Generaba podredumbre allí donde tocaba, con sus yemas, infectas,
convirtiendo toda caricia en martirio, en tortura, incluso para su piel,
ponzoñosa, que gritaba con alaridos de ardor frente a sus dedos virulentos.
No fue de extrañar, pues, que si toda flor arrancada de su tierra
nativa terminaba marchita entre sus palmas nocivas, antes de convertirse en
grisácea ceniza, todo buen sentimiento que quisiera rozar acabase escupiendo
bilis infesta y purulencia tóxica, corrompido por esa carroña viva indigna de
todo lo que pudiera generarle, aunque fuera por unos breves instantes,
cualquier tipo de dicha o cosa saludable.
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