jueves, 28 de enero de 2016

Cada noche me despertaba

Cada noche me despertaba; no importaba lo que hubiese ocurrido a lo largo del día, la hora a la que me acostase o lo agotado que estuviera; cada noche me despertaba. Aquella sensación de ser observado a través de todas las sombras que la tenue luz de la ventana provocaba era asfixiante. Allí donde miraba, ya no estaba. Allí donde la luz iluminaba, desaparecía. No importaba que durmiese con la lámpara encendida, ni siquiera con la que colgaba del techo: siempre había algún rincón oscuro, algún recoveco donde pudiera esconderse de mi mirada. Cosa que yo no podía hacer de la suya.
Probé a cambiar los muebles, a comprar una cama baja, sin espacio para guardar nada debajo, incluso me mudé en un par de ocasiones. Pero tarde o temprano, cuando creía que el asunto se había solucionado, que aquello que me contemplaba por la noche ya no estaba, ni iba a volver, ni me iba a encontrar, aparecía de nuevo con su invisible presencia. Y mis ojeras se volvían otra vez tan oscuras como aquello que al parecer ninguna luz alumbra.
La sensación de peligro se asimiló con el tiempo, pero la de encontrarme indefenso sólo empeoraba. A cada solución, un fracaso. A cada intento, una muestra de fuerzas gastadas en vano. Y la respiración aumentaba según los segundos pasaban con mis párpados abiertos observando la nada, aquella nada oscura que todo ocultaba. Y la respiración se agitaba según los segundos se convertían en minutos y los minutos en eternidad. Agitándose como las ramas que sacudía la tormenta, como las sombras gigantescas y grotescas que se proyectaban a través de un cristal mudo testigo de todo lo que allí sucedía.
El sudor recorría mi frente, mi espalda y se helaba con los escalofríos que él mismo provocaba. El temblor aumentaba con espasmos en mis brazos. Y las uñas arañaban un colchón deshilachado. Las sombras desfiguradas crecían y decrecían, como manos pendientes de ver si me dormía. Y la sensación de desfallecimiento se intensificaba según la noche, a su lento ritmo, pasaba entre aullidos y ruidos mentales. Tan reales como esos ojos ponzoñosos ocultos en el reflejo de la oscuridad.
Y el cansancio fundía sueño y realidad. Cada silueta era un nuevo ser extraño deformado por una vista tan fatigada como su dueño. La perspectiva ya no importaba: las manos eran pequeñas y lejanas, la habitación se alargaba y la garganta se ahogaba como si la lluvia de afuera inundase la sala. Y la mirada. Aquella mirada invisible. Aquella mirada omnipresente. Ahí estaba, en la misma habitación, contemplándome, mirándome, examinándome, esperando a que me durmiese para saltar y despedazarme, arrancándome las carnes con sus garras y dientes, manchando las paredes con mi sangre aún caliente y dejándome con vida lo suficiente para que yo mismo observase mi muerte. Pero antes de que viera mi cuerpo destripado desangrándose una última bocanada de aire me dejaba inconsciente, a merced de mi suerte para ver si lograría, de nuevo, ver la mañana siguiente.

viernes, 22 de enero de 2016

The Hunter

La sombra, niebla de oscuridad, se alargaba y contraía según el balanceo de la parpadeante bombilla que colgaba del techo. Las duras y frías paredes se encontraban desgastadas por los golpes y el tiempo, teñidas de manchas que en su día bien pudieron ser más claras, y las cadenas, oxidadas pero todavía resistentes, pendían de ellas en un silencio que jamás obtuvieron en su lejano pasado. Mas un cuerpo, derrotado por el cansancio, aún se encontraba sujeto a un par de ellas.
Unas pupilas, que brillaban de vez en cuando según la luz acariciaba su desvaído rostro, se encontraban clavadas en ese cuerpo lánguido repleto de cardenales rojizos y azulados. El suspiro que soltaron los labios resecos del dueño de esa mirada llenó la sala y los otros ojos allí presentes se abrieron como pudieron, pero no se alzaron. El calzado resonó a cada paso y la ropa crujió en cuanto las rodillas del único individuo vestido se doblaron para agacharse. Su mano, enguantada pero de la misma blancura que su tez, sujetó con los dedos la barbilla del encadenado y levantó su cabeza. Los labios del sujeto temblaban, sus párpados luchaban contra el instinto de cerrarse y el estremecimiento que recorría su cuerpo se debatía con éste mismo en un vano intento de ser disimulado. El pavor era real.
Una lengua, áspera como la de un felino, recorrió la mejilla mal cicatrizada del aherrojado y una sonrisa se asomó por la comisura derecha de la boca dueña de ese húmedo músculo. Se regocijaba ante el aún presente sabor metálico. Los dedos de mármol palmearon dicha mejilla y su propietario hizo el ademán de levantarse, pero no hubo tiempo suficiente para que el otro lo celebrase; sus dientes se clavaron en su hombro.
Un hilillo negruzco recorrió el torso del herido desnudo según la boca ajena succionaba su jugo. Unos segundos de extraño placer invadía ambos cuerpos dentro de ese tétrico ritual donde la víctima del sangrado jadeaba y ponía los ojos en blanco. Luego, el bebedor se apartaba con furia y golpeaba el cuerpo de aquel que se deleitaba. Puñetazos, punzadas de pie, incluso cabezazos si era necesario, y no paraba hasta que sus guantes, en un principio impolutos, se teñían de color carmesí.
La sangre bebida por él era negra, sí, pero las heridas chorreaban rojo. Sólo con el dolor, pese al llanto mezclado con la risa, se conseguía sonsacar la verdadera vida de las almas y no únicamente la podredumbre líquida que las inundaba. Por lo que más tarde, una vez calmado, cogía un hilo y una aguja al rojo vivo y cosía las heridas producidas. No quería destruirla, al menos no todavía, pues ese hecho era inevitable. En cuanto se acabase uno de los dos néctares, aquel cuerpo consumido estallaría y sólo quedaría su sombra, grisácea, impregnada en la pared. Descoloriéndose, poco a poco, según el tiempo le sobreviniese. Y aquel, que en esos momentos se encontraba empapado de escarlata, debería volver a la caza entre esos individuos que sólo notan su presencia como un escalofrío hasta hallar a quien que pudiera verle y temiera su presencia.

martes, 12 de enero de 2016

II

Una silueta entre la bruma. Una silueta que, poco a poco, se desdibuja. Una silueta que, entre esta niebla que nos rodea, parece albergar todo aquello que mi mente desea. Y mi mano se estira hacia ella, mas no logra atraparla en la infinita distancia que nos separa. Y su figura se borra un poco más, como la noche por la mañana, como el sueño con el alba. Y la ilusión desilusionada se dispara, empapando el adoquinado de lágrimas. Lágrimas que caen de un cielo imperceptible; de un cielo tan invisible como mi figura para esa figura que, a lo lejos y poco a poco, se desdibuja entre la bruma.