martes, 12 de diciembre de 2017

Noche

Una caricia en mitad de la oscuridad, repasando una espalda desnuda como una silueta fantasmagórica en mitad de la ilusión imaginaria que cubre unos ojos cansados, ocultos tras los párpados. La mano rozando el contorno de aquello soñado, tanteando con los dedos, susurrando con las yemas, en medio de una piel ajena, que respira, lenta, en un anochecer que -ojalá- no parece cesar jamás. Los labios medio secos, medio húmedos, buscando una lengua que logre aclarar su confusión, agrietada por frías brisas y carencias, y un estremecimiento que contrae el cuerpo en un escalofrío desgarrador. La noche hace presencia con su repentino despertar.
La mano, ajena, aferrada a unos dedos, ajenos también, sin distinguirse entre el absoluto de la negrura que engloba y cubre las miradas de las pupilas, como si no hubiera nunca, jamás, o inicio siquiera. Donde las sábanas, como único refugio, fundido de oscuro, manto de negror, ocultan el cuerpo como si no estuviera ya unido a ello, fundido también, junto al sonido inquietante del silencio que deja a solas la mente.
Un respirar lento, unos parpadeos imperceptibles que no cambian la realidad y unos ojos que contemplan sin mirar. La noche observa a quien intenta observar y la compañía innata, presente, ausente, carente, de quien está sin estar, parece ser el único sitio al que aferrarse en mitad de esta oscuridad. Deseando regresar al sueño lo antes posible, donde, al menos, aunque quizá tampoco nada se distinguiera, uno no tendría conciencia de esta tiniebla.