Añoro esos días de arena en los que no importaba cuántos granos cayeran, deslizándose
por el cristal, hacia abajo, hacia abajo, como gotas en una ventana un día
levemente tormentoso, mientras las palabras brotaban de nuestros labios,
ardientes, ansiosos, anhelantes de los del otro, en un pequeño abismo de
intimidad, de miradas fijas y manos entrelazadas; donde las caricias temían ser
las últimas, ser olvidadas.
Añoro
las letras, los juegos sin importancia, añoro aquella búsqueda insaciable del
afecto, del contacto, del cuerpo ajeno y, con él, de su conocimiento, de su
sentimiento, de aquel interior tan recóndito que daba hasta vértigo y miedo;
donde el compartir secretos abría puertas de unas corazas oxidadas y viejas,
puertas que, cual fortalezas, escondían pequeños brillos, únicos, que
desaparecían si se intentaban tocar. Huyendo como esas pupilas que, sin querer
ser vistas, buscan las que le son opuestas.
Pues añoro aquel tiempo donde, precisamente éste, era inexistente.
Donde los relojes sólo marcaban lugares, donde las agujas sólo puntualizaban el
llegar tarde. Donde cualquier número sólo era un dato aparte. Añoro, y con el
añorar contemplo un pasado remoto, un pasado lejano, más distanciado que
cualquier centelleo de antaño; imposible de alcanzar, imposible de rozar, ni
siquiera con las puntas desgastadas de estos dedos agrietados. Ni siquiera con
todo el afán de este exhausto imaginario…