las luces naranjas que parpadeaban en las calles y ventanas.
Un suspiro,
envuelto de humo, y unas pupilas mirando de reojo al lóbrego interior de su
domicilio.
El
cigarrillo acabó por consumirse solo y se deslizó entre sus dedos, resbalándole
para caer al vacío desde aquel quinto piso. Sus ojos, rápidos, lo observaron. Y,
por unos instantes, se iluminaron. Pero un tosido que le obligó a llevarse la
mano a la boca le distrajo.
Cenizas.
Cenizas todavía candentes en su palma. Y una mirada baja; su idea no le
serviría de nada. Se consumía, día tras día, para acabar convertido en una
cinérea colilla que en cualquier momento el tiempo pisaría. Así que cerró los
ojos y soltó la bruma que quedaba en su interior.
Sus
hombros cayeron, exhaustos, y con movimientos automáticos se dirigió a su sombrío
lecho, donde debería haberse quedado durmiendo hace mucho tiempo.