Corazón fragmentado en miles de cristales
despedazados entre ellos, que bombea entre unas palmas sangrientas, atravesadas
por sus punzantes ariscas, por apretarlo demasiado en un vano intento de
juntarlo, de restaurarlo, ¿por qué sigues respirando? ¿Por qué no te detienes y
provocas tu paro cardíaco, terminando así con este lastimero espectáculo? Los
brazos están cansados, agotados de cargar con tu cadáver atrofiado, marchito en
una primavera muerta. Tu tos no hace más que golpear y la cabeza se desespera
con una mirada que busca salidas –o más bien huidas– sin llegar nunca a
encontrar nada. ¿Por qué no paras? Los ojos, las pupilas, se cristalizan y
difuminan, y tú sigues jadeante, con este esfuerzo, como si fuera a servir de
algo. ¿Por qué lo haces, órgano, por qué? ¿Acaso no ves cómo no se te quiere?
¿Acaso no percibes que solo un servidor se preocupa por tu bienestar? Pero ni
siquiera así te puedo ayudar, ni siquiera así. Te mueres, entre mis manos, y no
eres capaz de aceptarlo; no eres capaz de comprender que no sé cuidarte como lo
hicieron en su tiempo, antaño, antaño… Y te mueres entre unas manos frías,
vacías de caricias, que buscan tu calor y no encuentran más que un sabor
amargo, que un ácido corrosivo que consume tu hálito mientras mis suspiros y
susurros procuran hacerte dormir, plácido, para que duermas y descanses sin
sufrir demasiado. Mientras mis rodillas caen y, en el húmedo suelo, me acurruco
a tu lado buscando darte la escasa calidez que queda en este pecho desgarrado…
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