La noche pasa lenta. Lenta pasa la noche. La noche pasa, lenta. Y las
estrellas no parecen querer brillar en ese cielo que se extiende sobre una
cabeza reclinada sobre una indiferencia materializada en madera.
La penumbra ha cubierto la habitación con sus garras tras acariciarla
lentamente según la luz cedía ante su abrigo, ignorante del frío, y ya nada
importa; el abismo se ha vuelto realidad.
La noche, que vigilaba, a lo lejos, con sus astros, no ofrece ya
seguridad; el dolor la ha dañado y su grito no logra resquebrajar ningún
cristal. Quién diría que esas lunas perdidas en la inmensidad finalmente se
perderían de verdad. Quién diría que el puño que las ansiaba, al fin, las iba a
alcanzar, aunque no fuese tal como deseaba.
La noche… pasa lenta. Y el llanto que se silencia en ella se propaga
por unas lágrimas secas. Los dedos lograron hallar el corazón y sus uñas se han
clavado como víboras sedientas de dolor, envenenando según hurgaban más y más
en su interior, royendo todo lo que pudiera parecer, en algún momento, vivo.
Y el golpe seco ha estallado cual fuego de artificio demencial.
Todo aquello que alguna vez se tomó por firme, salta por los aires y
sólo se observan pedazos cayendo eternamente; uno tras otro, uno tras otro,
como si nunca fuera suficiente; uno tras otro, uno tras otro, explosionando y
ensordeciendo toda palabra que pudiera querer perdurar en el eco del tiempo,
hasta que las propias agujas del reloj cayeron con los números reventados por
el suelo.
…
La noche pasa lenta. Lenta pasa la noche. Y el latir de la cabeza que
gotea reclinada sobre una indiferente mesa parece creerse una estrella.