Chiribitas
de fuego ardiendo en el cielo sobre blanquecinas nubes que navegan en un mar
celeste, descansando tras la tormenta desatada que ha dejado el paisaje húmedo,
convirtiendo las desnudas ramas de los árboles en huesudas falanges de carbón que
se elevan hacia el venidero firmamento en el cual una luna tímida se asoma entre
una niebla de plata que la tiene rodeada.
La
bóveda celeste se oscurece lentamente mientras los rayos del astro rey, luchando
por no ser apagados y continuar perpetuos, convierten esa oscuridad en tonos
rosados. Como si fueran químicos; una nube tóxica de belleza que se eclipsa
sobre ella misma y convierte esa bruma sonrosada en una pasión de colores cálidos
que guerrean entre ellos. Manifestándose el morado sobre el rosáceo, el
amarillo todavía no anaranjado sobre el blanco y un fogoso rojo abrasando ambos
bandos. Incinerando los nubarrones encima del azulino fondo.
Las
tinieblas se ciernen sobre la tierra según continúa la pelea y el negro invade
el suelo, quien envidia los colores que se elevan sobre él pero, al no poder
hacer nada para remediarlo, se queda impotente y estático.
Un
brillo se filtra a través del colorido desafío, intentando calmarlo. Pero es
tapado y ocultado según va ganando el atardecer violáceo, el cual acaba echando
al gran astro. Y la negrura se apodera poco a poco del cielo, filtrándose a
través de las nubes y adquiriendo un color azulado que lentamente pasa a
grisáceo hasta, finalmente, convertirse en un virtuoso bruno que funde cielo y
tierra en uno.
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