miércoles, 12 de octubre de 2016

Quiero, quisiera... que alguien entrase en esa habitación funesta

Quiero, quisiera, que alguien entrase, poquito a poco, sin hacer mucho ruido, y sin levantar mucho polvo –pues debe haber bastante polvo ahí acumulado–, por la puertecilla agrietada de ese órgano tosedor. Me gustaría, me agradaría, que alguien se acurrucase dentro, pese al frío interno, más intenso que el de afuera, y se cubriera con las mantas viejas, manchadas de rojos arañazos y roídas por pulgas amargas, que ahí se encontrasen. Estaría bien, muy bien la verdad, que se quedase quieto, sin moverse, apreciando esta nada, en algún rincón, a su preferencia, por muy pegajosos y salados que éstos fueran, sin tener en cuenta las cicatrices de costras medio abiertas. Yo, por mi parte, intentaría avivar un pequeño fueguecillo, algo a lo que ese alguien pudiera acercar sus manos, pese a que seguramente fuese un breve brillo, una fugacidad, una ilusión quizá, o un espejismo anhelante de anhelo, que aumentaría, probablemente, la tiritona del cuerpo establecido en ese frágil no-domicilio. Pero los hilos tejidos por el tiempo muerto podrían servir de entretenimiento a los ojos que se irían cargando de cansancio según pasaran los suspiros nocturnos, según pasaran, si es que pasaran siendo (pre)visibles, las lunas del pesar; tan lejanas y a la vez tan cercanas al oleaje emocional que golpearía, a veces tenue, a veces fuerte, ese deshogar. Removiendo esos cuadros, (re)torcidos todos ellos, representantes de recuerdos y ficciones, de afanes futuros que se sitúan en tiempos distantes, y de pasados remotos vívidos en un presente eterno, que se mezclarían entre ellos en un vaivén de memorias (ir)reales. Mas esos cuadros no deberían, no debieran tocarse, pues los gusanos que los habitan mordisquean, y mordisquearían sin piedad, aún más el ya carcomido papel restregado en esas paredes en un vano intento de ocultar el mohoso recubrimiento que las conforma desde antes de los orígenes de esas ¿horribles? memorias.
Me gustaría, quisiera, estaría muy bien, la verdad, que esa silenciosa compañía no trajera ningún (des)orden, que dejase todo según emerge, de no sé dónde, y simplemente observase, sin molestarse, ni molestar a aquellas diminutas criaturas hurañas que, desde su hollín, manejan, como pueden, esta desmoronada carcasa. Yo agradecería su presencia, su compañía, pese al resquemor que produciría, pese al incesante miedo a su huida, o a su marca vacía, o a las huellas unidas sobre otras huellas antiguas que revolvieron las cosas, y añadieron de otras, quebrando sus formas, marcando las horas, queriendo fragmentos, de lágrimas y tiempo, salpicados de espeso carmesí, virulento y sediento, de aquella desgracia que no abandona el cuerpo, en su día.
Mas el dolor mitiga ese dolor temor, ese posible riesgo, ese peligro de observación, de rozadura y emoción, con sus palabras; únicas habitantes de esa cripta soterrada en una oscura cámara; invisibles pero tan existentes como el vaho allí acumulado, junto a la eterna ceniza. No hay nadie que se acerque siquiera a los barrotes previos a la pena. Por ello sólo queda ese “Quiero, quisiera”, ese deseo tan punzante que atraviesa, pese a estar tan bien velado en esa diminuta arqueta oculta en el fondo de un cajón de una mesilla de polillas desnudamente muertas.