Cada noche me despertaba; no importaba lo que
hubiese ocurrido a lo largo del día, la hora a la que me acostase o lo agotado
que estuviera; cada noche me despertaba. Aquella sensación de ser observado a
través de todas las sombras que la tenue luz de la ventana provocaba era
asfixiante. Allí donde miraba, ya no estaba. Allí donde la luz iluminaba,
desaparecía. No importaba que durmiese con la lámpara encendida, ni siquiera
con la que colgaba del techo: siempre había algún rincón oscuro, algún recoveco
donde pudiera esconderse de mi mirada. Cosa que yo no podía hacer de la suya.
Probé a cambiar los muebles, a comprar una cama
baja, sin espacio para guardar nada debajo, incluso me mudé en un par de
ocasiones. Pero tarde o temprano, cuando creía que el asunto se había
solucionado, que aquello que me contemplaba por la noche ya no estaba, ni iba a
volver, ni me iba a encontrar, aparecía de nuevo con su invisible presencia. Y
mis ojeras se volvían otra vez tan oscuras como aquello que al parecer ninguna
luz alumbra.
La sensación de peligro se asimiló con el tiempo,
pero la de encontrarme indefenso sólo empeoraba. A cada solución, un fracaso. A
cada intento, una muestra de fuerzas gastadas en vano. Y la respiración
aumentaba según los segundos pasaban con mis párpados abiertos observando la
nada, aquella nada oscura que todo ocultaba. Y la respiración se agitaba según
los segundos se convertían en minutos y los minutos en eternidad. Agitándose
como las ramas que sacudía la tormenta, como las sombras gigantescas y
grotescas que se proyectaban a través de un cristal mudo testigo de todo lo que
allí sucedía.
El sudor recorría mi frente, mi espalda y se helaba
con los escalofríos que él mismo provocaba. El temblor aumentaba con espasmos en
mis brazos. Y las uñas arañaban un colchón deshilachado. Las sombras
desfiguradas crecían y decrecían, como manos pendientes de ver si me dormía. Y
la sensación de desfallecimiento se intensificaba según la noche, a su lento
ritmo, pasaba entre aullidos y ruidos mentales. Tan reales como esos ojos
ponzoñosos ocultos en el reflejo de la oscuridad.
Y el cansancio fundía sueño y realidad. Cada silueta
era un nuevo ser extraño deformado por una vista tan fatigada como su dueño. La
perspectiva ya no importaba: las manos eran pequeñas y lejanas, la habitación
se alargaba y la garganta se ahogaba como si la lluvia de afuera inundase la
sala. Y la mirada. Aquella mirada invisible. Aquella mirada omnipresente. Ahí
estaba, en la misma habitación, contemplándome, mirándome, examinándome,
esperando a que me durmiese para saltar y despedazarme, arrancándome las carnes
con sus garras y dientes, manchando las paredes con mi sangre aún caliente y
dejándome con vida lo suficiente para que yo mismo observase mi muerte. Pero antes de que viera mi cuerpo destripado
desangrándose una última bocanada de aire me dejaba inconsciente, a merced de
mi suerte para ver si lograría, de nuevo, ver la mañana siguiente.