Una
caricia en mitad de la oscuridad, repasando una espalda desnuda como una
silueta fantasmagórica en mitad de la ilusión imaginaria que cubre unos ojos
cansados, ocultos tras los párpados. La mano rozando el contorno de aquello
soñado, tanteando con los dedos, susurrando con las yemas, en medio de una piel
ajena, que respira, lenta, en un anochecer que -ojalá- no parece cesar jamás.
Los labios medio secos, medio húmedos, buscando una lengua que logre aclarar su
confusión, agrietada por frías brisas y carencias, y un estremecimiento que
contrae el cuerpo en un escalofrío desgarrador. La noche hace presencia con su
repentino despertar.
La
mano, ajena, aferrada a unos dedos, ajenos también, sin distinguirse entre el
absoluto de la negrura que engloba y cubre las miradas de las pupilas, como si
no hubiera nunca, jamás, o inicio siquiera. Donde las sábanas, como único
refugio, fundido de oscuro, manto de negror, ocultan el cuerpo como si no
estuviera ya unido a ello, fundido también, junto al sonido inquietante del
silencio que deja a solas la mente.
Un
respirar lento, unos parpadeos imperceptibles que no cambian la realidad y unos
ojos que contemplan sin mirar. La noche observa a quien intenta observar y la
compañía innata, presente, ausente, carente, de quien está sin estar, parece
ser el único sitio al que aferrarse en mitad de esta oscuridad. Deseando
regresar al sueño lo antes posible, donde, al menos, aunque quizá tampoco nada
se distinguiera, uno no tendría conciencia de esta tiniebla.