Las
ramas se mecían bajo el viento que ululaba entre sus hojas como la brisa lo
hacía con algunos mechones castaños de Oliver, quien se encontraba tumbado en
el césped con los ojos clavados en el extraño baile de los árboles. El calor
del día le adormecía poco a poco, pero se resistía a ello intentando distraerse
con el sonido de algún pájaro o el de algún motor lejano que pasaba por ahí.
Las nubes, que momentos antes habían navegado por el enorme mar aéreo, habían desaparecido
sin dejar rastro junto a las voces de la ciudad, que parecían haber enmudecido
por arte de magia. Pero eso no le preocupaba, él seguía disfrutando de su cómoda
escena.
El aire,
que entró por la nariz de Oliver en una gran inspiración antes de ser soltado
en un tranquilo suspiro, pareció ser acompañado de ideas que permanecieron en
su cabeza. Pensó que podía levantarse y así asegurarse el no dormirse, correr
hacia ninguna parte como solía hacer muchas veces, adentrarse en la oscuridad
de aquel bosque que tenía delante, guiado únicamente por el piar de aquellas
aves invisibles, o también ir en dirección contraria: hacia las casas que se difuminaban
en la lejanía. Pero también podía seguir como ahora, bajo el riesgo de ser
vencido por la modorra, o buscar cualquier nueva distracción con el
simple hecho de cambiar su posición. Pero no quería, o eso parecía, así que
siguió pensando en todas esas opciones mientras sus párpados se iban cerrando lentamente.
Podía, podía y podía. Parecía que no le faltaban posibilidades, ¿pero y las
ganas? ¿O, por decirlo de alguna manera, el vencer a su supuesta pereza? Eso ya
era más complicado y por ello, antes de quedarse dormido, prefirió darlo todo
por terminado y, de entre todas sus alternativas, decidió escoger la definitiva
de poner un punto. Y el escenario cambió.
Las
gaviotas graznaban por encima de su cabeza rompiendo el sonido de las olas
rotas en la orilla. La arena, calentada por el día que ya terminaba, rodeaba
cada vez más su cuerpo aunque él no lo viera. Su respiración seguía plácida y
lenta, incluso cuando notó cómo sus pies eran mojados por aquella fría agua
salada, que trepaba por sus piernas según el Sol se hundía en la marea. ¿Quizá
eso era lo que hacía que ésta subiera? Oliver no lo sabía, pero le gustaba esa
idea: pensar que el Sol se apagaba por el agua y que por eso la oscuridad
reinaba; que, mientras el mar guardaba la estrella en su interior, la Luna hacía
una guardia nocturna como un sustituto del Sol. El cómo se encendía luego otra
vez el astro le traía sin cuidado, pensaba que darle una explicación a eso
estropearía su cuento. Es por ello que siempre lo dejaba incompleto, una
historia donde, al final, sólo quedaba una noche eterna.
El agua
ya alcanzaba los hombros de Oliver y él notaba las puntas de su cabello moverse como las
ramas de los antiguos árboles, así que cogió aire y dejó que el mar le cubriese. Una vez hecho, abrió los párpados y observó, desde debajo de esa capa líquida, un
mundo borroso, oscuro y ondeante. Su cuerpo había sido enterrado bajo la arena
húmeda y sólo podía mover la cabeza que, sumergida, contemplaba cómo la
amarillenta estrella enrojecía y enrojecía según se ahogaba para terminar
convertida en una especie de enorme esfera negra que se hundía, muerta.
¿Entonces su historia condenaba al astro o era él mismo que se veía reflejado
en ese sombrío mundo subacuático? Quién sabe, al final sólo quedaba una noche
eterna y un cadáver.
La
imagen lo superó y no lo soportó, soltó todo el oxígeno en un chillido sordo e
intentó mover los brazos para nadar a la superficie. Pero éstos estaban
enterrados por la arena, aferrados bajo tierra. Oliver pensaba en qué podría haber ocurrido
para que, de todas las anteriores opciones, ahora ninguna se hiciera presente.
Pero ante la falta de respuestas y alternativas sabía que debía volver a
cambiar el escenario. Así que decidió poner un nuevo punto, pero éste lo echó
de su mundo.
Y ahí se
encontró de nuevo, con la respiración agitada y el sudor mezclado con
lágrimas, frente a una pantalla llena de letras. Recapacitando en cómo podía
continuar todo, si es que se atrevía a volver a esos insanos mundos que siempre
le parecían idílicos de buen inicio aunque tarde o temprano se viera abocado a
sus precipicios.